Cuento breve recomendado: «El águila y el pastor», de Gabriel Miró

cuento, Gabriel Miró
Gabriel Miró. Fuente de la imagen

«Se suele incluir a Gabriel Miró dentro del grupo novecentista, cómoda etiqueta puesta a una serie de escritores que, no poseyendo rasgos estilísticos comunes, se dieron a conocer en la década 1915-25. En este supuesto grupo, junto a Valle-Inclán, Ortega, D’Ors y Pérez de Ayala, se coloca a M., cuya obra arranca del modernismo poético pero con unas notas tan propias, con un mundo novelesco tan sui generis, que no deja resquicio a una posible fusión con el resto de sus coetáneos. Considerada su obra en conjunto, novelas y relatos, podríamos incluirla dentro de un posmodernismo impresionista fuertemente sensorial. Miró es un auténtico poeta en prosa, un formidable paisajista y un hombre profundamente enamorado de su tierra. Le atrajo el mundo mediterráneo en su plenitud y lo describe como un inmenso panorama sin perspectiva, siempre sugerente y horizontal, como un cuadro de los primitivos italianos, lleno de color suavemente matizado por la intensidad cegadora de la luz».

P. Correa Rodríguez

EL ÁGUILA Y EL PASTOR

Gabriel Miró (España, 1879-1930)

Un águila seguía siempre al rebaño. Su grito resonaba en todo el ámbito azul del día; las ovejas se paraban mirándola; a veces volaba tan terrera que se sentía el ruido de sus plumas y de su pico, y toda su sombra pasaba por los vellones de las reses.

Tendíase el pastor encima de la grama; y se apretaba el ganado contra el peñascal del resistero. Todo el hondo era de sol: labranza roja, árboles tiernos, huertas cerradas, caseríos como escombros, caminos hundidos en el horizonte de humo…

El pastor pensó: “veo más mundo del que podré caminar en mi vida, y él no me ve; si ahora viniese el hijo del amo, y yo lo despeñara, nadie lo sabría, estando delante de tanta tierra.”

Se revolvía muy contento, hundiendo la nuca en el Herbazal; pero le roía la frente una inquietud como de párpado que quiere abrirse, y alzaba los ojos. Agarrada a las esquinas de un tajo, doblándose toda, le miraba el águila. El pastor botaba, y maldecía, y apuñalaba el aire como un poseído. Crujía su honda, y zumbaba su cayado. Y el águila se iba elevando.

Cuando se acostaba en la besana la sombra del monte, el pastor recogía su rebujal; el mastín sendereaba a los recentales y acudía por las ovejas zagueras. Arriba, despacio y recta volaba el águila, vigilándoles su camino.

Toda la soledad estaba para el hombre llena del furor de los ojos del ave flaca y rubia; se sentía adivinado en sus pensamientos. ¿No hubo palomas enamoradas de hombres y corderos apasionados de mujeres? Pues el pastor y el águila se aborrecían. “¿Desde dónde estará mirándome ahora?”, se preguntaba de noche el pastor. Y escondió armandijos cerca de la majada, y les puso cebo de carroña, de tasajo y hasta el pan de su comida.

Despertábale un temblor de huesos, de aletazos, de gañiles. En los cepos se retorcían raposas, grajas, perros, búhos…; y el pastor los aplastaba con sus esperteñas y con sus manos. No eran ellos los aborrecidos, y porque no eran los aborrecía y los chafaba. Y una mañana su risa y su voz rodaron triunfalmente por el valle. El águila aleteaba, desgraciada y magnífica, sangrándole las garras entre los muelles de presas. Recostóse el pastor a su lado y estuvo aguantando todo el sol para regodearse mirándola; quiso verse dentro de sus ojos inmóviles de brasas redondas, y en esas lumbres se estremecía una frialdad de bravura y de señorío indomable. Se los hubiera reventado, mordiéndolos como un fruto, lo mismo que ella a él, si el pastor hubiese muerto en el desamparo del monte. Pero cegándola, ya no sabría que él la miraba. La miraba implacablemente. El águila entreabrió el pico convulso; se le doblaban las alas como unos hombros desventurados con su manto de hermosura a cuestas como una cruz. Vino el mastín; la rodeó latiéndole y humeándole las fauces. La cabeza del águila se erguía, toda tallada sobre el azul, como la proa de una nave sobre el horizonte, y en sus ojos encendidos se reflejaba el perro, el pastor y un círculo gozoso de la mañana campesina.

“¿Cómo la mataré?”, pensaba el pastor. ¿Cómo la mataría para que durase mucho muriendo? Entonces el mastín y el amo se miraron culpablemente; y el perro embistió. No pudo llegar a la cautiva, y le brincó la lengua en la tierra como un sacre herido, y le crujieron las quijadas. “¡No te atreves con ella!” –le dijo sin voz la risa gorda del amo-. Era verdad: no se atrevía. En torno del águila bramaba el aire con el ímpetu de su aliento, de sus plumas erizadas, de su rencor trágico. Y al pastor se le hinchaban de rabia las venas de su frontal, porque tampoco él osaba agarrarla ni acometerla. Levantóse de súbito, y se fue a su rancho. Dejó al mastín guardando el águila. No podía escaparse, pero es que no quería que descansara viéndose sola ni un instante. Un instante tardó en volver; trajo un bozal viejo.

