A lo largo de cuarenta años, entre 1967 y 2007, Antonio Pereira publicó seis libros de cuentos, cuatro antologías, que incluían también un puñado de microrrelatos, y dos libros compuestos por textos a caballo entre el artículo, la estampa y la remembranza, relatos memoriosos los ha denominado, sin que faltara en ellos alguna pieza narrativa. Y, sin embargo, él siempre se consideró poeta, incorporando en sus relatos la precisión lingüística y la concisión propias de la lírica.
Para considerar un cuento logrado, Pereira necesitaba dar con la ficción de una voz adecuada, poseer una buena historia y saber relatarla con brevedad. Así, podría decirse que se desenvuelve dentro del amplio territorio del realismo con incursiones en lo grotesco y esperpéntico, además de en la literatura fantástica. A ello habría que añadir los rasgos más característicos de su escritura: el humor y una leve ironía, y ese “erotismo diocesano”, según él mismo lo llama, en donde sus protagonistas padecen a menudo los delirios propios del seductor; junto con el culturalismo y una cierta preocupación social, todo ello tamizado por el arte de la sugerencia, la ambigüedad y el deseo de romper con las expectativas del lector. Gran parte de los cuentos aparecen escritos en primera persona, aunque a veces se valga del estilo indirecto libre e incluso de la segunda persona, si bien se trata siempre de fabulaciones reelaboradas bajo el disfraz de lo autobiográfico. Ese narrador predominante suele presentarse como el intermediario de una historia singular que le han contado, a menudo en una tertulia, y que merece conocerse.
Quizá sea su condición de francotirador, de escritor al margen de estéticas imperantes, grupos y generaciones, el rasgo que mejor lo singularice. Acaso porque su obra se desarrolla entre la generación del mediosiglo y la de esos otros autores que arrancaron en los años de la Transición, un territorio peor perfilado por la historia literaria.
***
Yo siempre creí que Antonio Pereira era inmortal, que eso de su delicada salud era una especie de leyenda, una pose literaria, tal vez. A veces nos reímos, él y yo, hablando de eso. Pero hoy me llaman y me dicen que ha muerto. Que se ha muerto Pereira: el padre y el abuelo literario de tantos escritores. ¡Pues yo no me lo creo! Como mucho se habrá ido de viaje a cualquier lugar más o menos exótico. A pesar de que pocos lugares exóticos quedan ya. «Hace tiempo que no viajo», me dijo el otro día, por teléfono. A buen seguro de que le han entrado ganas de visitar de nuevo alguno de aquellos países, para escribir un cuento. Acaso la India. O Nepal. Ya me lo imagino con su bastón, paseando por Daksin Kali con aquel nepalí que es el vivo retrato del señor Adolfo, el de Ambasmestas. Tal vez haya ido a Rusia, que ahora está muy cambiada y ya no es la URSS. O Noruega. ¡Eso es, Noruega! Habrá ido en busca de aquella cristalería (¿o era una vajilla?) que compró Úrsula y que al final acabó extraviándose. Probablemente, haya cogido un tren. ¡Le gusta tanto viajar en tren! Y, cuando pase por alguna ciudad que sea sede episcopal, el maquinista hará sonar en su honor el famoso «toque de obispo». Pero ahora lo que suena es el teléfono. Y me cuentan no sé qué historia sobre el repentino fallecimiento de Antonio Pereira. ¡Bah! ¡Cómo si fuera tan fácil morirse! ¡Ya sé! Antonio andará por ahí con Borges, urdiendo tramas en el interior de algún laberinto. ¡Vaya dos!
Pedro G. Trapiello
EL TOQUE DE OBISPO, un cuento de Antonio Pereira (España, 1923-2009)
Mi padre era económico, no digo tacaño, y si en casa había que coger el tren se viajaba en tercera. Por esto fue una fiesta la vez que los dos cenamos en el vagón-restaurante, como un par de personajes.
Era por los días más largos del año y a media tarde habíamos salido de casa bajo un sol que pegaba duro. El correo de Galicia llegó con retraso al trasbordo de Toral, y tan lleno que nos costó trabajo meternos. Luego, ya camino del puerto de montaña, el tren se paraba a cada poco, por el mal estado de la vía. Íbamos en el pasillo de nuestra clase, pensar en un asiento aunque fuera el borde de una maleta sería mucha fantasía. Mi padre me miraba con preocupación, sudoroso yo en mi trajecillo de mocete. Él era fuerte de haber martillado el hierro en la fragua de los abuelos y aunque fuera en traje de vestir se le notaba la musculatura.
