
EL LANZAMIENTO DE ENANOS
Si tuviera que escribir la segunda parte de Raros, no podría obviar la figura de Manuel Wackenheim, uno de esos raros desconocidos y marginales que tanto llaman mi atención, y sobre el que tendré que seguir investigando.
Hablar de Wackenheim es hablar del dwarf-tossing, una expresión anglosajona que en román paladino conocemos como “el lanzamiento de enanos”. Este “juego” empezó a practicarse durante la década de los ochenta del pasado siglo en algunos locales nocturnos de Estados Unidos. Para practicar esta inverosímil actividad no era necesario ser un deportista habilidoso, bastaba con tener músculos lo suficientemente fuertes como para lanzar al enano (que vestía ropa acolchada y llevaba un casco protector) a un lugar estratégico del bar o de la discoteca, donde había preparada una red o una cama, medidas de seguridad con las que se pretendía salvaguardar su integridad física (Al parecer a nadie sensato se le ocurrió pensar que la mejor formar de preservar la integridad física de una persona es precisamente no lanzarla al vacío). Huelga decir que el ganador era aquel que proyectaba más lejos al enano.
El lanzamiento de enanos tiene sus segundos de gloria en El Señor de los Anillos, cuando Aragorn lanza a un desfiladero al muy digno enano Gimli, que acepta la ofensa, solo de manera excepcional, en pleno fragor de la batalla. Y también Leonardo DiCaprio (para potenciar la figura del personaje corrupto que interpreta, el bróker Jordan Belfort) lanza a un enano en su última película, El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013).

En la vida real, sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Los muchos detractores de esta práctica pusieron el grito en el cielo y consiguieron llevar el asunto, en los años noventa, a la Comisión de los Derechos Humanos de la ONU. Wackenheim, que se ganaba la vida como proyectil humano, apeló ante los tribunales para reivindicar su derecho a volar por los aires, algo que el Ministerio francés de Interior trataba de evitar a toda costa. Representado por su abogado, Serge Pautot, Wackenheim afirmaba “ser víctima de violaciones por Francia del párrafo 1 del artículo 2, del párrafo 2 del artículo 5, del párrafo 1 del artículo 9, del artículo 16, del párrafo 1 del artículo 17 y del artículo 26 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos”.
El engorroso desarrollo de las batallas legales de Wackenheim contra el Estado, al parecer más preocupado por la salud de Wackenheim que el propio Wackenheim, duraron años. El enano acudió al Comité de Derechos Humanos de la ONU para defender su profesión. Y es que este hombre sentía que su dignidad estaba siendo vejada desde que no lo estampaban contra una red. Muy indignado, se quejaba de que la prohibición de lanzar personas en actos presuntamente festivos (las cursivas son mías; muchos no dudaban de tal festividad) solo afectaba a los enanos, dejando el campo libre a quienes tenían una estatura normal. Y se preguntaba además: si la ley amparaba el derecho de los enanos a trabajar en otros lugares (en un circo, por ejemplo), ¿por qué no podría trabajar él en un pub o en un discoteca, como lo había hecho en el pasado, aunque pudiera resultar herido?
Resumiendo: mientras las leyes trataban de asegurar el derecho de Wackenheim a la dignidad y a su integridad física, el propio afectado pleiteaba en contra de ese exceso de celo legal que le estaba negando un trabajo que le había permitido ganarse la vida.
La jurisdicción sobre el lanzamiento de enanos han diferido entre los países que frecuentan estas prácticas: Estados Unidos, Francia, Canadá… Las leyes han sido más laxas en algunos países (o incluso estados, cuando hablamos de Estados Unidos) que en otros, aunque parece que la práctica ha quedado algo obsoleta. Algunas fuentes, tal vez para darle una pátina histórica al excéntrico espectáculo, aseguran que el lanzamiento de enanos comenzó en tiempos remotos en Mesopotamia, un lugar que paradójicamente acogió grandes progresos en el campo del Derecho y donde se crearon los primeros códigos de leyes.
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