Cuento breve de Miguel Bravo Vadillo: Nuevo discurso de Job

 

«Job y sus amigos» (1869), de Iliá Repin. Museo estatal ruso, San Peterburgo. Fuente de la imagen

 

NUEVO DISCURSO DE JOB

Miguel Bravo Vadillo

                                         «Un dios me concedió la gracia

de expresar lo que sufro».

                                                                                Goethe.

Cuentan las viejas leyendas que Job escuchó pacientemente las palabras de Elifaz, de Bildaj, de Sofar de Naamat y de Elihú, el más joven; y, después de haber meditado en su corazón, les habló con estas palabras:

«Esta vida mía que rebosa dolor, y de la que doy fe con horribles lamentos, no es la que anhela mi corazón. Pero ve, querido Elifaz, que no basta el enojo para morir. Antes bien, habré de fortalecer primero mi deseo de morir para después ejercer violencia contra mí mismo; pues mi entendimiento juzga con claridad que una vida desdichada no es la más deseable, y mi memoria de los tiempos felices no me hace sino desesperar de este presente e incrementar con ello mi sufrimiento.

«Pero es difícil tomar la decisión irrevocable de abandonar para siempre esta vida; después de todo, no tenemos costumbre de morir. Desde que comienza nuestra existencia no hemos hecho otra cosa que vivir. De hecho, incluso la idea de morir no va siempre unida a la de dejar de existir. Y quizá sea esto lo que da valor a muchos para afrontar el suicidio: la esperanza en una vida mejor más allá de la muerte. Aunque, de todas formas, antes prefiero la nada que sufrir este puro tormento en que transcurren mis días. Es evidente que ya carezco de voluntad para seguir viviendo, pero tampoco eso es suficiente para morir. Lo cierto es que un hombre puede vivir muchos años sin hacer más esfuerzo que dejarse llevar por los vaivenes de la fortuna.

«No digas que soy el creador de mi propia aflicción. Ambos sabemos, estimado Elifaz, que eso es pura salmodia, mera palabrería. La aflicción no crece en los árboles ni nace del vientre oceánico, es cierto; pero tampoco tiene por qué ser invento caprichoso del hombre. La aflicción, en mi caso, atiende a razones; ¿o no hay motivo suficiente para sentirme afligido en mi desventurada situación presente? Yo fui el más vitalista de cuantos mortales habitan la Tierra, por eso puedo juzgar sin temor a equivocarme que mi vida actual no es vida.

«No pretendo sostener –como hacía Teognis, el de Mégara– que nadie sea culpable de su ruina o provecho, sino los dioses que otorgan lo uno o lo otro. Pero tampoco creo –como Homero cantara en relación a otros hombres– que yo me haya atraído tantos males por mis propias locuras. ¿O acaso no me presentan las Escrituras como hombre cabal y sensato? Siempre fui irreprochable y recto: ¡escrito está! Y también está escrito que fue dios Yahveh quien dio vía libre al Satán para aniquilar mis bienes, mi descendencia y mi salud.  Lejos de mí maldecir a los dioses, que eso sí sería locura, pues ¿qué mortal dotado de inteligencia no aspira a la divinidad? Pero sí reprendo la injusticia de Yahveh.

«Él es el responsable de mi ruina (¡así está escrito!), porque el Satán tentó a Yahveh y éste, como si no fuera omnisciente y no conociera a Job y la verdad que habita en su corazón, cedió al chantaje del Satán. Le importó más convencer al Malo de que me juzgaba erróneamente que respetar mi felicidad y la vida de los míos. Como si a Yahveh debiera preocuparle la opinión de Satán, el Malo. Y fue terrible la saña con que me azotó Satán el Malo, con el beneplácito de mi dios Yahveh. ¿Acaso soy yo un juguete para su esparcimiento, o soy hombre dotado de alma y razón? ¿Puede un hombre justo adorar a un dios arbitrario?

«El dios que vosotros me presentáis no es digno de adoración. En nada pequé contra él, ningún daño le hice. Siempre viví apartado de acciones inicuas, no delinquí y perseveré en hacer justicia. Pero justicia no obtuve. Pregunta tú a Yahveh si no fue él quien pecó contra mí. Cruel fue conmigo sin necesidad. ¿Es el suyo un buen ejemplo para seguir por los hombres?

