- Tomás Borras.
Tomás Borrás fue un escritor de muchos registros, pero sobre todo fue un escritor con estilo. A lo largo del siglo XX solo ha habido en España cuatro escritores conocidos a los que pueda aplicarse sin reservas el título de «estilista». Son Azorín, Eugenio D’Ors, Tomás Borrás y Pedro Lorenzo. Borrás escribía una prosa castiza, pero muy elaborada y precisa en la que se mezclaban los giros populares con el léxico más exquisito. Sus descripciones eran fieles a la realidad, pero no fotográficas: eran profundas, calaban hondo. Borrás era un observador, no un contemplativo. Los personajes creados por él en sus novelas solían ser de apariencia sencilla, pero de una notable complejidad psicológica y una inquietante vida interior. Cuando escribía para el teatro hacía lo posible porque parecieran reales y se expresasen en un lenguaje cotidiano, cosa que no debía resultarle nada fácil. Sin embargo, tenía en su haber numerosos estrenos con éxito memorable, singularmente en el campo de las adaptaciones. La poesía fue una forma expresiva que abandonó pronto. En cambio, cultivó el artículo periodístico hasta el último momento de su vida e hizo de él una de sus señas de identidad.
Enrique Domínguez Millán
MITOLOGÍA DE UN HECHO CONSTANTE
(cuento)
Tomás Borrás (España, 1891-1976)
A la madre la habían confiado los dioses el secreto: “Mientras alimentes la llama de esa hoguera, tu hijo vivirá”. Y la madre, infatigable, sostenía el fuego, vigilándolo, sin permitir que disminuyese en intensidad ni altura.
Así pasaron los años. La madre, arrodillada ante el lar, veía cómo las ascuas alargaban sus alegres brazos escarlata, garantía de la vitalidad de su hijo. Sin dormirse, hora tras hora, agregaba al montón caliente nuevos troncos, en vela de su hermosa calentura.
Un día, por la puerta abierta que daba a los campos, entró una joven blanca, sonriente y hermosa, de paso seguro y ojos que miraban con gozo y fe al porvenir. Sin hablarle, ayudó a levantarse a la madre, sorprendida, le hizo un ademán de adiós, y se arrodilló ante el lar, a nutrir ella, la crepitante llamarada.
La madre no preguntó. Súbitamente comprendía que era su revelo, que estaba obligada a ceder el turno a la desconocida, a la que se encargaba desde entonces de sostener el alimento de la incesante llama para que viviera su hijo.
Y, también en silencio, se salió de la casa y no se fue lejos; sólo donde podía prudentemente contemplar el humo delicado disolviéndose en el delicado azul.
Cuentacuentos, Madrid, Nos, 1948, págs. 151-152.
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