Cuento breve recomendado: «El judío errante», de Rudyard Kipling

Kipling, cuento, el judío errante
Rudyard Kilplin. Fuente de la imagen

CUANDO LAS COSAS VAYAN MAL

Cuando vayan mal las cosas como a veces suelen ir,

cuando ofrezca tu camino sólo cuestas que subir,

cuando tengas mucho haber pero mucho que pagar,

y precises sonreír aun teniendo que llorar,

cuando ya el dolor te agobie y no puedas ya sufrir,

descansar acaso debes pero nunca desistir.

 

Tras las sombras de la duda,

ya plateadas ya sombrías,

puede bien surgir el triunfo,

no el fracaso que temías,

y no es dable a tu ignorancia figurarse cuan cercano,

puede estar el bien que anhelas y que juzgas tan lejano, lucha,

pues por más que en la brega tengas que sufrir.

 

¡Cuando todo esté peor, más debemos insistir!

Si en la lucha el destino te derriba,

si todo en tu camino es cuesta arriba,

si tu sonrisa es ansia satisfecha,

si hay faena excesiva y vil cosecha,

si a tu caudal se contraponen diques,

Date una tregua, ¡pero no claudiques!

«Porque en esta vida nada es definitivo,

toma en cuenta que: todo pasa, todo llega y todo vuelve» 

R. K.

EL JUDÍO ERRANTE

(cuento)

Rudyard Kipling (India, 1865-1936)

-Si das una vuelta al mundo en dirección al Oriente, ganas un día -le dijeron  los hombres de ciencia a John Hay. Y durante años, John Hay viajó  al este, al oeste, al norte y al sur, hizo negocios, hizo el amor y procreó una familia como han hecho muchos hombres, y la información científica consignada arriba permaneció olvidada en el fondo de su mente, junto con otros mil asuntos de igual importancia.

Cuando murió un  pariente  rico,  se vio  de pronto en posesión de una fortuna mucho mayor de lo que su carrera previa hubiera podido hacer suponer razonablemente, dado que había estado plagada de contrariedades y desgracias. Es más, mucho antes que le llegara la herencia, ya existía en el cerebro de John Hay una pequeña nube, un oscurecimiento momen­táneo del pensamiento  que iba y venía antes que llegara a darse cuenta de que existía alguna solución de continuidad. Lo mismo que los murciélagos que aletean en torno al alero de una casa para mostrar que están cayendo las sombras. Entró en posesión de gran­des bienes, dinero, tierra, propiedades; pero tras su alegría se irguió un fantasma que le gritaba que su disfrute de aquellos bienes no iba a ser de larga du­ración. Era el fantasma del pariente rico, al que se le había  permitido retornar  a la tierra para  torturar al sobrino  hasta  la  tumba. Por lo que,  bajo  el aguijón de  este  recuerdo constante, John Hay, manteniendo siempre la profunda imperturbabilidad del hombre de negocios que ocultaba las sombras de su mente, transformó sus inversiones,  casas y tierras  en soberanos, sólidos, redondos, rojos soberanos ingleses, cada uno equivalente a veinte chelines. Las tierras pueden perder su valor, y las casas volar al cielo en alas de llama escarlata, pero hasta el Día del Juicio un soberano será siempre un soberano, es decir, un rey de los placeres. Poseedor  de sus soberanos, John  Hay hubiera  querido  gastarlos  uno  a uno en  aquellos toscos placeres que  su  alma  amaba,  pero  le obsesionaba  el  miedo  a una  muerte cercana; el fantasma de su pariente  se erguía  en  el  recibidor  de  su  casa,  junto   al  perchero. gritándole  escaleras  arriba  que  la  vida  era corta, que no  había  esperanza  alguna  de que  los  días pudieran prolongarse, y que los sepultureros  habían  comenzado ya a cepillar  el ataúd  del sobrino. Por regla general, John  Hay estaba solo en casa, pero incluso cuando  tenía  compañía  sus  amigos no oían  al  tío vocinglero. Dentro  de  su  cerebro,  la  sombra  se  hizo  más amplia y más negra. El temor a la muerte  estaba enloqueciendo  a John  Hay.

Y entonces, desde las profundidades de su mente, donde había almacenado toda la información no utilizada para fines inmediatos, surgió la idea del dato científico del viaje hacia Oriente. Cuando de nuevo su tío le gritó escaleras arriba que se apresurara a vivir, una voz más aguda le respondió  en un grito: «Aquél que da la vuelta  al mundo  en dirección  al este gana un día».

Su timidez y desconfianza crecientes respecto de la Humanidad  le impidieron comunicar su preciado mensaje de esperanza a sus amigos. Podían apropiarse de él y analizarlo. Estaba  seguro de que era verdad, pero le hubiera dolido intensamente que manos rudas lo sometiesen a un examen demasiado minucioso. Sólo a él, entre todas las generaciones sufrientes de la Humanidad, se le había revelado el secreto. Sería impío -contra los designios  del  Creador- poner  en  marcha a toda la Humanidad hacia el este. Además, ello supondría  abarrotar  los  barcos  de  vapor,  de forma inconveniente,  y John  Hay  deseaba  estar  solo,  por encima de todo. Si pudiera dar la vuelta al mundo en dos meses -había leído que alguien, cuyo nombre no recordaba, lo había  hecho en ochenta días- ganaría un día entero, y si seguía haciéndolo sin parar durante treinta años, ganaría ciento ochenta días, o casi la mitad de un año. No sería mucho, pero en el transcurso del tiempo, a medida que avanzara la civilización y se abriera  el ferrocarril  del  valle  del  Éufrates,  podría incrementar su ritmo.

