El futbolista Garrincha, un raro de primera división

Raros, Garrincha, Francisco Rodríguez Criado
Famosa foto de Garrincha, rodeado de ocho contrarios

Anatomía de la Historia ha publicado un adelanto de mi ensayo novelado Raros (Punto de vista, 2013), en concreto el capítulo dedicado al mítico futbolista brasileño Garrincha, un raro entre los raros.

Podéis leer a continuación el capítulo sobre Garrincha. Bueno, en realidad son dos capítulos. Adelanto que Raros es un libro metaliterario que, con el formato de diario, describe cómo se va escribiendo sobre la marcha.

Raros
  • Rodríguez Criado, Francisco (Autor)

Garrincha, el pájaro de Matto Grosso (Francisco Rodríguez Criado)

14 de noviembre, miércoles

Mi adorable tía y sus amigas de los miércoles… Hoy me ha costado más de lo habitual abandonar la placidez del hogar para hacer la consabida visita de cortesía a tan ilustres señoras, pero he de reconocer que una vez en escena, superadas las cautelas propias de quien se siente fuera de juego, estoy pasando un buen rato. Y si disfruto la merienda es en detrimento de doña Flor. Ahí donde uno la ve tan digna, tan señora, resulta que tiene la suerte de contar con una oveja negra en la familia. Si yo pensaba que podría ser considerado así en el seno familiar, como una oveja negra, el relato pormenorizado sobre el nieto de doña Flor me deja, por comparación, al nivel de una monja ursulina.

El tipo en cuestión, un tal Juan Pablo, parece escapado de una novela de Edward Bunker, escritor y actor estadounidense que creció en un reformatorio y que pasó gran parte de su vida en la cárcel, donde se convirtió en un lector voraz. Allí, entre reclusos y carceleros, gracias quizá al exceso de tiempo libre, acabó convirtiéndose en un brillante narrador de los bajos fondos. No sabemos si Juan Pablo se reinventará como actor o escritor, pero por el momento su vida no dista mucho del Bunker de carne y hueso en sus mejores tiempos. Drogadicto y delincuente habitual, Juan Pablo es la comidilla de la familia de doña Flor y, por extensión, de sus atribuladas amigas, que no comprenden “cómo un joven que aparentemente lo tiene todo para comerse el mundo acaba en el presidio”.

Yo he llegado a casa de tía Ágata justo cuando la afligida abuela está contando que han vuelto a detener al joven por robo. Resulta que en una misma noche atracó dos chalés de la sierra madrileña. Eso sí que es promiscuidad delictiva, pienso. Lo malo es que los excesos nunca son buenos, ni siquiera en el hiperbólico mundo del hampa. El segundo robo, perpetrado a cien metros del primero, no salió nada bien. El propietario de la vivienda se percató del atraco y, lejos de achantarse, se armó con un rifle de caza y retuvo al ladrón hasta que la policía acudió para detenerlo.

No tengo todos los detalles del robo y la detención (doña Flor dista de ser tan buena narradora como Edward Bunker), pero resulta francamente entretenido asistir a una conversación que, por vez primera, no gira en torno a telas, bodas suntuosas o tareas de la parroquia. Y si por lo general he de esforzarme en estas reuniones para no bostezar, en esta ocasión hago un esfuerzo sobrehumano para lograr retener una sonrisa socarrona. Creo que lo he conseguido, y me alegro: ya que tengo poca sensibilidad hacia los problemas ajenos, lo menos que puedo hacer es tratar de inhibir esa falta de sensibilidad.

Esta es la primera sorpresa de la tarde: escuchar un relato de realismo sucio que se ha colado, sin previo aviso, en esa novela decimonónica de buenas costumbres a lo Jane Austen que escriben con sus vidas las amigas de mi tía.

Justo cuando me dispongo a abandonar la casa (le he pedido a la obstinada tía que no me acompañe y que siga cómodamente en el salón) soy interpelado por Erlinda, quien por lo general no suele prestarme la menor atención.   

–He oído que está escribiendo un libro sobre personajes raros.

Lo insólito de su intervención me deja sin habla, pero finalmente consigo articular un par de palabras:

–Así es.

–Ajá.

La autosuficiente Erlinda hace ademán de dirigirse a la cocina, que está junto a la entrada. No entiendo su irritante postura “ahora hablo, ahora me callo”. Estoy a punto de hacérselo saber (¿no sería más práctico marcharme definitivamente?) cuando se gira hacia mí.

–Esa antología de raros no valdrá nada si no está en ella Manuel Francisco dos Santos.

–No sé quién es –confieso.

–No es de extrañar –dice Erlinda con desdén. Con su habitual desdén hacia mi pobre persona–. ¿El nombre de Garrincha le dice algo más?

–¿El jugador de fútbol?

