Relato de José Luis Ibáñez Salas: «Los años del wolframio»

Palacio de El Pardo
Uno de los salones de El Palacio de El Pardo. Fuente de la imagen

LOS AÑOS DEL WOLFRAMIO

José Luis Ibáñez Salas

 

A Raúl Guerra Garrido

 

El coche que me esperaba junto al portal de mi casa se acerca ya a las inmediaciones del palacio. Nos suben la barrera sin preguntar. El chófer y el militar que nos franquea el paso se saludan sin casi mirarse. Cada vez tengo más frío, pese a que una y otra vez compruebo que sí, que llevo los guantes, la bufanda y el abrigo nuevo. Hasta me he levantado ligeramente la camisa para ver que debajo está la camiseta gruesa que me compró ayer mi esposa. Empieza a llover, justo cuando el vehículo se detiene y por las escaleras baja otro militar con las manos blancas (serán sus guantes, espero) para abrir mi puerta. ¿Qué demonios pinto yo aquí? Demasiado tarde para preguntas. Desciendo del coche, cojo mi sombrero y, antes de calarlo en mi cabeza desasosegada, me despido del conductor agradeciéndole el trayecto. Camino firme, como si estuviera decidido a hacer lo que vengo a hacer. Es que lo estoy. Creo.

No impresiona el lugar, a mí al menos. O sí, porque me resulta lúgubre y desabrido, inadecuado y de una solemnidad ni antigua ni convincente, más bien aburrida, sin estilo. Igual que su principal inquilino, ahora que lo pienso. A quien, por cierto, caigo en la cuenta que no he visto en persona jamás. Aunque sí he podido escuchar su voz en varias ocasiones. Y él la mía, menos, eso sí, porque no me dejó hablar casi, pero la escuchó. Por lo menos la oyó.

W-o-l-f-r-a-m-i-o. Mientras avanzo a través de salas frías y desnutridas, letra a letra va cayendo dentro de mi cabeza una palabra y la historia con la que la asocio. La historia de una infamia. Todo aquello fluye aceleradamente ahora mismo no sé desde donde para inundarme de súbito y ocupar toda mi memoria. ¿Qué demonios pinto yo aquí?

Tengo ahora que desprenderme de esos pensamientos, de los años del wolframio, porque alguien acaba de pronunciar mi apellido tras siluetear las palabras excelentísimo y señor. Nada más y nada menos. Mi orgullo, que se mantenía expectante en algún lugar recóndito de la memoria invadida, se hace un hueco y se viene arriba. Y yo con él.

Franco se acerca y me tiende la mano. Impresiona lo poco que impresiona. Sobre todo si uno hace el esfuerzo de imaginar que es la primera vez que lo ve lejos de los no-dos o de los telediarios. Su voz es todavía más ridícula que la que suena en los cines o en la televisión y he de hacer verdaderos esfuerzos por no reírme… porque parece un imitador de sí mismo. Un mal imitador. Y su mano blanda pretendiendo dar un saludo recio tampoco ayuda a mejorar mi atención, todavía habitada en parte por los años del wolframio. Me habla con delicadeza y con una autoridad bonachona, paternal, como si fuera yo uno de sus nietos. Agacho la cabeza siguiendo lo que creo recordar que se me dijo y aprovecho para ver sus pies, sus zapatos, tan menesterosos aparentemente. Y le hablo, aunque no sé exactamente qué le estoy diciendo porque ya solo puedo pensar ¿qué demonios pinto yo aquí? Espero no haberle transmitido esta pregunta que yo mismo vengo haciéndome desde que entré en El Pardo.

Me invita a entrar en la sala donde nos vamos a reunir, aunque me previene que me he adelantado más de la cuenta y tendré que aguardar. Sale y yo coloco mi cartera recién estrenada sobre el asiento más próximo, uno que hay justo detrás del mío. Y el wolframio regresa mansamente. Y es como si ya no hubiera paredes y techos inertes y únicamente estuvieran aquellos años en que los alemanes secuestraron a mi padre.

Afuera llueve. Lo sé porque me acabo de levantar para intentar expulsar tan inadecuados recuerdos. Preferiría volver a tener en mi cabeza el martilleo ese de ¿quédemoniospintoyoaquí? antes de escucharla poblada por unas voces nazis que hablan en un alemán traducido de forma automática por mi mente. Un alemán que es un grito hacia mi padre para obligarle a tirarse al suelo y que ya entiendo como un insulto que me duele y me obliga a sentarme en el sillón del Caudillo. Sin que yo me dé ni cuenta de dónde he ido a posarme, veo a mi padre taparse la cara con sus manos y pedir clemencia en el mismo alemán ingrato que le hablan los otros dos. Tengo miedo y lucho por regresar al palacio de Franco a tiempo de que su dueño vuelva a la sala donde estoy llorando.

Llaman a la puerta y, sin aguardar a mi contestación, alguien la abre para permitirle el paso a quien ya se dirige a mí para ejercer como anfitrión de mi espera y acompañarme en ella. Mi padre, sus captores y todo aquello han desaparecido. O eso parece. El frío parece que también, pero no la lluvia que ahora arrecia en su ruido anodino, tan del lugar.

