
La lengua de Arreola se caracteriza por la sobriedad, la falta de aparatosidad, la sutileza de la palabra y la expresión y por un ritmo que fluye por debajo, que nos atrapa mientras vamos leyendo, que es «música callada», usando el famoso oxímoron de San Juan de la Cruz. A Arreola hay que leerlo en voz alta: y, entonces, en esos breves cuentos suyos, en esas composiciones de pocas líneas que parecen ligeros y simples apuntes pero que están perfectamente cuajadas, se pone a vivir la lengua, a bailar ante nuestros ojos y a cantarles a nuestros asombrados oídos. Una lengua seleccionada con amor, con mimo, con paciencia («pasión artesanal por el lenguaje» —como él mismo reconocía—), para, trascendiendo lo individual, los nombres propios, lo anecdótico, lo concreto, hacer abstracción, construir un universo abstracto, en el que se establecen situaciones y relaciones de pura geometría entre los elementos o los personajes, que, más que hombres, definidos y distinguidos por rasgos físicos y de carácter, son síntesis esquemáticas de ideas. Los hombres, los animales, los escenarios, las situaciones de los cuentos de Arreola son símbolos. Y todos ellos están ahí para tratar, para hurgar, para descubrir el universo humano, todo lo que desde siempre ha acompañado al hombre y que le sigue doliendo y dando vida: el miedo, el amor, la soledad, el compromiso, la lealtad, la fe… Por eso en los cuentos de Arreola se encuentran pocas descripciones detallistas o naturalistas, pocos adjetivos del campo semántico de los sentidos, y sí muchos sustantivos abstractos y un gran uso de los tropos de dicción y de pensamiento, en especial la metáfora, la metonimia y la alegoría. Con un rápido trazo de líneas invisibles —le bastan unas pocas palabras clave— sitúa y nos sitúa. Y todo lo dice parca y lacónicamente, rápido y conciso, preciso, atinado.
Rosario González Galicia
Cuento de Juan José Arreola: La canción de Peronelle
Desde su claro huerto de manzanos, Peronelle de Armentières dirigió al maestro Guillermo su primer rondel amoroso. Puso los versos en una cesta de frutas olorosas, y el mensaje cayó como un sol de primavera en la vida oscurecida del poeta.
Guillermo de Machaut había cumplido ya los sesenta años. Su cuerpo resentido de dolencias empezaba a inclinarse hacia la tierra. Uno de sus ojos se había apagado para siempre. Sólo de vez en cuando, al oír sus antiguos versos en boca de los jóvenes enamorados, se reanimaba su corazón. Pero al leer la canción de Peronelle volvió a ser joven, tomó su rabel, y aquella noche no hubo en la ciudad más gallardo cantor de serenatas.
Mordió la carne dura y fragante de las manzanas y pensó en la juventud de aquella que se las enviaba. Y su vejez retrocedió como sombra perseguida por un rayo de luz. Contestó con una carta extensa y ardiente, intercalada de poemas juveniles.
Peronelle recibió la respuesta y su corazón latió apresuradamente. Sólo pensó en aparecer una mañana, con traje de fiesta, ante los ojos del poeta que celebraba su belleza desconocida.
Pero tuvo que esperar hasta el otoño la feria de San Dionisio. Acompañada de una sirviente fiel, sus padres consintieron en dejarla ir en peregrinación hasta el santuario. Las cartas iban y venían, cada vez más inflamadas, colmando la espera.
En la primera garita del camino, el maestro aguardó a Peronelle, avergonzado de sus años y de su ojo sin luz. Con el corazón apretado de angustia, escribía versos y notas musicales para saludar su llegada.
Peronelle se acercó envuelta en el esplendor de sus dieciocho años, incapaz de ver la fealdad del hombre que la esperaba ansioso. Y la vieja sirviente no salía de su sorpresa, viendo cómo el maestro Guillermo y Peronelle pasaban las horas diciendo rondeles y baladas, oprimiéndose las manos, temblando como dos prometidos en la víspera de sus bodas.
A pesar del ardor de sus poemas, el maestro Guillermo supo amar a Peronelle con amor puro de anciano. Y ella vio pasar indiferente a los jóvenes que la alcanzaban en la ruta. Juntos visitaron las santas iglesias, y juntos se albergaron en las posadas del camino. La fiel servidora tendía sus mantas entre los dos lechos, y San Dionisio bendijo la pureza del idilio cuando los dos enamorados se arrodillaron, con las manos juntas, al pie de su altar.
Pero ya de vuelta, en una tarde resplandeciente y a punto de separarse, Peronelle otorgó al poeta su más grande favor. Con la boca fragante, besó amorosa los labios marchitos del maestro. Y Guillermo de Machaut llevó sobre su corazón, hasta la muerte, la dorada hoja de avellano que Peronelle puso de por medio entre su beso.
Bestiario: Prosodia, 1958
Narrativa completa , México, Alfaguara, 1997, págs. 168-169
Juan José Arreola (México, 1918-2001)
[Véanse del mismo autor, TOPOS , TEORÍA DE DULCINEA , ARMISTICIO , EL FARO, UNA DE DOS, UNA MUJER AMAESTRADA , LA MIGALA y EL GUARDAGUJAS ]