«Y tú, amigo Bildaj, dices que si en verdad soy justo, Yahveh restaurará mis bienes. ¿Qué necesidad tenía de quitármelos? ¿Qué clase de dios caprichoso es ese? Ni los dioses olímpicos son tan volubles. Dices que mi pasado parecerá insignificante al lado de mi espléndido futuro. Y yo te pregunto: ¿acaso recuperaré a mis hijos perdidos? Un padre ama a todos sus hijos por igual y de forma insustituible, por tanto el nacimiento de los nuevos no podrá hacerme olvidar a los que perecieron. La pérdida de aquellos deja un vacío insondable en el corazón de un padre, un vacío que jamás podrá ser llenado. No pronuncies semejante maldad, amigo Bildaj. ¿O es que Yahveh me hará caer en un profundo sueño y nada recordaré de mi vida anterior al despertar? De ser así, ¿quién seré yo entonces? ¿Qué es un hombre que ha perdido todos sus recuerdos, un hombre sin pasado? Nadie, acaso la sombra de una sombra.

«Mira, Bildaj, yo te agradezco el esfuerzo que haces por consolarme. Pero te afanas en hacer oídos de mercader. Te atreves a asegurar que mis enemigos serán cubiertos de vergüenza, y desaparecerá la tienda de los malos. Pero yo te digo: ¿quién es mi peor enemigo, sino Yahveh mismo que pactó mi desgracia, mi ruina, con el mayor de los malos: el Satán Malo?

«En cuanto a ti, mi buen Sofar de Naamat, no me llames charlatán, pues tú superas a todos en vana palabrería. Y sobre todos quieres tener razón por ser locuaz. Pero sin palabras yo sé tener razón, basta con que me mires. Yo predico con el ejemplo de lo que ves. Mírame y cuenta lo que has visto, ¿no transmiten eso los sabios?

«No me llaméis irreflexivo. Mucho he meditado y ya nada me queda que perder, salvo lo que más daño me hace: la conciencia del dolor, y el dolor mismo. Callad los tres y evitaréis la falacia».

Luego, con ternura, dirige su mirada hacia el joven Elihú; y continúa diciendo:

«He querido dirigirme a ti, querido Elihú, en último lugar; joven entre los que se llaman sabios, pues aún no  pueblan las canas tu cabeza. ¿Qué te diré que ya no haya dicho para vencer tus razones? Eres, ciertamente el más temible de todos. Dices que Yahveh no escucha las palabras del malvado, que no le presta atención. Pero, mi buen hermano, ¿qué es lo primero que ha hecho, sino prestar oídos al Satán, el mayor de los malvados, y sucumbir a su chantaje? Y así le ha dado plena potestad sobre mis bienes, convirtiéndome en objeto de sus insidias.

«Tú dices, joven Elihú, que Yahveh trata a cada uno según su conducta, que no deja vivir al malvado en plena fuerza y no quita al justo su derecho, que ensalza al justo y lo colma de riquezas y humilla al impío hasta la miseria, que el poderoso que comete injusticia contra los débiles es castigado y privado de sus bienes. Pero vemos a diario que eso no es cierto, y el hombre sin escrúpulos medra y se sacia de bienes y hace fácil la vida de sus vástagos; aunque no pueda dotarlos de sabiduría y bondad, los encumbra con toda clase de abusos sobre quienes son más meritorios. Y en tanto esto ocurre, el hombre justo y noble pierde su derecho, sumido en la pobreza.

“Dices algo más terrible aún y más reprochable: que él, Yahveh, domina y ordena los fenómenos de los cielos, envía el rayo y la tormenta, el huracán y el hielo. Ya como castigo o como gracia para los pueblos. Y ese argumento cobra, igualmente, un terrible significado para quienes creen en Yahveh y en todo cuanto propagan las Escrituras. Porque son los pobres los que sucumben al huracán y al diluvio, al terremoto y al fuego del iracundo volcán; pues las catástrofes de la naturaleza se ceban con las poblaciones de los más desfavorecidos. Pero vosotros decís «son impíos y rebeldes contra Yahveh, por eso Yahveh les envía la desgracia». Y sois reos de falsedad, porque la naturaleza no se ceba contra el pobre, sino contra sí misma. El espectáculo de la naturaleza transformando su propio paisaje es un fenómeno natural que no va dirigido contra la vida ni contra la obra de los hombres. Sin embargo, esas zonas donde actúa el huracán y el diluvio, el volcán y el terremoto, esas en las que la historia ha demostrado que se ceba la catástrofe, son zonas de riesgo constante. Y es por eso que no viven allí los ricos, que huyen de ese mal y pueden pagar un suelo mejor, sino los pobres, que sólo pueden comprar un suelo barato. Ese es el suelo que les permiten comprar las clases influyentes y acaudaladas. Sólo los hipócritas pueden decir que los menesterosos pecaron contra Dios, y que por eso sucumben a su fuerte brazo.