Se presenta el recién llegado como Faustino. Hola, tú debes ser… yo soy Faustino. Es Faustino García-Moncó, ahora le reconozco. Dicen que es del Opus. No ha pronunciado mi nombre y solo puedo decirle sí y encantado. Sí al nombre que no dice y encantado… de conocerle. Agradezco que García-Moncó haga todo cuanto le es posible por que no se instale el silencio en la sala y en la gran mesa y en los sillones vacíos, por que los años de la infamia permanezcan donde deben. Pero su cháchara se está empezando a salpicar de golpes y de los ojos de mi padre y del niño que fui reconstruyendo el puzzle de los tiempos del wolframio. Me excuso para visitar los lavabos y García-Moncó se levanta educadamente para sentarse de inmediato, abrir su cartera decorada con letras doradas y sacar de ella unos papeles, ponerse unas gafas y… Imagino que estará leyendo porque yo ya estoy luchando con los fantasmas en el pasillo donde me gustaría que alguien se acercara para preguntarle por los servicios. Los servicios del palacio de El Pardo.

Abro una puerta junto a la que hay una silla sobre la que no hay nadie sentado, aunque tiene todo el aspecto de que debería. De súbito, alguien corre hacia mí para antecederme y facilitarme el paso. Eso es lo que parece, pero en realidad lo que hace el soldado, ¿o es un cabo?, es pedirme que no la abra, la puerta. A cambio me indica dónde están los lavabos más próximos, porque sabe qué es lo que busco. Orinar en privado. Y mandar a freír espárragos al pasado y a los nazis que ahora limpian las heridas de mi padre y le vuelven a hostigar para que les ponga en contacto con… No puede ser, es Su Excelencia quien sale del habitáculo abrochándose los botones de su pantalón y sin darse cuenta de mi presencia abandona los servicios. Eso quiere decir… Me doy toda la prisa que puedo y salgo de allí para… ¿Dónde estaba la sala en la que estaba García-Moncó? ¿quédemoniospintoyoaquí? ¿quédemoniospintoyoaquí? ¿quédemoniospintoyoaquí?

Cuando entro en la sala donde dejé a García-Moncó y a mi cartera con letras doradas me llevo una gran alegría. El Caudillo aún no está en ella, es visible el vacío del sillón que preside la enorme mesa en torno a la cual ya están todos sentados, excepto él. Y yo, que como puedo voy saludándoles con un bamboleo de mi cuello y un arqueo sutil de mis cejas empapadas en sudor pese a la frialdad de la situación. Juan José Espinosa, José Luis Villar Palasí, Federico Silva Muñoz… A esos tres ya los he tratado en persona en numerosas ocasiones. Ya me siento. Y entra Franco. Y me levanto, como todos. Y me siento cuando él lo hace. Y una bola de wolframio (¿cómo será en realidad el wolframio?) se apelmaza en mi cerebro y no me deja escuchar lo que dice la atiplada vocecita del anciano a quien tanto veneró mi padre. Y Carrero Blanco me mira desde su mirada de… ¿cómo dijeron aquellos tipos en aquel bar? Su mirada de ogro.

Tengo que sacar el wolframio de donde se ha incrustado. Y a los alemanes. Franco está hablando de mí, me está presentando. Me da la bienvenida. O eso creo. Asiento. Se supone que he decir unas palabras, pero huele a sangre y sabe a sangre. Las digo. En realidad solo digo una. Gracias. Y veo a Carrero mover sus labios de babosa eléctrica deletreando s-u-e-x-c-e-l-e-n-c-i-a y posar en mí sus ojos que no son ojos, que son unas cejas enormes de dictador soviético, para fulminarme y recordarme que si he llegado hasta allí es gracias a él. Pero.

¿Qué demonios pinto yo aquí?

José Luis Ibáñez Salas

[Fuente: Anatomía de la Historia]

“Nací el año que mataron a Kennedy. Que ya ha llovido. Decir que desde pequeñito me gustaron los libros y que por eso me hice editor sería faltar a la verdad. No del todo. Pero la faltaría. Comencé a ser algo parecido a un editor cuando en 1991 ¿o fue en 1990? disfruté del privilegio de trabajar a las órdenes de Ricardo Artola en la indispensable Enciclopedia de Historia de España que dirigía su padre, Miguel Artola, maestro mío en las aulas de la Universidad Autónoma de Madrid y maestro asimismo de este que firma en aquellos días de aprendizaje de los entresijos de la edición.

Tal vez cosas así contribuyeran a que Santos Rodríguez me ofreciera en 2008 dirigir la colección Breve Historia que enseñorea su catálogo de Nowtilus y que cuatro años más tarde Ramiro Domínguez contara conmigo para dirigir los nuevos proyectos con los que está dando un nuevo impulso a su prestigiosa editorial, Sílex, y me publicara en 2013 mi primera obra historiográfica, El franquismo.

Ah, y los libros de texto que en McGraw-Hill y en Santillana dejan constancia de mi labor también deberían de aparecer aquí. Y aparecen. Y no me olvido de mis cinco años, los que transcurrieron entre 1995 y 2000, al frente del área de Historia de la Enciclopedia Multimedia Encarta de Microsoft, ni de los muchos que hasta su desaparición dediqué a asesorar, escribir y colaborar de todas las maneras posibles en una obra pionera y malhadada”.

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