Un día Javier anunció que en la radio un escritor organizaba un concurso de relatos breves. Diez líneas como máximo. El premio consistía en cinco libros y un jamón de bellota. Nuestros rostros escuálidos centellearon de repente, más por el jamón que por los libros. “Yo escribiré la primera línea -dijo papá-, y vosotros el resto. Ya es hora de que hagáis algo de provecho.” Pusimos manos a la obra. Mamá, la segunda línea; Rosario, la tercera, Pepe, la cuarta; Isabel, Javier, Nacho y Augusto escribieron la quinta, sexta, séptima y octava. ¿Y la siguiente? Miramos a la perra, que encogió el rabo y huyó a otra habitación. Convencimos a un tipo que pasaba cada semana por casa para que escribiera la siguiente línea. Mamá, entre dientes, le llamaba “el acreedor”, y yo daba por hecho que un acreedor era el devoto de una religión diferente a la católica. El hombre tenía una letra firme y regular, se notaba que comía de lo lindo. Después observamos embelesados el papel garabateado. “Vamos a dormir -dijo papá-. Y así pensamos detenidamente la última línea”. Mamá, religiosa en la desesperación, dijo: “Ya está, sólo falta la mano de Dios y el jamón es nuestro”. He de decir que nadie durmió aquella noche, de pura concentración intelectual.
A la mañana siguiente sucedió el milagro. Cuando mamá se levantó para mirar si había algo en el frigorífico, encontró que alguien que firmaba como La Mano de Dios había finalizado el relato (con cierto estilo celestial, dicho sea de paso). Botamos de alegría.
El día del concurso escuchamos el programa, todos apiñados alrededor de la radio. No ganamos. Ni siquiera se nos mencionó. Quizá nos faltaba talento literario…
Ahora seguimos pasando hambre. Pero al menos ya sabemos que Dios no existe.
(El relato «La mano de Dios» está incluido en el libro Siete minutos)
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