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Campesinos en una taberna, de Adriaen S. Van Ostade (1673). Fuente de la imagen |
«Cada vez que los campesinos se reunían para almorzar la humilde hogaza, el señor feudal les arrebataba un pedazo y se lo comía con suma complacencia. Era una forma más de imponerse ante ellos. Conforme masticaba el tierno bocado, iba leyendo en los ojos de sus sirvientes la indignación. Pero nadie decía nada, nunca protestaban, el miedo les hacía callar […]».
PACTO DE SILENCIO
(microrrelato)
Mely Rodríguez Salgado
Cada vez que los campesinos se reunían para almorzar la humilde hogaza, el señor feudal les arrebataba un pedazo y se lo comía con suma complacencia. Era una forma más de imponerse ante ellos. Conforme masticaba el tierno bocado, iba leyendo en los ojos de sus sirvientes la indignación. Pero nadie decía nada, nunca protestaban, el miedo les hacía callar.
Cuando aquel día se reunieron de nuevo a la misma hora, repartieron en partes iguales el alimento que les había deparado el día, aunque en esta ocasión era más abundante y variado que de costumbre. El silencio culpable se podía mascar al compás de sus mandíbulas. Como otras veces, fúnebre llegó hasta ellos el eco lejano de una campana anunciando que la Inquisición iba a ajusticiar a un sedicioso, pero esta vez ese repique cotidiano comenzó a llenarles de inquietud, y sus miradas fugaces, hasta hacía un momento de una inusual euforia salpicadas por un matiz de revanchismo cómplice, se posaban alternativamente en el cabecilla, por cierto un hombre decidido y temerario, que exhibía una despectiva indiferencia, y en el lugar donde solía sentarse el señor feudal.
Cuando acabaron de comer, más reconfortados ya, dieron las gracias al cielo y al cabecilla por haberles proporcionado tan exquisito estofado.
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