
MONJES DE LA LECTURA
Francisco Rodríguez Criado
Muchos intentan hacerle un hueco durante las vacaciones a esos libros que se antojan imposibles de frecuentar el resto del año. Los libros-regalo, abandonados en una balda durante meses, esperan su momento en verano para enardecer la imaginación de los lectores. “Gracias, lo leeré en la playa en las vacaciones de agosto”, parecen decir ciertas personas cuando le regalas una novela ¡a mediados de enero! Me parece, sin embargo, que por regla general son las vacaciones el periodo que peor casa con el hábito de leer. Es cierto que uno está liberado del compromiso laboral, pero si antes era el trabajo el enemigo de la lectura ahora son la familia y el ocio más activo quienes imponen su autoridad. Leer es otra forma de ocio, claro, pero ¿quién se atreve a renunciar a una jornada de parapente, un paseo en bicicleta o un partido de pádel para defender ese fortín de intimidad y silencio en el que pasar las horas leyendo –pongamos– un ensayo sobre el neocapitalismo o una novela sobre el gulag?
Sucede que al final esos volúmenes aplazados pasan de la balda de los libros pendientes a la mesita de noche de un hotel de costa, donde son visitados con ojos cansados al final de la dura jornada playera durante no más de quince minutos. Los libros, ay, nunca tienen quienes los lean.
En la Edad Media casi nadie sabía leer. La lectura era una actividad reservada a los monjes. Casi extinguido el analfabetismo, la tarea serena y meditada de saborear las páginas de un libro sigue requiriendo la paciencia y el interés de aquellos silenciosos monjes del medievo, tan difíciles de encontrar en estos tiempos de las redes sociales.