
EL SÍNDROME ROMNEY
Francisco Rodríguez Criado
En su primera comparecencia pública tras perder las elecciones generales en EE.UU, Mitt Romney ha declarado que le “mata no estar en la Casa Blanca haciendo lo que hay que hacer”. Es difícil aventurar si este hombre que se pone tan estupendo sabría gobernar con éxito el país más poderoso del planeta… cuando la única certeza que tenemos de él es que no sabe ganar unas elecciones.
El síndrome Romney, esclavo de una oración condicional (“Si a mí me dejaran…”), es el que afecta irremediablemente a quienes viven en la plácida oposición, desde la cual, como si de una religión se tratara, se puede afirmar a placer sin tener que demostrar nada.
Pero la política no es una cuestión de fe (en una ideología, en un candidato o incluso en uno mismo) sino de hechos. Las bondades de hacer oposición se transforman en problemas al tomar el poder, algo que Rajoy, sin ir más lejos, ha probado en sus propias carnes.
Los aires de grandeza y de superioridad moral que exhiben por norma los opositores no se circunscriben en exclusiva a la política. Se dan también en el fútbol, en las artes, etcétera. Pero si bien es fácil verificar pronto quién lleva camino de convertirse en un gran delantero o en un gran pianista, en la política, sin embargo, funciona la paradoja de que una desilusión (no ser elegido) les concede a los perdedores (exentos de tener que demostrar sus dotes) ilusiones perennes.
Romney, a quien Obama tumbó a primeras de cambio, trata de levantarse de la lona, todo dignidad, para explicarle al mundo lo gran boxeador que sería si no hubiera tenido que enfrentarse en el cuadrilátero a un rival tan débil.
(Artículo publicado en El Periódico Extremadura el miércoles, 6 de marzo de 2013).