
Neorrabioso es un interesante blog que tiene como objetivo ofrecerles a sus lectores anécdotas de escritores famosos. Una de esas anécdotas, la que hace el número 20, lleva la firma de Gabriel Celaya, y gira en torno a las manías -o simplemente costumbres- de algunos conocidos escritores a la hora de sentarse a escribir.
ANECDOTARIO DE ESCRITORES (20): Manías a la hora de ponerse a escribir.
¿Qué sentido podemos atribuir, por ejemplo, al hecho de que Schiller necesitara el olor de las manzanas podridas que ponía sobre su mesa de trabajo, y a que Balzac, en ciertos momentos, se vistiera de monje para escribir, y a que Kierkegaard encendiera todas las luces de su enorme caserón, y deambulara de una habitación a otra mientras escribía? ¿Despacharemos esta cuestión diciendo que los escritores son estrafalarios y pintorescos, por no decir, un poco locos? Sería una tontería.
Lo más extraño consiste en lo diverso, e incluso contradictorio, de esas costumbres. Hay, por ejemplo, escritores diurnos y nocturnos. A Wordsworth, como a Azorín, le estimulaban las primeras horas de la mañana: Sentía en ellas «la lozanía de la niñez». Pero Rimbaud, en cambio, como otros muchos, sólo podía escribir a altas horas de la noche.
Un médico amigo me dijo que la diferencia entre los escritores diurnos y nocturnos obedece a que los primeros son de temperamento predominantemente asténico y los otros, pícnico. Los asténicos se despiertan muy vivaces pero a las primeras horas de la tarde se sienten ya agotados; los pícnicos, en cambio, entran muy lentamente en marcha, y es al final del día, y sobre todo de noche, cuando se sienten en forma. No creo mucho en esta explicación, precisamente por lo que tiene de simplistamente científica, pero sea lo que sea de ella, lo que interesa subrayar es cómo la hora -una u ota- puede actuar catalíticamente. Y no sólo la hora sino también el clima: El del equinoccio de Otoño, tan favorable para Milton, o el de las alturas de Sils María, para Nietzsche, o el de Muzot, para Rilke.
Hay otras circunstancias propicias a la creación, cuyas diferencias son aún más difíciles de explicar. A Juan Ramón Jiménez le resultaba insoportable el más leve ruido, y para aislarse, llegó a encerrarse en una habitación forrada de corcho; pero a los escritores de café, en cambio, la barahúnda de los locales públicos les estimula más que les molesta. Yo suelo escribir con la radio puesta, no como música de fondo, sino a todo volumen, y sin preocuparme de que me estén dando anuncios o sinfonías de Mozart.
GABRIEL CELAYA, Ensayos literarios, Visor, Madrid, 2009, págs. 202 y 203
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