«Y así de hipócrita es tu razonamiento, que haces creer a muchos, no que Dios castiga a los malos y premia a los buenos; sino, por un razonamiento inverso, que los ricos son buenos, pues son ricos por la gracia de Dios, y los pobres son malos, pues en castigo Dios los sumió en su miseria y les envía el rayo que los destruye. Y entonces los ricos y potentados se alaban entre sí y desprecian y pisotean a quien no cometió más delito que nacer en casa más humilde. Pues todo lo consideran obra de Dios. Y llaman impío y violento a quien se rebela contra esta injusticia, pues dicen «Es rebelde contra Dios, no acepta su destino». O exclaman: “Ha pactado con el demonio, es reo de perdición”. ¿Pero debo recordarte, acaso, quién ha pactado con el demonio? No he sido yo, desde luego.

«Yo me rebelo contra el demonio, pero también contra toda injusticia; y si eso implica rebelarse contra quien llamáis vuestro dios, contra él me rebelo. Pues no puedo caer en la trampa de amar a un dios injusto sobre todas las cosas. Sino que en justicia debo amar a mi prójimo, y entre ellos al más desvalido. A ellos debo defender contra toda iniquidad. Tenemos que amar la justicia por encima de todo, y no puede ser verdadero un dios que no es justo.

«Ese, vuestro dios, será el dios de Abraham e Isaac, de Jacob y Moisés; pero no es mi dios”.

Así habló Job a Elifaz, a Bildaj, a Sofar de Naamat y a Elihú. Y dicho esto se retiró a su humilde tienda, donde meditó a solas. Y esto meditaba Job a solas en su tienda:

«¿Es de justicia que un padre maltrate a su hijo sólo porque él lo engendró? Podría preguntarle a dios Yahveh por qué se ha vuelto contra mí. ¿No conoce él mi fe y mi bondad, él que todo lo sabe, sin necesidad de ponerme a prueba? Quizá contestase diciendo: «Yo sí estaba seguro de ti, pero el Satán no; y para convencerle permití que… Pero, en fin, resignación, hijo mío. Tú ten fe y no pierdas la esperanza; porque yo restableceré tus bienes, si no en este mundo…». Pero dejemos eso. Dios Yahveh nunca me habló. No es cierto lo que cuentan las Escrituras: que se dirigió a mí en dos discursos. Y, aunque así hubiera sido, son discursos fundados en la soberbia, pues en ellos arguye que su enorme poder y sabiduría le conceden el derecho de obrar contra mí, de dañarme y decidir sobre mí: un hombre dotado de alma, anhelante de libertad.

«Como él habló, hablaría cualquier tirano orgulloso y ebrio de poderes sobre la Tierra. De hecho, ¿qué me exige ese dios para probar que yo tengo razón y él no? Me pide que pruebe mi fuerza, que demuestre si poseo su mismo poder sobre la Tierra y el Cielo, sobre los hombres y las bestias. ¿Acaso con fuerza y poder se demuestra el derecho, se conquista la razón? ¿Son ésas razones fundadas en la inteligencia? Todavía recuerdo las palabras del poeta: la inteligencia es el mejor regalo de los dioses. Sin embargo, este dios no me pide inteligencia, sino poder, porque quien pone las palabras en su boca sabe que con inteligencia –al igual que Sócrates, que armado de razón vencía al tirano sólo provisto de espada– desenmascaro yo sus iniquidades.

“Pero mayor es su ingenuidad cuando me pide que demuestre si mi sabiduría sobre los orígenes del Universo y de la vida es equivalente a la suya, porque –como no podía ser de otro modo– él no expone la suya; ya que el hombre que inventó sus palabras desconocía esos orígenes. Así, dios Yahveh no tiene más sabiduría que la que el hombre ignorante le otorga.