Un empleado de chaquetilla blanca se abría paso avisando con una campanilla. Mi padre me miró y esta vez era con compasión. Sin levantar mucho la voz, como si no quisiera que los otros viajeros se enteraran, le dijo al empleado que nos apuntara para el primer turno de la cena.
-Si es para el primer turno, los señores pueden pasar a sentarse -dijo el de la chaquetilla.
Anduvimos pasillos de coches alfombrados, menos llenos que los de tercera. En el restaurante había ventiladores. Rodábamos por la minería tristona del carbón, pero allí dentro te veías en un escenario de espejos y marquetería, y a mayores el mundo fascinante de los idiomas extranjeros, Companhia Internacional dos Grandes Expressos Europeus.
-Aquí se cena temprano como en los barcos -dijo mi padre cuando nos sentamos a la mesa y el sol de poniente se resistía a dejarnos del todo.
-¿Usted ha ido alguna vez en barco? -le pregunté.
-Toda la vida es un viaje. -Con las respuestas de mi padre no siempre sabías a qué carta quedarte.
Trajeron un caldo poco sólido, aunque sí lo era el bol como de metal estañado. Tortilla francesa y un pescado pequeño. Mi padre tenía la curiosidad de mirar el culo de los platos y vasos para verles la marca de fábrica, y a los cuchillos de mesa les tentaba el filo con la yema del dedo. Me habló de la fábrica de loza de San Claudio, del cristal escogido que se requiere para los catavinos, del corte inigualable de los fabricantes de Solingen en Alemania…
Mi padre no tenía preparación literaria, pero sí un gusto por las expresiones realzadas. Lo atraían los calificativos «suntuosos». Éste, precisamente: que en los programas de las fiestas -él era de la comisión- se anunciara «la suntuosa procesión del Santísimo Cristo». Los paisajes los quería «deleitosos». Y todavía más: «ubérrimos». Aprobaba mi inclinación hacia la literatura. Que leyera. Le enorgullecía que su chico pudiera escribir lo que él acaso tendría escrito si le hubiesen dado los conocimientos. Pero pensaba que la escritura era una afición llevadera con el comercio y tenía el empeño de que sus hijos estuviesen al tanto, acaso un día nuestra tienda fuese una firma almacenista para surtir a los ferreteros de la región. Ahora mismo, a donde íbamos era a Castrocontrigo, allí estaba el mejor fabricante de fuelles del país y mi padre quería comprarle toda la producción, doce fuelles diarios que se hacían con madera de castaño y la piel más flexible. Aquella tarde, por el ambiente o porque encartara así, yo sentí como si tuviera más cerca que nunca al autor de mis días.
Qué cursilada lo del autor de mis días. Es por no repetir tanto mi padre, mi padre. Había que dejar sitio a los comensales del segundo turno, y además el tren se acercaba a Astorga, donde teníamos casa de orden.
Salimos a la plataforma del vagón, y el olor a carbonilla no derrotaba al que venía de los trigales. La noche estaba estrellada, con una franja luminosa por el oeste que idealizaba las torres de la capital de los maragatos, la catedral, el palacio de cuento de hadas. Es verdad que era un junio hermoso y ubérrimo. Mi padre puso su mano en mi cabeza, pero en la familia no somos querenciosos y me revolvió el pelo para que no fuese a parecer una caricia.
De pronto, el silbato de la máquina sonó con gravedad, casi solemne, un silbido largo y dos cortos.
-¿Has oído? -dijo mi padre-. ¡Es el maquinista, que ha hecho el toque de obispo!
-¿Y eso? -me admiré yo.
-Ellos tienen su código de señales, atención, atención especial, máquina de cola que se separa del tren. Y el toque de obispo, éste es de reverencia cuando se acercan a una ciudad episcopal, de las que tienen obispo y no tienen gobernador civil. Astorga, Calahorra, Guadix…
La maravilla se repitió. Una señal profunda, declinante en sus tramos finales, donde la pompa parecía dar paso a una emoción que te apretaba el pecho, y ya entrábamos en agujas.
-Pero el toque de obispo -a mi padre le tiraba su origen- donde hay que oírlo es cuando el maquinista avista la insigne sede mitrada de Mondoñedo, a las ferias de San Lucas te he de llevar.
Luego supe que en Mondoñedo no hay tren, pero eso importa poco cuando la historia es bonita.
Cuentos de la Cábila, León, Edilesa, 2000, págs. 7-10.
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