Cuento breve de Mely Rodríguez Salgado: El muchacho que quiso asustar a los ladrones

 

El vampiro, cuadro de Edvard Munch.
El vampiro, cuadro de Edvard Munch. Fuente de la imagen

El muchacho que quiso asustar a los ladrones

Mely Rodríguez Salgado

En memoria de Diego Alviz

 

El muchacho trepó hasta lo más alto del muro desoyendo los gritos de advertencia de los vecinos. Esperaba, envalentonado, ver a los ladrones salir por la azotea de la casa para atraparles. Dijeron al principio que eran varios, más tarde, que sólo era uno. La madre del muchacho le ordenó bajar inmediatamente, asustada ante aquella absurda heroicidad. Justo en esos momentos, todos vieron aparecer a dos desconocidos que saltaron rápidamente al muro y, de allí a la calle. Uno de ellos le disparó al muchacho con un arma de fuego cuando éste trataba de detenerlo. La bala rozó apenas su frente, y el viento fatal que levantó a su paso, hizo que se tambaleara. La madre no pudo articular ni una exclamación, tan sólo fue por su hijo sin saber qué hacer, si abofetearlo o estrecharlo entre sus brazos y después llorar, en un momento en que todo debería girar como otra tarde de verano cualquiera, en la que la vecindad no pierde el tiempo en quitarse la vida. El muchacho sonreía, ajeno a todo miedo, quiso tranquilizar a su madre, y se encontró, por primera vez, con la mirada endurecida de alguien que sabe que su hijo acababa de ser tocado por la muerte.

Se dejó una barba incipiente después de que los médicos decidieran retirarle la quimio. Pensó que, de esta manera, espantaría a la muerte. Le creció el cabello, liso y castaño, y la enfermedad le puso en el rostro un tinte melancólico inequívoco. Un día, le dijo a la madre que quería encontrar, por fin, el amor, uno de esos días tan preciados para ella que tanto le costaba gastar, como si cualquier segundo fuera el último. La madre no le dijo nada, tan sólo lo contempló con sus acerados ojos y, con desesperación, deseó que su hijo llegara a conocer otro día más.

La vio llegar, menuda, casi escuálida. La chica se abrió paso entre la gente y se acercó al lugar donde yacía el muchacho. Lo contempló sin ninguna alteración en su rostro. Pensó que parecía dormido, incluso, le resultó atractivo con su melena, que le caía a ambos lados de la cara. Al rato se fue de allí y se acercó a la madre. Le dijo que había venido para decirle adiós, le dijo que supo de su hazaña, allá, en la adolescencia, le dijo que no había podido olvidarlo, que quería que lo supiera. Sólo era eso. La madre se limitó a mirarla con una expresión doliente en la que siempre se presintió la pérdida, y sus labios prietos apenas musitaron unas palabras de agradecimiento.

A través de la ventana vio como se alejaba. La ciudad se fue apagando junto con la claridad brumosa de un día más en el que todo debería haber transcurrido con la cotidianidad de siempre. La madre pensó en la chica que acababa de esfumarse, en sus palabras, también pensó en que alguien le había robado a su hijo, y, fugazmente, en el amor. Más allá del cristal oscureció de repente.

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