Cuento de Tomás Val: [Troya]

 

"Escritor Tomás Val", "El castellano"
Escritor Tomás Val. Fuente de la imagen

“Solo somos memoria, es lo que nos conforma como escritores y como personas y sin ella no somos nada. Mi gran refugio es la memoria, una memoria que siempre es inventada y falsa, pero que al fin y al cabo te permite volver a los cimientos, al pasado, a lo que has vivido.”

“Después de estos tiempos absurdos en los que se ha dilapidado todo, en los que hemos tirado lo que tenía valor para no ser sustituido por nada, y tras estos años de orfandad en los que se desmoronan las teorías políticas, nos damos cuenta que lo realmente valioso estaba en esa gente de Castilla -que será extrapolable a otras regiones- que construyeron una forma de vida que resultó ser valiosa durante muchos, muchos años. Y en estos días de zozobra creo que tiene mucha vigencia.”

“Escribir cuentos es como viajar en un tren lento, en el que vas mirando el paisaje por la ventanilla, con una visión tranquila y sosegada que va pasando. El escritor de cuentos es un visitante que va pasando muy lentamente y le da tiempo a apreciar lo esencial. En la novela hay muchas más cosas, es un mundo lleno de vorágine que te absorbe y no te deja escapar.”

Tomás Val

 

[TROYA]

(cuento)

Tomás Val (España,1961)

Stacio Melo, en su libro Rex romanorum, nos cuenta que, en tiempos de Tarquino Prisco, padre de Lucio Tarquino el Soberbio, último rey romano, se organizó una expedición a Troya pare reconocer la tierra de los orígenes; Troya, la ciudad de la que salió Eneas llevando a su padre Anquises sobre los hombros.

Los mil expedicionarios que partieron camino de la Troya homérica, sigue Stacio Melo, llevaban consigo gran cantidad de carros para transportar cuantos restos pudieran del origen. Atacinio Cornelio, que mandaba las tropas, tenía el encargo especial de Tarquino de hacerse con el caballo que el falsario Ulises tallara en madera y que propició la derrota de las tropas troyanas. Deseaba el monarca colocar el engañoso instrumento en lo más alto de la muralla romana para que todos los pueblos supieran que Roma no sucumbiría a semejantes tretas.

Después de más de un año de viaje, en el que los romanos tuvieron que luchar con multitud de enemigos, sigue el historiador, los descendientes de Eneas llegaron donde antaño se levantaba la orgullosa ciudad de Ilión. La explanada donde el invencible Aquiles llorara la muerte de Patroclo era un triste prado de alta hierba en el que pastaban las ovejas. De la muralla insalvable no quedaban vestigios. La ciudad que los dioses admiraron no era más que un puñado de cabañas habitadas por pastores. Nada había del palacio de Príamo, ni del lecho en el que Paris amó a Helena; tampoco, según Stacio Melo, se apreciaban vestigios de las batallas que allí se libraron.

Los griegos que llegaron en mil naves desde la bahía de Áulide al mando de Agamenón saquearon y quemaron Troya, lo sabían los romanos, pero esperaban que los rescoldos de la gloria aguantaran mejor las embestidas del tiempo. Atacinio Cornelio, valiéndose de palomas mensajeras, hizo llegar al rey un mensaje: No queda nada. Busca bien, respondió Tarquino; la gloria de nuestros antepasados es inmortal.

Excavaron sin hallar huesos ni armas; ni la tumba de Príamo ni la sangre de Héctor. Volvieron a Roma y cuando el soberano les preguntó qué traían de la patria de Eneas, Atacinio Cornelio le presentó un niño pastor que le hablo en una lengua extraña, desconocida, con un torrente de palabras en el que los romanos únicamente entendieron la palabra Ilión.

-Esto es lo que queda del pasado –dijo Atacinio Cornelio, extendiendo sus manos vacías ante su rey-: un nombre en la memoria de un niño.

El rastro de la ficción, Santa Cruz de Tenerife, Ediciones Idea y La Página, 2006, págs. 13-14

 

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