Provisto de muchos soberanos, John Hay, en el trigésimo quinto año de su vida, emprendió sus viajes, con dos voces que le acompañaron desde Dover, mientras navegaba hacia Calais. La fortuna le favoreció. El ferrocarril del valle del Éufrates acababa de ser inaugurado y fue el primer hombre que tomó un billete directo de París a Calcuta: trece días en tren. Trece días en tren no son buenos para los nervios, pero siguió recorriendo el mundo y volvió a Calais desde América en doce días menos de los dos meses que se había propuesto, y volvió a empezar, con veinticuatro horas de tiempo precioso en su haber. Pasaron tres años y John Hay siguió dando religiosamente la vuelta  al mundo, buscando más tiempo en el que gozar del resto de sus soberanos. Llegó a ser conocido en muchas líneas transatlánticas como el hombre que siempre  quería seguir adelante;  cuando  la  gente le preguntaba  qué  hacía,  contestaba:

-Soy la persona que tiene el  firme propósito de vivir para siempre y estoy tratando de llevarlo a la práctica.

Sus días se dividían entre la observación de la blanca estela de la hélice tras la popa de los más veloces vapores y la contemplación de la tierra parda que, como un relámpago, resplandecía por las ventanas de los trenes más veloces; y en un cuaderno anotaba cada minuto que había arrancado o sustraído a la implacable  eternidad.

-Esto es mejor que rezar por una larga vida -decía John Hay, mientras volvía su rostro hacia Oriente.

El paso de los años le había ayudado más de lo que había imaginado; mediante la extensión de la línea del valle del Brahmaputra hasta entroncar con la recientemente creada de la China central, el billete de ferrocarril de Calais le llevaba hasta Calcuta y Hong Kong, vía Karachi. El viaje  completo se podía hacer en poco más de cuarenta y siete días y, presa de una exaltación fatal, John Hay le contó el secreto de su longevidad a su única amiga, su ama de llaves, que se ocupaba de su residencia en Londres. Él habló y desapareció; pero ella era una mujer de recursos y de inmediato fue a pedir consejo a los abogados que informaran a John Hay acerca de su herencia de oro. Todavía  quedaban  muchos  soberanos,  y  había  otro Hay  que  deseaba  gastarlos  en  cosas  más  razonables que billetes de tren o pasajes  de barco.

El caso fue largo,  porque  cuando  un  hombre  está literalmente  en  camino,  tras  su  preciada  vida,  no  se detiene en la ruta. John Hay volvió de nuevo a recorrer el mundo, y en su periplo alcanzó en Madrás al cansado  doctor  que había  sido enviado  en  su busca. Y fue allí donde encontró la recompensa  a sus trabajos  y la certidumbre de una bendita inmortalidad. En media hora, el doctor, sin dejar de observar los labios resecos, las manos temblorosas  y aquella mirada que se volvía eternamente hacia el este, convenció a John Hay de que descansara en una casita cercana a la playa  de  Madrás.  Todo lo que tenía  que hacer  era colgarse del techo de la habitación  mediante  unas cuerdas y dejar que la tierra redonda diera vueltas en libertad, bajo  su persona. Esto era mejor  que el barco o el tren, porque ganaba un día al día, y se hacía así semejante  al sol inmortal. El otro Hay  pagaría  sus gastos a lo largo de toda la eternidad.

Es cierto que todavía no podemos disponer de billetes Calais-Hong Kong, aunque podamos hacerlo dentro de quince años, pero hay hombres que dicen que si uno se pasea por la costa sur de la India, se encuentra, en un pequeño bungalow encalado y limpio, sentado en una silla colgada del techo, sobre una lámina de delgado acero que, como él sabe muy bien, destruye la atracción de la tierra, a un hombre viejo y consumido, con el rostro vuelto siempre al sol naciente, y un cronómetro en la mano, corriendo contra la eternidad. No puede beber, no fuma, y sus gastos ascienden, quizá, a unas veinticinco rupias al mes, pero es John  Hay, el  Inmortal.  En  el  exterior,  oye  estruendo del mundo, que gira, con el que, explica cuidado, no tiene relación  alguna; pero si le dices que sólo se trata  del ruido de las olas, llorará con  amargura, porque la sombra de su cerebro va muriendo medida  que su mente deja de funcionar, y, a veces duda  de que el  doctor dijera  la verdad.

-¿Por qué el sol no está siempre sobre mi cabeza? pregunta John Hay.

“The Wandering Jew”

Life`s hándicap, 1891

El hándicap de la vida,  trad. Ana Poljak,  Madrid, 2001, págs, 237-242

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