«Todo esto prueba que no era Yahveh quien me hablaba, sino que era un hombre ignorante y tolerante con la soberbia del poderoso quien me hablaba, oculto tras la supuesta máscara de Yahveh. Y, según él, por ser todopoderoso no tiene la obligación de dar cuenta de sus actos a nadie, aun siendo inicuos y arbitrarios; a nadie, ni siquiera al alma que sufre y que él desprecia.

“No, no hay un dios detrás de los caprichos de la fortuna. Y, aunque al poderoso le resulte fácil escapar a la justicia del oprimido, intuyo que llegará el día en que nadie vivirá seguro en ningún rincón de este mundo. Ni ricos ni pobres. El potentado no podrá protegerse de las tempestades, porque no habrá oro suficiente en el mundo capaz de calmar la furia de nuestra madre común. Entonces habrá de cambiar también el pensamiento de los hombres que se agitan bajo el cambiante cielo, si quieren seguir viviendo y procreándose sobre la faz de la Tierra. Y quizá, ese día, aquellos que lean estas palabras puedan por fin comprenderlas”.

Todo esto lo puso Job por escrito más tarde. Y así, entre ingeniosas razones, olvidaba su infortunio y sentíase un hombre rico; pues su pensamiento era libre, y no hay mayor riqueza que la de la libertad aunque esté plagada de incertidumbre.

 

*****

 

OTRAS CITAS A PROPÓSITO DEL

 “NUEVO DISCURSO DE JOB”:

 

“Los que por la doctrina de la Sagrada Escritura, o por lo que cada día les enseña la experiencia, entienden y confiesan que Dios tiene cuidado de las cosas humanas, conocen con certeza que esta tempestad tan revuelta que en nuestros tiempos trae fatigado y combatido a casi todo el Pueblo Cristiano por todas las regiones de la Tierra, no se ha movido por inciertas constelaciones del Cielo, ni levantándose por secretas causas de la Naturaleza; que las calamidades de las Naciones, Reinos y Ciudades vienen por acuerdo y juicio de Dios, castigador de los pecados y que antes que lleguen, suele para justificar más su causa y para que los hombres se enmienden, revelarlas a Varones Santos, que él escoge, como está escrito: (…) Yo a lo menos por manifiesto tengo que la causa de este castigo que Dios nos envía son pecados de la República y de todos en general”.

                                                     DICTATUM CHRISTIANUM.

                      Prefacio de Benito Arias Montano al cristiano lector.

 

 

“¿Qué crimen, qué culpa cometieron esos niños, sobre el seno materno aplastados y sangrientos? ¿Tuvo Lisboa, que ya no es, más vicios que Londres, que París, inmersas en los deleites?

                           POEMA SOBRE EL DESASTRE DE LISBOA.

                                                                                          Voltaire.

 

“No sé si los dioses existen o no, porque no tengo medios para saberlo. Pero esto me enseña la vida a diario: que si existen los dioses, ni se ocupan ni se preocupan por nosotros”.

                                                                                                                         Epicuro.

 

Según se nos da a entender en el Antiguo Testamento, el llamado diluvio universal (que no deja de ser una traslación judeocristiana de textos mitológicos griegos, y aun de otras culturas del mundo) fue enviado por Dios a los hombres como castigo por haber obrado mal; y desde entonces, muchos que se llaman a sí mismos cristianos consideran toda catástrofe natural como una especie de castigo divino. Ante la lucidez de Epicuro y Voltaire, se acentúa el indescriptible desatino de las palabras de Arias Montano.

                                                                                                            Del autor.

 

Miguel Bravo Vadillo nace en Badajoz en 1971. Es colaborador habitual de la revista cinematográfica Versión Original, editada por la Fundación ReBross de Cáceres. En los últimos años ha publicado poemas y cuentos en la colección El vuelo de la palabra, editada por el ayuntamiento de Badajoz. Fue uno de los autores seleccionados para la 4ª entrega de “3X3 Colección de poesía”, que dirige Antonio Gómez y publica la Editora Regional de Extremadura. En 2013 Ediciones Vitruvio ha publicado su poemario Destellos.

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