Acudió gente: un labrador, una vieja del caserío, un arriero que pasaba, un chico que iba a la escuela rural. Y le preguntaron:

-¿Es esta el águila que te seguía siempre como tu alma?

El chico quería que se la diesen para holgarse en la lección. La vieja le pidió una pluma remera y una uña, y el entresijo, para hacer remedios de aojamientos y enfermedades. Todos rodearon al águila y le pusieron el bozal de perro trenzándole las ataderas de alambre. Después la arrancaron del cepo como si ya fuese una oca. Le colgaba un dedo, y el pastor se lo quebró del todo, tirándoselo al mastín que lo cogió de un brinco y en seguida lo soltó y le huía como si le diese la sensación de toda el ave. Se la llegaba el pastor a los ojos. Dentro de la reja del bozal, la cabeza del águila tenía un infortunio pavoroso, y su mirada ardía tan humanamente que el pastor se la apartó, porque, estando tan cerca, le angustiaba el bozal, como si fuese él quien lo llevara clavado en su carne y en su sangre.

Todos la cogían, pasándola de brazo en brazo; la tentaban la pechuga, soplándole al plumón para verle los piojos en la piel desnuda; le apretaban el pico, quitándole el resuello; sentían el palpitar de sus párpados; le rascaban las conchas y el calo de sus garfas. Removióse todo el animal en una sacudida delirante; tronó un aletazo duro y brincó entre el sol.

Y la gente decía:

-Se morirá como un perro, un perro en el cielo y en las cumbres.

-Se morirá de reconcomio como una persona y cuando era feliz.

Y la miraban, riéndose. El águila iba entrándose en el azul, gloriosa y libre, con el bozal de perro.

El ángel. El molino. El caracol del faro (1921), Madrid, Biblioteca Nueva, 1938, págs. 31-35.

Comentario de «El águila y el pastor», de Gabriel Miró

Imágenes evocadoras y plásticas, multiplicidad de sensaciones, remansado lirismo… El ritmo de la prosa (“Crujía su honda, y zumbaba su cayado. Y el águila se iba elevando”) evoca en el lector la música de la más genuina poesía, que fluye en cada frase con una cadencia clara y natural. No hay artificio ni afectación, ni más misterio que un dominio preciso del castellano, que en manos de Miró deviene un instrumento capaz de aprehender la honda sugerencia de las cosas y arrancarle un destello al más escondido pedernal. De ahí que el lector de Miró tenga a veces la impresión de que todo -ese detalle, ese paisaje, ese personaje…- hubiera estado ahí esperando a que el autor levantino escribiera sobre ello. De ahí también el ya tópico rótulo de “prosa poética” con que se le encasilla. Aunque el término no le haga justicia, claro.

Pero no es solo el oro de la prosa de Gabriel Miró, en noble y artesanal léxico sustentada, lo que reluce en este relato. Está en él el mundo campesino, abrasado de sol y soledad, reducido y monótono, aunque al pastor que lo habita le parezca ancho y suficiente: “Veo más mundo del que podré caminar en mi vida, y él no me ve”, piensa. Y en ese mundo está ambientada una historia de odio, de persecución y de violencia.

El pastor vive pendiente del cielo, y el águila del suelo. Es un acecho sin tregua, una enemistad absoluta. Se vigilan, se desafían, se aborrecen. El pastor se siente “adivinado en sus pensamientos”, y los ojos del águila, que despiden furor, le siguen siempre “como su alma”.

Renglón a renglón, la presentida venganza va espesando la historia de violencia. Se trata de una violencia desnuda, natural, que de tan pura que es no resulta descarnada. Es, se diría, una violencia que nace de la comprensión -y aun de la intimidad- entre el hombre y el animal: el pastor no ve “un” águila, sino “el” águila; el aborrecimiento que mutuamente se profesan es fruto de la convivencia callada y de infinitas maldiciones, vigilias y amenazas (de una relación tan íntima que a la cultura urbana se le escapa).

Aun derrotada, en los ojos del águila alumbra fría la bravura y una indómita dignidad. Y son esos ojos y esa mirada que “ardía tan humanamente” los que el pastor decide apartar para siempre de los suyos para que nunca entre él y el águila vuelva a cruzarse una sola palabra.

“¿Cómo la mataría para que durase mucho muriendo?” Hay crueldad en los pensamientos del pastor, y extrema y severa si se quiere, pero es humana, y en su fondo late incluso un punto de ternura. De ella son testigos tranquilos y curiosos “un labrador, una vieja del caserío, un arriero que pasaba, un chico que iba a la escuela”: humilde coro para el trágico desenlace de un águila digna, altiva e irreductible que ni siquiera cuando es “perro en el cielo” deja de parecer y de sentirse “gloriosa y libre”.

David Fernández Villarroel

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