–El mismo. Mi padre era un gran seguidor suyo. Nunca se perdía un partido de la selección brasileña y leía todo lo que los medios publicaban sobre él.

–¿Y qué tiene de raro Garrincha?

–Tenía –dice mirándome fijamente. Mi desconocimiento sobre el tema le desconcierta y seguramente le entretiene: le da motivos para fiscalizarme–. Murió en la década de los ochenta del pasado siglo, no sé el año exacto. Pero la pregunta debería ser: ¿qué tenía de normal?

–No sé nada de él. Sé que era un gran futbolista, nada más. He leído demasiada literatura. Tendría que haber visto más fútbol.

–Garrincha era un hombre muy especial. Investigue. Es su trabajo, no el mío. Solo le diré que Garrincha fue el tipo más raro del planeta.

Al parecer Erlinda ya lo ha dicho todo y no cabe esperar de ella una sola palabra más. Acto seguido, se da media vuelta y, ahora sí, desaparece en la cocina.

Me hubiera gustado preguntarle más cosas. Sobre Garrincha, sobre mi abuela, sobre Juan Pablo o sobre los peces de colores. Nada estimula más mi deseo de conversación que esas personas que, por motivos que desconozco (¿quizá prejuicios?), se esfuerzan en hacerme el vacío.

En cualquier caso, decido respetar a Erlinda: su lenguaje, económico y misterioso como un haiku japonés, no merece ser asaltado con más preguntas.

Abro la puerta, cruzo el diminuto jardín de la entrada y me echo al mundo preguntándome quién demonios era ese Garrincha que consigue hacer hablar a una filipina a quien yo creía muda.

21 de noviembre, miércoles

Ahora comprendo el estupor de Erlinda por mi desconocimiento, casi total, de la vida y obra de Garrincha. Yo sabía que había sido un futbolista brasileño importante, muy peculiar en su estilo de juego, y si me preguntaran en un concurso televisivo me atrevería a afirmar que coincidió con Pelé en la selección de su país. En alguna ocasión he visto vídeos sobre él en Youtube, donde queda retratado como un gran regateador, siempre rodeado de numerosos rivales. Recuerdo también una fotografía suya, quizá la más famosa de todas, en la que se le ve cercado por ocho contrincantes. Sin embargo, desconocía por completo que este hombre, Manuel Francisco dos Santos, fuera semejante filón para una antología de raros.

Raros, Rodríguez Criado

Tras una semana entregado al estudio de este genio, traducciones teológicas aparte, tengo que darle la razón a Erlinda: no ha habido un tipo más extraño en todo el planeta. Y sin embargo…  me asaltan las dudas. ¿Hasta qué punto todo lo que he leído y oído sobre Garrincha se ajusta a la realidad? ¿No será que el personaje daba tanto de sí que la imaginación de los cronistas acabó por añadir pasajes y anécdotas de su propia cosecha? ¿Qué prevalece en Garrincha, el mito o la persona real? ¿Era realmente un extraterrestre, como algunos sugerían?

Mis dudas están justificadas: pocas veces como ahora he sentido con tanta intensidad que un ser humano haya intentado encarnarse en un personaje literario, con todas las licencias posibles (cuando lo habitual es lo contrario).

De entrada he decir que el perfil mitológico de Manuel Francisco (a partir de ahora Garrincha, o Mané, como le llamaban de niño), siempre marcado por los excesos, me retrotrae a tiempos remotos e incluso, por qué no, al realismo mágico de García Márquez. ¿Qué tiene que ver Garrincha con la inmensa mayoría de jugadores de fútbol? ¿Qué tiene que ver –por quedarnos en su generación– con un Pelé, un Alfredo Di Stéfano o un Franz Beckenbauer? Nada. Y menos aún con futbolistas actuales, sanos, bien parecidos y exitosos que alimentan la prensa deportiva y la del corazón.

La biografía del legendario Garrincha no acepta comparaciones. De ningún tipo. Para empezar, era biznieto de esclavos, una herencia de la que pocos futbolistas de renombre –incluso de su época– podrían alardear. Su padre, Amaro, tuvo nueve hijos reconocidos y según las malas lenguas veinticinco hijos naturales. Era alcohólico y murió de cirrosis. Los antecedentes familiares no eran, pues, nada halagüeños. 

Mané nació en Pau Grande, un pueblo próximo a Río de Janeiro, el 28 de octubre de 1933. No vino al mundo con buen pie, en el sentido más literal: era poliomielítico y tenía escoliosis, y como resultado de esta combinación una de sus piernas medía seis centímetros más que la otra (¿tal vez la primera exageración?). En cualquier caso, fueran seis centímetros o algunos menos, la fisonomía de este joven zambo (tenía la pierna izquierda torcida hacia adentro y la izquierda girada hacia afuera) no hacía presagiar que fuera a convertirse en un futbolista, ni siquiera de tercera división. El apodo Garrincha, que le puso una de sus hermanas por su similitud con un peculiar pájaro que vive en las selvas del Matto Grosso, aun siendo cariñoso encerraba la más cruda realidad: como la citada ave, Mané era flaco, cojo y feo. 

