
No creo que exista un solo género literario que esté peor divulgado que el del microrrelato. Por si fuera poco, los autores que lo cultivan, cuando intentan vender sus virtudes, no hacen otra cosa -inconscientemente- que minusvalorarlo.
Estas son las tesis que mantengo en mi artículo «Cuando leer microrrelatos es lo más parecido a no leer», que escribí para llamar la atención de los autores y editores sobre la necesidad de enfocar la divulgación de este tipo de ficciones desde otro punto de vista que no sea el del mero divertimento.
CUANDO LEER MICRORRELATOS ES LO MÁS PARECIDO A NO LEER
Francisco Rodríguez Criado
A la hora de transmitir las virtudes del microrrelato es una constante inevitable mencionar su brevedad (y por ende lo poco que se tarda en leer estas piezas de literatura concentrada). Abundando en esa línea, los amigos del género suelen defenderlo apelando a que, gracias a esa brevedad, podemos leer microrrelatos en la prensa o en la revista cultural de turno mientras desayunamos, durante el viaje en metro de camino al trabajo, en la pantalla de ordenador –tan incómoda cuando los textos son largos– o incluso en la del teléfono móvil.
Para contrastar mis opiniones con las de otros amantes de estas minificciones, he buscado información en Internet y he encontrado en Youtube vídeos, digámoslo así, promocionales donde escritores, editores, y agentes culturales se esfuerzan en dinamizar este triste gato hambriento de la literatura que es el microrrelato. En uno de esos vídeos, la presentadora de un programa de televisión sobre literatura arranca su intervención explicando que le gustan los microrrelatos porque se “pueden picar aquí y allá”. Un editor, conocido precisamente por su apuesta empresarial por el microrrelato, dice en otro vídeo que es un género que está muy bien para leer seis o siete piezas seguidas, aunque a partir de esa cifra pueden llegar a aburrir. La escrita Ana Mª Shua, una excelente microrrelatista, cae en el mismo error al promocionar su libro Cazadores de letras (ojo: un libro de microrrelatos) afirmando que “los microrrelatos son como una caja de bombones: hay que tomarlos poco a poco”. En fin, es como si un vendedor de zapatos recomendara a sus clientes calzar con moderación los zapatos que él mismo se encarga de vender porque podrían gastarse las suelas.
Hemos escuchado muchas veces la teoría de que el microrrelato es un género muy socorrido porque permite leer textos autónomos con los que matar los ratos muertos (algo que, cabe suponer, no ocurre con una novela o un ensayo). La imagen viene a ser algo así como una enciclopedia de creación narrativa que está disponible para ser consultada en cualquier momento.
Otros dicen que pude servir de bosquejo para textos de mayor entidad…
Todo esto y mucho más se ha dicho, se dice al respecto.
Es de agradecer el esfuerzo de estas personas por divulgar este género. Pero que me perdonen por dedicar las próximas líneas para quejarme de lo mal que lo hacen.
Si aceptamos que un microrrelato es mucho más de lo que puede leerse en él (invocamos la famosa teoría del iceberg de Hemingway, aplicada al cuento, de que nueve de diez partes del texto permanecen ocultas), habremos de aceptar que algo similar ocurre con la publicidad –negativa a mi juicio– que se está haciendo: es más lo que no se dice que lo que se dice. Y es que cuando alguien afirma que es un género estimable porque permite picar aquí y allá o porque permite una lectura mientras mojamos los churros en el café, lo que está haciendo es –sin pretenderlo– comparar su lectura, tan permisiva, tan poco comprometida, tan fugaz, con la no-lectura.
Cuando un editor piensa en voz alta que leer más de seis microrrelatos puede llegar a aburrir, lo que está haciendo es enviar el mensaje subliminal de que se trata de un género que, como el vino, más allá de pequeñas dosis resulta desaconsejable. ¿Cuánto tardaríamos en leer esos seis textos? ¿Diez, quince, veinte minutos? ¿Merece la pena entregarse con cierta exigencia –a nivel autor o lector– a un género que aburre a partir del cuarto de hora? ¿Es que no ocurre con estos escritos como con esas novelas que, según sus incondicionales, “enganchan”?
Pido perdón nuevamente, pero para mí estas personas lo que hacen es desprestigiar el género: invitan a pensar que la brevedad antes citada es uno de sus valores no porque contenga altas dosis de literatura concentrada que pueden alegrarnos el día, sino porque después de breves momentos el cuentecillo (entiéndanse las cursivas) ya ha sido leído y podemos dedicarnos a “picar” en otros menesteres. El mensaje a la larga podría ser: “lean ustedes microrrelatos. Dura tan poco su lectura que es lo más parecido a no leer nada”.
¿Cómo se concilia esta invitación para lectores vagos con el aserto, tan difundido hoy día, de que el microrrelato, por sus características, requiere por lo general un lector inteligente y culto que opere en complicidad con el autor? ¿Qué pasa con ese lector inteligente después de esos seis, siete microrrelatos?, ¿se aburre de tanta literatura inteligente?
