Cuento breve de César Klauer: En la playa

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Niños en la playa, de Joaquín Sorolla.

EN LA PLAYA

(cuento)

César Klauer

Papá encontró la silueta de Gaby recortada sobre el fondo de la desarmada ola. Minutos antes, ambos habían visto juntos cómo la piedra, plana como una mesa, despedía un espasmo plateado que tomaba la luz del sol, la convertía en un tornasol dorado verdoso azulado. Los diminutos espejos emanaban un imperceptible vapor salado, arrancado por el calor del medio día. Delante de ellos, la espiga brillante se curvaba en el aire, boqueando gritos sordos incrustados en el tenue cedazo, tirante hacía poco menos de un minuto, pero relajado ahora, enroscándose en círculos desordenados que intentaban infructuosamente atrapar las piedras de alrededor, las manos de papá, los pies de Gaby. Pobrecito, la voz de la niña cabalgaba sobre el salpicado rumor del mar, me da pena el pescadito. Los dedos de la mano izquierda de Papá se perdieron en la boca, rompieron la sonrisa de dientes pequeños, abrieron paso a la mano derecha. La torpeza reveló la inexperiencia, luchó por varios segundos con la maraña del cedazo. ¿Qué haces? Gaby señalaba sus manos. Sacaba el anzuelo, princesita, la punta de su lengua asomaba entre los dientes, lamía el labio superior. Gaby miraba con atención a su papá palpando suavemente en busca del gancho metálico. El pescado se movía. Ya está, levantó el pescado, se lo mostró a su hija, respiró hondo, lo puso en la cesta vacía. El primero, suspiró. El día que fue a la tienda de implementos para pesca no tenía idea qué pedir. El empleado sugirió un carrete de cedazo, anzuelos, plomada. Escuchó con expresión adusta las instrucciones. Ya en la playa, recordaba sólo la mitad; la otra la inventó, pensando que la lógica lo ayudaría, la verdad era que dudaba si al final del día iría a llevar algo en la canasta de paja.

Sonriente y satisfecho, abrió la caja de anzuelos, sacó uno nuevo. Ese pescado sí que les dio pelea, miró a Gaby, se pinchó un dedo, sonrió para disimular. Una gota roja brillaba en la yema de su dedo, la chupó. Se sentó en la piedra plana para amarrar el anzuelo con comodidad, hablándole a Gaby sin verla. Levantó la mirada hacia el mar, sintió el suave viento rozar sus orejas, murmurar una canción alegre con el coro de gaviotas y pelícanos. ¿Te gusta el mar, Gaby?, sus palabras se perdieron tras el estrépito de una espumosa ola grande, el agua se escondió entre las rocas; las gotitas perdidas bañaron su cara. Se dio vuelta, ¿Gaby? Soltó el hilo de pescar, miró hacia la casa al otro lado de la brasas de arena. Un contorno se dibujaba venciendo la distancia a través de la bruma ondulante. La silueta carecía de límites, pero luego recuperaba las líneas redondeadas, los colores intensos de la ropa veraniega. Un gorro rojo se acercaba, saltando, un brazo en alto, una mano agitándose: Cesitar decía algo que el viento distorsionaba hasta la incomprensión. Señaló hacia el mar, insistiendo en clavar el índice en el aire. Entonces, Papá volteó y la vio: ¡Gaby!, su voz trataba de no dejarse vencer por la angustia: estaba al borde de los peñascos. Se acercó rápidamente, sin dejar notar su apuro. Llegó hasta ella, la tomó de los hombros: ¿Qué hacía la princesita?, la atrajo hacia él. Nada, papi, sonreía, agitaba los dedos en el aire, hacia el inquieto océano. La tomó de la mano, se alejaron del borde rocoso. Cesitar ya estaba explorando el contenido de la canasta. No han pescado nada, la señaló. ¿Cómo que nada?, Papá se acercó. Gaby reía entre dientes, escondía su cara en las manos, abría y cerraba los ojos, miraba hacia los peñascos. ¿Dónde estaba el pescado?, Gaby evadía la mirada aguantando la risa. ¿Qué pescado?, Cesitar no entendía nada. Papá suspiró, acarició la cabecita de su hija, tomó el cedazo, el anzuelo, la plomada. Sacó un pedazo de caracol del balde, lo insertó en el gancho, se dispuso a seguir pescando.

Dos microrrelatos de César Klauer

César Klauer nos recomienda «Cordero asado», de Roald Dahl.

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