Turgénev es uno de los más grandes escritores rusos y, por ser prosista, de los mejor conocidos en el extranjero. Su obra constituye un vasto panorama de la vida rusa de los años 1840-70, con retratos de labradores, terratenientes, idealistas abúlicos, hombres de acción, eslavófilos, occidentalistas, conservadores, nihilistas y una galería de delicadas imágenes femeninas… sin olvidar tampoco a los niños. Según él mismo, necesitaba siempre un modelo de carne y hueso y, en la mayoría de los casos, experimentaba por él un sentimiento de simpatía, aun viendo sus defectos. Frecuentemente, un personaje bastante pálido expresa, como el coro en la tragedia griega, el punto de vista del escritor. Con inteligencia y agudo don de observación, T. sabe admirablemente «coger el instante», o sea, captar los estados de ánimo de la sociedad en cada momento; sus personajes adquieren así el valor clásico de tipos humanos, portadores de las ideas y aspiraciones presentes. El ritmo de la narración en T. nos parece lento hoy día. Describe con muchos pormenores concretos los paisajes, el aspecto físico de los personajes, su biografía. Hace uso frecuente de contrastes entre distintas personas, entre luz y penumbra, entre sonidos y silencios. Gran sencillez y claridad del estilo, que suena, según L. Tolstoi, «como la profunda música de Beethoven». Es único en evocar una atmósfera, despertar la imaginación del lector, ya armonizando con el estado de ánimo de la persona el paisaje que la rodea, ya proyectando los hechos hacia el futuro o el pasado: esperanzas y recuerdos. Con esto, su prosa adquiere un encanto poético inigualable, y nuestro autor merece ser definido como el poeta en prosa por antonomasia.
Rurik de Kotzebue
¡U-Á… U-Á!, un cuento de Iván Turguéniev (Rusia, 1818-1883)
Yo vivía entonces en Suiza… Era muy joven, tenía mucho amor propio y estaba muy solo. Vivía de modo penoso, sin júbilo. Sin haber visto nada aún, me aburría, agotaba y enojaba. Todo en la tierra me parecía ínfimo y trivial, y, como sucede a menudo con los hombres muy jóvenes, acariciaba con malicia secreta la idea del… suicidio. “Les probaré… me vengaré…” -pensaba… ¿Pero qué probar? ¿Qué vengar? Eso yo mismo no lo sabía. En mí, simplemente, se fermentaba la sangre, como el vino en un recipiente taponeado… y me parecía, que debía dejar que se derramara ese vino al exterior, y que era hora de romper el recipiente que lo constreñía… Byron era mi ídolo, Manfredo mi héroe.
Una vez, al atardecer, como Manfredo, decidí dirigirme allí, a la cima de la montaña, por encima de los glaciares, lejos de los hombres, allí donde no había, incluso, vida vegetal, donde se apilaban sólo peñascos muertos, donde se helaba todo sonido, ¡donde no se oía, incluso, el rugido de la cascada!
¿Qué intentaba hacer allí?… no lo sabía… ¡¿Acaso terminar con mi vida?!
Anduve largo tiempo, primero por un camino, después por un sendero, subía más alto… más alto. Ya hacía tiempo que había pasado las últimas casas, los últimos árboles… Las piedras, sólo piedras había alrededor; una nieve cercana, pero aún invisible, soplaba hacia mí un frío áspero; por todas partes, en masas negras, avanzaban las sombras nocturnas.
Me detuve, finalmente.
¡Qué silencio terrible!
Era el reino de la muerte.
Y estaba yo solo allí, un hombre vivo, con toda su pena arrogante, desolación y desprecio… Un hombre vivo, consciente, que se había alejado de la vida y no deseaba vivir. Un terror secreto me helaba, ¡pero yo me imaginaba grandioso!..
¡Un Manfredo, y basta!
-¡Solo! ¡Yo solo! -me repetía, -¡sólo, cara a cara con la muerte! ¿Y acaso no era hora? Sí… era hora. ¡Adiós, mundo ínfimo! ¡Yo te aparto con el pie!
Y de pronto, en ese mismo instante, llegó volando hasta mí un sonido extraño, que no entendí al momento, pero vivo… humano… Me estremecí, presté oídos… el sonido se repitió… Pero eso… ¡eso era el grito de una criatura, de un niño de pecho!.. En esa altura desierta, salvaje, donde toda vida, al parecer, había muerto hacía tiempo y para siempre, ¿el grito de una criatura?
Mi sorpresa, de repente, se convirtió en otra sensación, una sensación de júbilo sofocante… Y corrí sin reparar en el camino, directo hacia ese grito, ¡hacia ese grito débil, lastimero y salvador!
Pronto surgió ante mí una lucecita trémula. Corrí aún más rápido, y a los pocos instantes vi una choza baja. Hecha de piedra, con un tejado plano, aplastado; esas chozas, que por semanas enteras, servían de refugio a los pastores alpinos.
Empujé la puerta entreabierta, e irrumpí en la choza así, como si la muerte me pisara los talones…
Encogida en un banco, una mujer joven le daba el pecho a un niño. Un pastor, probablemente su marido, estaba sentado a su lado.
Ambos me miraron fijamente, pero yo no pude proferir nada; sólo sonreí y asentí con la cabeza…
Byron, Manfredo, los sueños del suicidio, mi orgullo y mi grandeza, ¿adónde se habían ido?..
La criatura seguía gritando, y yo la bendije a ella, a su madre y al marido…
¡Oh grito ardiente de una vida humana, recién nacida, tú me salvaste, tú me curaste!
Vestnik Evropi, 1882
Traducción de René Portas
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