Sus inicios deportivos no fueron muy afortunados, algo lógico teniendo en cuenta las circunstancias: ningún equipo quería hacerse con los servicios de un jugador patizambo. Pero Brasil, tan necesitado de héroes (aunque fueran imperfectos, como también lo eran los del propio Homero), no podía renunciar con tanta facilidad a quien acabaría siendo conocido como “la alegría del pueblo” (Alegría do Povo), tal como reza su epitafio. Proyecto de héroe y antihéroe al mismo tiempo, asimétrico pero muy habilidoso con el balón, Mané Garrincha siguió probando suerte en otros equipos al tiempo que se ganaba el jornal con su trabajo en una fábrica textil. Tentó al destino haciendo pruebas en el Vasco de Gama, en el Fluminense… Los entrenadores no quedaron satisfechos con él. Mané parecía tan ausente… Olvidaba en casa sus botas, se marchaba antes del final de la prueba para no perder el tren… Por suerte, el Botafogo sí vio algo especial en este desparejo aspirante a futbolista que llegaría a ser –en palabras del también legendario Tostao– “el Chaplin del fútbol”.

Hablábamos del Botafogo, donde Garrincha, apoyado por el capitán del equipo, Milton Santos, comienza a demostrar el arte que llevaba en sus botas. Corría el año 1953, cuando el jovenzuelo tenía veinte años. Garrincha era un jugador estratosférico, galáctico (antes de que el adjetivo se pusiera de moda), inusual. Jorge Valdano ha dicho que Garrincha jugaba como hablaba Cantinflas. Sus habituales regates en corto, sus cambios de ritmo, su querencia a sortear a numerosos rivales en una misma jugada, sus vertiginosos cambios de ritmo se antojaban no solo una nueva manera de ver el fútbol sino una nueva manera de ver la vida y el mundo. Esa manera de entender el mundo que solo era posible en un país como Brasil. Hábil, escurridizo, imaginativo, insolente, así era el Garrincha jugador, una suerte de Ramón Gómez de la Serna con el balón entre las botas que entendía el fútbol como una suerte de eterna greguería.

Era diferente, pues diferentes eran sus piernas. Diferentes, deficientes, torcidas. Pero Garrincha supo hacer de la adversidad una virtud. En el Botafogo, donde militó desde 1954 a 1966, ganó tres títulos. En 1962, cuando aún jugaba Pelé, fue elegido mejor jugador del mundo. Luego vendrían el Corinthians de Sao Paulo, el Junior de Barranquilla, el Flamengo, el Red Star París y, por último, el Olaria, equipo de su ciudad natal, donde terminó su carrera deportiva en 1972.

Aunque el Garrincha que recordará la mayoría, creo, es el que participó en tres copas mundiales: Suecia, 1958; Chile, 1962; e Inglaterra, 1966. Los datos no son nada malos: Garrincha disputó 60 partidos con su selección, de los cuales solo perdió uno, y ganó dos de esos tres mundiales.

Amado por el pueblo, era un poco el contrapunto futbolístico y humano de Pelé “O Rei” (el Rey), un hombre que sabía (y sabe) moverse con igual soltura dentro y fuera del campo, siempre en buena sintonía con los despachos. Garrincha se movía… a su manera: torpe, libre, temerariamente. Porque Garrincha, tan díscolo y radical en sus propuestas futbolísticas, no lo era menos en su vida privada.

Adicto al tabaco desde los diez años (un dato más que lo anula como prototipo de deportista al uso), los psicólogos tenían serias dudas de que fuera una persona mentalmente normal. El psicólogo de la selección brasileña, sin ir más lejos, dictaminó que tenía el cociente intelectual de un niño de ocho años. (No fue un genio este doctor; dijo también que Pelé no era competitivo). Pero démosle la razón en algo a la ciencia de la psicología: Garrincha no era normal. Son varias las anécdotas que describen la extraña actitud, poco comprometida, de este hábil extremo para quien el fútbol era más un juego de niños que un deporte de adultos y un negocio suculento. Tras el fracaso en el Mundial de Brasil de 1950, cuando el equipo local fue batido por Uruguay 2 a 1, cuenta Pelé que vio llorar a su padre por primera vez, y era tan triste la escena que él mismo se echó a llorar. En contraposición a tanta amargura, en ese momento, dicen, Garrincha estaba tranquilamente pescando en el río, feliz, ajeno a la debacle de la selección brasileña en la que él jugaría por primera vez ocho años después. Garrincha ni siquiera había visto el partido en televisión. (Esa dejadez, ese “dejarse vivir por la vida” fue lo que acabó con él, poco a poco, sin prisas pero sin pausas).

