“Escribir textos y descifrarlos mediante su lectura es para nosotros una actividad común, que no tiene nada de misteriosa. Sin embargo, para una sociedad humana que no conociese la escritura, esa actividad que consideramos corriente y hasta banal podría alcanzar resonancias mágicas. Recordemos la fascinación de Atahualpa al ver cómo los españoles trazaban sobre una hoja blanca extraños signos capaces de llevar consigo una información certera. La perspicacia del destronado emperador inca le llevó a comprender que aquellos signos escritos eran un vehículo para la transmisión del pensamiento, aunque no podía saber si se trataba de una cualidad natural de los conquistadores o de un arte que, por muy sorprendente que pareciese, podría ser enseñado y aprendido. Daba fuerza a sus dudas el hecho de que Pizarro, el señor que mandaba en sus captores, no pareciese estar dotado de aquella virtud que sus inferiores poseían. Cuentan las crónicas que, para conocer la verdad, Atahualpa hizo que uno de sus carceleros le escribiese el nombre de Dios en la uña de uno de sus pulgares. Ante la ignorancia y el desconcierto de Pizarro cuando le mostró su pulgar, Atahualpa comprendió que la escritura y el silencioso desvelamiento no eran un don natural de los extranjeros, sino un arte que, paradójicamente, el jefe de todos ellos desconocía.
Acaso deberíamos recuperar algo de la curiosidad y el asombro del inteligente y desdichado emperador inca a la hora de afrontar la iniciación a la lectura en los jóvenes, desde lo que tiene de aptitud o habilidad singular para descifrar ficciones”.
José María Merino, Ficción continua
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