«A finales del 1965 llegué a Mérida con el propósito de estudiar Ingeniería Forestal. En mi magro equipaje traía un par de cuadernos con apuntes para cuentos y un tímido -que yo creía ambicioso- proyecto de novela. El año siguiente, en un plazo breve, y como si se hubieran puesto de acuerdo para vapulearme, cayeron en mis manos -y de ahí pasaron a mis ojos y a mi cerebro enfebrecido- textos de Borges, Marcel Schwob, Ambrose Bierce, Kafka y Cortázar. Yo había sobrevivido a las pesadillas barrocas de E. A. Poe. pero este bombardeo con la artillería ligera y letal de la invención me sepultó. Mis borrosos manuscritos se extraviaron en un oportuno basurero, y el anhelo de transitar alguna vez los caminos dibujados en el aire por aquellos señores de la imaginación, se incubó como una semilla maldita- en el fondo de mis huesos. No puedo dejar de mencionar el impacto que me produjo la lectura de «La noche boca arriba», del Cronopio Mayor: yo fui la víctima elegida por los implacables cazadores de la guerra florida, yo fui el motorizado que agonizaba de fiebre en un hospital. Y qué decir de la vida postrera de Gregorio Samsa -ese extraordinario relato de Franz Kafka, que ya pertenece al mito y a la memoria colectiva. ¿Cuántas veces me desperté aterrorizado en mitad de la noche, boca arriba, observando con alivio mis manos y mis pies que aún conservaban su forma original?».
E.Q
LA MUERTE VIAJA A CABALLO, un cuento de Ednodio Quintero (Venezuela, 1947)
Al atardecer, sentado en la silla de cuero de becerro, el abuelo creyó ver una extraña figura, oscura, frágil y alada volando en dirección al sol. Aquel presagio le hizo recordar su propia muerte. Se levantó con calma y entró a la sala. Y con un gesto firme, en el que se adivinaba, sin embargo, cierta resignación, descolgó la escopeta.
A horcajadas en un caballo negro, por el estrecho camino paralelo al río, avanzaba la muerte en un frenético y casi ciego galopar. El abuelo, desde su mirador, reconoció la silueta del enemigo. Se atrincheró detrás de la ventana, aprontó el arma y clavó la mirada en el corazón de piedra del verdugo. Bestia y jinete cruzaron la línea imaginaria del patio. Y el abuelo, que había aguardado desde siempre este momento, disparó. El caballo se paró en seco, y el jinete, con el pecho agujereado, abrió los brazos, se dobló sobre sí mismo y cayó a tierra mordiendo el polvo acumulado en los ladrillos.
La detonación interrumpió nuestras tareas cotidianas, resonó en el viento cubriendo de zozobra nuestros corazones. Salimos al patio y, como si hubiéramos establecido un acuerdo previo, en semicírculo rodeamos al caído. Mi tío se desprendió del grupo, se despojó del sombrero, e inclinado sobre el cuerpo aún caliente de aquel desconocido, lo volteó de cara al cielo. Entonces vimos, alumbrado por los reflejos ceniza del atardecer, el rostro sereno y sin vida del abuelo.
La línea de la vida, Caracas, Fundarte, 1988, Pág. 11
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