En Suecia, durante el mundial del 58, mantuvo una relación esporádica con una mujer sueca, a quien no volvería a ver y que daría a luz a uno de sus trece hijos (reconocidos). Estaba dispuesto a seguir la estela de promiscuidad sexual de su padre. El niño se quedó en Suecia, pero Garrincha al menos se llevó a Brasil al perro que había saltado al campo durante el encuentro contra los ingleses.

Dicen –algo que por escepticismo he decidido poner en cuarentena– que nunca sabía contra quién jugaba, que no estaba al corriente de las cualidades y defectos de los jugadores rivales, que ni siquiera conocía sus nombres. Su objetivo era regatearlos a todos, ¡qué más daba cómo se llamaran! Para él todos los rivales se llamaban Joao.

Nacido para la leyenda y para las crónicas marginales, Mané acabó por desinflarse. Valdano –rescato nuevamente su prosa florida– afirmó que Garrincha dibujaba poesía en el césped. Fuera de los campos, sin embargo, esa poesía de altura se convertía en ripios de un mal poeta. Dentro del terreno de juego insuflaba pasiones, levantaba al público de sus asientos, sobrevolaba los cielos; fuera, le resultaba cada vez más difícil levantarse del fango, en el que acababa tumbado una y otra vez. En el Mundial del 66 ya no era el mismo. El alcohol, el tabaco y los habituales problemas físicos, ahora lastrados por el sobrepeso, acabaron haciendo mella en este “ángel de las piernas torcidas”, como le conocían muchos. 

Por entonces había abandonado a su mujer y a sus ocho hijos (hijas, en realidad) para emprender un nuevo rumbo con una artista de vida trágica, tan trágica y triste como la suya, la gran cantante de bosanova Elza Soares, que había crecido en las míseras favelas de Río de Janeiro. Casada por decisión de sus padres a los doce años; madre de su primer hijo también a los doce y a los quince del segundo, fallecido prematuramente; en los escenarios desde los dieciséis; madre del quinto hijo a los veinte años; viuda a los veintidós (todavía conserva las secuelas en un brazo de un disparo de su marido)…

Elza, musa de Caetano Veloso, vivió siempre muy rápido y encontró en Garrincha, otro amante de la vida desmesurada, la pareja perfecta. O por decirlo con justicia: en el astro del balón encontró la pareja imperfecta. Su relación, que empezó en enero de 1962, provocó la polémica en una sociedad brasileña (flexible sui generis) que podría perdonar los deslices extramatrimoniales pero no a un marido que abandonaba el hogar. Y eso fue lo que hizo el futbolista: abandonó mujer e hijas para lanzarse a los brazos de Elza, una mujer en algunas facetas portentosa, una “Garrincha de los escenarios”, como la describió su biógrafo José Louzeiro.

Las represalias, promovidas en cierta manera por la prensa, no se hicieron esperar: las canciones de la cantante fueron boicoteadas en las emisoras de radio e incluso la apedrearon en más de una ocasión en plena calle.

Puede que Garrincha fuera “la alegría del pueblo” en los campos de fútbol, pero no lo era en los estrechos márgenes del hogar. Con Elza a veces se mostraba agresivo, tanto que en una ocasión le rompió los dientes de un zapatazo. No tuvo que ser nada fácil convivir con un alcohólico, un hombre autodestructivo que hizo todo lo posible por hacerse un hueco en esta antología de raros.

En 1970 la pareja abandonó Brasil, amenazada por los militares. La decisión la tomaron cuando su casa fue ametrallada. Marcharon a Italia y no regresaron a Brasil hasta años después. Elza, incapaz de ayudar a un hombre obstinadamente empeñado en malograr su destino, acabó por abandonarle.

Garrincha, retirado del fútbol profesional, se entregó durante diez años, desde 1972 a 1982, a disputar partidos de exhibición. De algún lado tenía que conseguir algo de dinero para sobrevivir. Pero la supervivencia es un asunto difícil para un ave alcohólica que lleva una vida amorosa-sexual desenfrenada.

Garrincha murió el 20 de enero de 1983, pobre y dipsómano, de una cirrosis de hígado (siguiendo el mal ejemplo de su padre).

Uno de los mejores estadios de Brasil, sede inaugural de la Copa del Mundo en 2014, lleva su nombre, «Mané Garrincha”, ese ave, ave flaca, coja y fea del Mato Grosso que sigue en la memoria de millones de aficionados al fútbol.

Francisco Rodríguez Criado es escritor y corrector de estilo

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1 comentario en «El futbolista Garrincha, un raro de primera división»

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