
SECUOYAS
Mely Rodríguez Salgado
No puede permitir que la multinacional termine con el bosque, lo ama demasiado. Por otra parte, no está conforme con su forma de vida, es muy joven y no quiere estar sujeta a ninguna norma. También está convencida de que no le gustan sus amigos, porque no suelen involucrarse en causas sociales y le traen al fresco los problemas de otros; se aburre en las reuniones, que acaban muchas veces en disputas, y tampoco quiere ir a la universidad donde siempre existe la ley del más fuerte, ni ha pensado en el trabajo, que la ataría a un sueldo. Tan sólo le gusta volar; vivir en las nubes lejos de lo que menos le gusta de todo: un mundo donde se siente única e incomprendida.
Se ha instalado en lo más alto de una secuoya para tener cerca el universo y encontrarse a solas con Dios. Al amanecer se levanta con una sensación de libertad que la sustenta. Ha descubierto desde las ramas más altas y vigorosas un mar verde, un mundo poblado de suculento ramaje, de hermosas trenzaderas nacidas del tronco central, como frutos prodigados con generosidad, que aún no sabe evaluar ni clasificar, una tierna alfombra de pimpollos que se desparrama mostrando un esplendor de vida recién nacida, en una sinfonía de verdor lujuriante. Sólo su secuoya está desnuda de guirnaldas. Le preocupa su infertilidad y espera impaciente a que su árbol se derrame en generosos brotes al igual que sus corpulentos hermanos.
Cada noche, mientras duerme, sueña y espera, y poco a poco su cuerpo se le va convirtiendo en una suave corteza arbórea bajo la cual la savia de la vida se agita en un pujante retoñar de hojas. Y así, todos los días, atemorizada, aguarda ver aparecer las máquinas con la firmeza de quien está dispuesta a inmolarse convertida en espesura.