
LA LEY DE LA INERCIA
Miguel Bravo Vadillo
He pasado toda la noche delante del televisor, viendo viejas películas, bebiendo ginebra con tónica y fumando sin parar. Lo malo es que no se trata de una noche aislada, ya llevo cuarenta días y cuarenta noches siendo víctima del insomnio. Debería salir a la calle, a dar un paseo y airearme un poco. Podría, incluso, desayunar algo en el bar de la esquina. Carmen, la camarera, hace tiempo que me mira con ojos seductores; ¿o acaso son imaginaciones mías? No sé. Yo creo que se parece mucho a mí: le gusta el cine clásico, los licores de alta graduación y la misma marca de tabaco rubio; es más, en cierta ocasión la sorprendí leyendo a Baudelaire. Así que puede decirse que tiene los mismos gustos que yo. Además, Carmen no tiene el aspecto de ser una chica corriente, ni siquiera el de ser una buena chica; y mejor así. Yo no merezco una buena chica, sólo consigo hacer sufrir a las personas que me quieren. Pero Carmen es distinta, Carmen es más como yo, Carmen nunca se enamoraría de mí: tiene escrito en la cara que está harta de todo. Y, a veces, parece tan triste… Es posible que haga meses que no se acuesta con un hombre. Esas cosas nunca pueden saberse a simple vista, al menos no con seguridad. Yo mismo no recuerdo ya cuánto hace que no duermo con una mujer. Alicia me dejó hace más de un mes; pero para entonces ya hacía bastante tiempo que no dormíamos juntos. Ella lo hacía en la cama, por supuesto, mientras que yo no pegaba ojo en el sofá. “Hasta aquí hemos llegado, Alejandro”, dijo una mañana con las maletas en la mano, y desapareció sin dejar más rastro que el de su maldito perfume francés.
“Hasta aquí hemos llegado”. Justo la misma frase que yo repetí al día siguiente en la oficina, después de quince años de incontestable sumisión a la rutina y el desaliento. Pero no me llevo a engaño, lo nuestro no tenía arreglo posible, y pronto el humo de mis cigarrillos borraría el último vestigio de su presencia. Fue entonces cuando el insomnio me abrió los ojos a la cruda realidad: estaba solo. Y si no podía dormir, era porque estaba solo. Ni siquiera un genio como Newton ignoraba que su insomnio era el desabrido fruto de su abstinencia sexual. Lo cierto es que, como la consabida manzana, el razonamiento cae por su propio peso: sin actividad erótica no hay relajación posterior posible, y sin relajación no hay sueño, ni descanso. Estaba tan obsesionado con este problema que incluso me dolía el estómago.
Sin embargo, pronto advertiría que entre Carmen y yo iba surgiendo cierta tensión sexual muy prometedora. Carmen tiene un no sé qué (un “je ne sais quoi”, que dicen los malditos franceses), que incita al deseo. A su manera, Carmen es una mujer muy atractiva; en cierto sentido, me recuerda a Marlene Dietrich, con el rímel de la arrogancia rizando sus pestañas. Pero yo, con esta pereza enfermiza que me caracteriza, acabo siempre por hallar una excusa –por rebuscada que sea– para no tomar la iniciativa; sobre todo si ésta exige de mi parte un esfuerzo superior a los que rigen el dejarse vivir, que es la tónica habitual de mi existencia.
Lo cierto es que ahora estoy demasiado sucio y agotado para intentar seducir a una mujer. Así que abro un libro de poemas: “¡Oh desdichado espíritu/ que masticas el amargo tedio de las horas muertas,/ cuándo verás saciada tu sed de amor!” (¡Merde!) Lo cierro. Siento un hambre repentina, pero en el frigorífico no hay nada que pueda digerir, y decido darme una ducha. Bajo el agua tibia vacío la vejiga y me tomo otro Gin Tonic (el primero de la mañana, o el último de la noche, no sé). Aún no bebo demasiado, es algo que todavía puedo controlar, sé que puedo controlarlo. No me apetece afeitarme. Me visto y salgo a la calle con cierta displicencia. Las nubes se agrupan como coliflores en la huerta celeste, mientras los coches avanzan lentos y rugidores por el humeante asfalto, como jaguares al acecho de su presa. Comienzo a caminar, esforzándome por imitar los apuestos andares de un galán de vodevil; pero los transeúntes abarrotan las aceras, entorpeciendo así mi firme propósito de ganar algo de confianza en mí mismo.
Tengo ganas de Carmen, es lo único que sé con certeza. Sólo ella puede sacarme de este pozo de apatía e inercia en el que me hallo sumido. La invitaré a tomar algo, me esforzaré por parecer ingenioso, y aun divertido, y luego le propondré que me acompañe al piso para enseñarle mi colección de películas antiguas. Seguro que sube conmigo si me atrevo a pedírselo. De hecho, me da la impresión de que lo está deseando; al menos me gusta creerlo así. Desde luego, nunca me ha mirado con malos ojos; más bien, todo lo contrario, siempre me sonríe y me lanza miraditas, ora retadoras, ora de soslayo. Sí, yo creo que es pan comido. Sólo debo dar el primer paso, eso es todo.
Armado de valor me planto delante de la cafetería Las Musas. Empujo la puerta y me dirijo hacía los aseos de caballero (pero sólo porque necesito “achicar aguas” de nuevo, no porque se me haya achicado el ánimo). El bar está casi vacío, pero ni siquiera acierto a poner cara de sorpresa cuando, en una especie de reservado, al amparo de un biombo decorado con motivos florales, encuentro a Carmen y a Alicia fundiendo entre sí el rojo de sus labios impuros (“Chauds comme les soleils, frais comme les pastèques”, ¡joder!). Cuando repararon en mi presencia, Alicia se sintió avergonzada y apartó de mí sus ojos trasojados, mientras que Carmen me miró con la misma mirada desafiante y sarcástica, ahora no me cabía la menor duda, que tantas veces yo había malinterpretado.
Petrificado como una estatua, deseando inútilmente a ambas mujeres, descubrí aturdido que me había mojado los pantalones: ya nada tenía que hacer allí, y enfilé la puerta de salida sin mirar atrás. Dios mío, pensé, otra noche en blanco viendo películas de los años treinta, bebiendo alcohol hasta el aturdimiento y fumando más que Bogart cuando todavía creía que el tabaco le ayudaría a crecer. La cosa es grave, sin duda; pero, al contrario que el genio de la física, yo apenas soy capaz de comprender las leyes que rigen tamaña gravedad, y sucumbo, sin más, a la más simple ley de la inercia.
Microrrelato de Miguel Bravo Vadillo: El muro
“Una habitación propia”, de Virginia Woolf, en Grandes Libros, por Miguel Bravo Vadillo.