
Quevedo, un escritor irreverente
Quevedo fue un escritor brillante, excesivo e irreverente. Las anécdotas sobre su irreverencia -en su obra y en su vida- son numerosas. Vayamos con una de ellas.
Es bien sabido que en el Siglo de Oro (que nominalmente va desde 1519 a 1648), la salubridad brillaba por su ausencia en las calles de Madrid, considerada por algunos viajeros de la época una de las más hediondas del planeta. La situación distaba de ser ideal: no había servicio de recogida de basura, ni retretes públicos ni alcantarillado. Así las cosas, era habitual que las aguas sucias se arrojaran por los vecinos a la vía pública. De ahí la famosa frase «¡Agua va!».
Decíamos que no había retretes públicos. ¿Dónde orinaban entonces? En la calle: en los rincones de los edificios o incluso en los zaguanes. Y Quevedo, el gran Quevedo, tenía la costumbre de orinar en una puerta determinada. Los dueños del inmueble pusieron una cruz en la puerta con intención disuasoria, pero el escritor no se arredró y prosiguió la costumbre de vaciar la vejiga en dicho lugar. Cierto día en que iba a hacer lo propio, se encontró una nota bajo la cruz que decía: «Donde se ponen cruces, no se mea». Quevedo, ni corto ni perezoso, escribió debajo: «Donde se mea, no se ponen cruces».
Quevedo, genio y figura.