Como me interesa dejar clara mi postura, lo diré ya: el microrrelato debería convertirse en un género literario pujante en el siglo XXI no porque permita picar aquí y allá, sino a pesar de ello. Si de veras queremos promocionarlo como lo que es, un género tan digno como otro cualquiera –yo lo considero el hermano en prosa de la poesía–, habrá que desterrar esa mala publicidad que, lejos promocionarlo, lo está minando. Leer microrrelatos sueltos está bien para –como se ha dicho antes– matar los ratos muertos, para aprovechar las largas esperas en el ambulatorio o para picar (si no tenemos patatas fritas a mano), pero si queremos sintonizar con el género, empaparnos de su espíritu, recoger el testigo de sus enseñanzas, es necesario prestarle atención y tiempo en vez de tratarlo como si fuera un simple entremés literario. No solo por una cuestión de cortesía, sino también de rendimiento. Diré por qué. Aunque es cierto que un microrrelato ha de tener autonomía, es decir, encerrar un sentido ético y estético por sí solo, como si de una isla de palabras se tratara, no es menos cierto que la lectura de una pieza normalmente viene respaldada por las que las acompañan, antes y después. Valga el ejemplo: las minificciones intituladas de Max Aub recogidas en Crímenes ejemplares no podrían entenderse si las descontextualizamos. ¿Resulta gratificante leer “Lo maté porque era de Vinaroz”? Pues no. Ahora bien, si leemos el libro de Aub como se merece, es decir, de principio a fin, de la A a la Z, iremos captando el sentido de esa frase lapidaria y de otras sentencias como: “¿Usted no ha matado nunca a nadie por aburrimiento, por no saber que hacer? Es divertido”, o “Era tan feo el pobre, que cada vez que me lo encontraba, parecía un insulto. Todo tiene su límite”.
En Crímenes ejemplares, Aub reúne las voces de personas innominadas que han cometido crímenes gratuitos. La explicación –injustificable– de esos crímenes por parte de sus autores ante un presunto juez constituye el armazón del libro, su razón de ser, su estilo. Como muy bien explica Fernando Valls en su ensayo Soplando vidrio y otros estudios sobre el microrrelato español, “Max Aub no sólo se interesa por el significado de la historia que relata y por la peculiar psicología de sus protagonistas. También desempeña un papel preponderante en su obra el estilo, el lenguaje, aun cuando ciertos crímenes estén escritos con la desgana propia de las confesiones de los asesinos. Así, en la obra que nos ocupa, se vale del énfasis, los dobles sentidos, las aliteraciones, las paradojas, los juegos de palabras, la analogía, el contraste, etc.”.
Este análisis de Valls es de lo más certero. Pero ¿puede apreciar algo de todo esto el lector que pica aquí y allá y lee, valga este otro ejemplo: “La hendí de abajo a arriba como si fuese una res, porque miraba indiferente al techo mientras hacía el amor”?
No, ese lector no entenderá nada y se marchará posiblemente a otras latitudes literarias donde encuentre mayor sentido a lo que lee. Precisamente por esto el famoso cuento de Augusto Monterroso, “El dinosaurio”, no me agrada demasiado. Siempre he tenido la sensación de que es una grúa levantada en el vacío, en medio de la nada, sin apoyos que le den cierto sentido, un apoyo que sí tienen los crímenes ejemplares antes citados.
(Ruego un poco más de tiempo al lector de este artículo, si acaso no está en el metro, en pleno desayuno o frente a la pantalla del ordenador. Ya estoy acabando).
No me resta más que invitar a una lectura consciente (para variar) no de microrrelatos sino de libros de microrrelatos, y si me dan a elegir, no recopilaciones de varios autores –demasiado eclecticismo– sino de un mismo autor. (Aunque, todo hay que decirlo, las recientes publicaciones La otra mirada. Antología del microrrelato hispánico, con selección e introducción de David Lagmanovich, o Los cuentos más breves del mundo. De Esopo a Kafka, en edición de Eduardo Berti, son indispensables para los amantes del género). Volviendo al libro de microrrelatos de un solo autor: en la mayoría de las ocasiones este concibe sus creaciones como islas, sí, pero islas dentro de un océano. Deléitese el lector con la disposición de los textos (decidir su orden da más de un quebradero de cabeza), la intencionalidad de los títulos, las –en ocasiones– referencias internas entre varios microrrelatos, las cadencias, el contraste entre prosas brevísimas y otras que no lo son tanto, la diversidad temática que parte de la misma pluma. Empápese el lector de un libro de microrrelatos como si fuera eso, un libro, y no un folleto publicitario con algo de ingenio añadido que recogemos del buzón de correos. Los microrrelatos se apoyan unos en otros, se autocompletan, respiran con los bronquios del que está al lado. Muchos de ellos, leídos aisladamente, pudieran parecernos huérfanos.
Conclusión: leer es siempre mejor que no-leer.
Lean libros de microrrelatos, insisto: no queman, no matan, tampoco aburren. Yo he terminado de leer hace unos días El juego del diábolo, de Juan Pedro Aparicio. Lo he leído entero de dos sentadas, sin serle infiel con otras obras literarias. Y antes leí Falsificaciones, de Marco Denevi. Y antes: El libro de los abrazos, de Eduardo Galeano. Y antes: Cuentos de un minuto, de István Örkény. Y antes…
Los he leído con la predisposición de quien tiene en las manos una obra literaria y no una escueta multa de tráfico.
Y ya ven: aquí sigo, sano y salvo para contarlo.
Bibliografía citada
Max Aub, Crímenes ejemplares, Calambur, Madrid, 1996
Fernando Valls, Soplando vidrio y otros estudios sobre el microrrelato español, Páginas de Espuma, Madrid, 2008
David Lagmanovich, La otra mirada. Antología del microrrelato hispánico, Menoscuarto, Palencia, 2005
Juan Pedro Aparicio, El juego del diábolo, Páginas de Espuma, Madrid, 2008
Marco Denevi, Falsificaciones, Thule, Barcelona, 2006
Eduardo Galeano, El libro de los abrazos, Siglo XXI, Madrid, 2006
István Örkény, Cuentos de un minuto, Thule, Barcelona, 2006
Eduardo Berti (ed.), Los cuentos más breves del mundo. De Esopo a Kaka, Páginas de Espuma, Madrid, 2008
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