Cuento breve recomendado: «Matar un niño», de Stig Dagerman

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Escritor Stig Dagerman. Fuente de la imagen

 

El escritor Stig Dagerman, la joven estrella de las letras suecas, tenía treinta y un años cuando se suicidó. El anarquista melancólico y anti-romántico -así lo designa Pablo Martínez Zarracina, a quien sigo y resumo en esta introducción- era un raro ejemplar político, asiduo a los círculos libertarios y demasiado inteligente para dejarse llevar por la propaganda. En 1946, con los campos de Europa todavía humeantes, arremete contra Adam Smith, contra Churchill y contra el Papa, pero también contra Marx y Stalin. Casado en primeras nupcias con una hija de emigrantes españoles, su visión de la Guerra Civil Española recuerda en algo a Orwell. “En España, entre 1936 y 1939, el anarquista era considerado tan peligroso para la sociedad que se le disparaba desde ambos lados, no estuvo expuesto solamente, de frente, a los fusiles alemanes e italianos sino también, por la espalda, a las balas rusas de sus aliados comunistas”.

En los cinco años que van de 1944 a 1949 escribió cuatro novelas, cuatro obras de teatro, un libro de relatos, un reportaje sobre la Alemania de posguerra y cientos de artículos, crónicas y poemas. Fue un breve periodo de escritura, pero suficiente para conseguir el éxito hasta el punto de ser declarado heredero de Strindberg y comparado con el mismo Kafka. A partir de 1950 se fue desmoronando, sumido en una profunda crisis y de entonces son estas palabras suyas: “La depresión es una muñeca rusa y en la séptima muñeca hay un cuchillo, una hoja de afeitar, un veneno, unas aguas profundas y un salto al vacío”.

En pocos autores se da la combinación de sensibilidad exacerbada y capacidad de análisis que encontramos en él. Como cualquier gran escritor, el autor sueco es, ante todo, un punto de vista, pero se diría que él es algo más: un temperamento, una peculiar energía que amalgama valores aparentemente antagónicos como la fragilidad y el arrojo, el genio y la humildad, la pasión y la inteligencia.

En sus últimos años de vida escribió un breve texto titulado Nuestra necesidad de consuelo es insaciable (1952), [véase completo en Contranaturauna especie de testamento literario en el que vuelca su angustia e insatisfacción, su adiós a la vida ante la imposibilidad del ser humano de ser feliz en el mundo moderno: “¿Dónde se encuentra ahora el bosque en el que el ser humano pueda probar que es posible vivir en libertad fuera de las formas congeladas de la sociedad?” . Al comienzo de este impresionante texto encontramos un párrafo que, desde su publicación, aparece ligado a su posteridad: “Estoy desprovisto de fe y no puedo, pues, ser dichoso, ya que un hombre dichoso nunca llegará a temer que su vida sea un errar sin sentido hacia una muerte cierta. No me ha sido dado en herencia ni un dios ni un punto firme en la tierra desde el cual poder llamar la atención de dios ni he heredado tampoco el furor disimulado del escéptico, ni la astucia del racionalista, ni el ardiente candor del ateo. Por eso no me atrevo a tirar la piedra a quien cree en cosas que yo dudo, ni a quien idolatra la duda como si esta no estuviera rodeada de tinieblas. Esta piedra me alcanzaría a mi mismo ya que de una cosa estoy convencido: la necesidad de consuelo que tiene el ser humano es insaciable”.

Stig Dagerman era delgado, tímido y nervioso. Pensaba que la vida era un “viaje imprevisible entre dos lugares inexistentes”’ y que el peor de los males era “tener miedo de los hombres y escribir por dinero”. El propio epitafio soñado por él rezaba así: “Aquí descansa un escritor sueco, cálido por nada, su crimen fue la inocencia, olvidadle pronto”.

M.D.R.

 

MATAR A UN NIÑO

(cuento)

Stig Dagerman (Suecia, 1923-1954)

Es un día suave y el sol está oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes, y en los tres pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las ventanas. Algunos hombres se afeitan frente a los espejos en las mesas de las cocinas, las mujeres cortan pan para el café, canturreando, y los niños están sentados en el suelo, abrochándose la blusa. Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día, en el tercer pueblo, un hombre feliz matará a un niño. Todavía el niño está sentado en el suelo y abrocha su camisa, y el hombre que se afeita dice que hoy darán un paseo en bote por el riachuelo, y la mujer canturrea y coloca el pan, recién cortado, en un plato azul. Ninguna sombra atraviesa la cocina y, sin embargo, el hombre que matará al niño está al lado del surtidor rojo de gasolina, en el primer pueblo. Es un hombre feliz que mira por el visor de una máquina de fotos y ve un pequeño coche azul y, a su lado, a una muchacha que ríe. Mientras la muchacha ríe y el hombre toma la hermosa fotografía, el vendedor de gasolina ajusta la tapa del depósito y les asegura que tendrán un bonito día. La muchacha se sienta en el coche y el hombre que matará al niño saca su billetera del bolsillo y comenta que viajarán hasta el mar, y en el mar pedirán prestado un bote y remarán lejos, muy lejos. A través de los vidrios bajados, la muchacha, en el asiento delantero, oye lo que él dice; cierra los ojos, ve el mar y al hombre junto a sí en el bote. No es ningún hombre malo, es alegre y feliz, y antes de entrar en el automóvil se detiene un instante frente al radiador que centellea al sol, y goza del brillo y del olor a gasolina y a ciruelo silvestre. No cae ninguna sombra sobre el coche y el refulgente parachoques no tiene ninguna abolladura y no está rojo de sangre.

Pero, al mismo tiempo que en el primer pueblo el hombre cierra la puerta izquierda del coche y tira del botón de arranque, en el tercer pueblo la mujer abre su alacena, en la cocina, y no encuentra el azúcar. El niño, que se ha abrochado la camisa y que se ha atado los cordones de los zapatos, está de rodillas en el sofá y contempla el riachuelo que serpentea entre los alisos, y el negro bote que está medio varado sobre la hierba. El hombre que perderá a su hijo está recién afeitado y, en ese momento, pliega el soporte del espejo. En la mesa, las tazas de café, el pan, la leche y las moscas. Sólo falta el azúcar, y la madre ordena a su hijo que corra a casa de los Larsson y pida prestados algunos terrones. Y mientras el niño abre la puerta, el padre le grita que se dé prisa, porque el bote espera en la ribera. Remarán hasta tan lejos como nunca antes remaron. Cuando el niño corre a través del jardín, en todo momento piensa en el riachuelo y en los peces que saltan, y nadie le susurra que sólo le quedan ocho minutos de vida y que el bote permanecerá allí en donde está, todo el día y muchos otros días. No está lejos la casa de los Larsson: únicamente cruzar el camino, y mientras el niño corre atravesándolo, el pequeño coche azul entra en el otro pueblo. Es un pueblo pequeño con pequeñas casas rojas, con gente que acaba de despertar, que está en la cocina con las tazas de café levantadas y observan al coche venir por el otro lado del seto con grandes nubes de polvo detrás de sí. Va muy rápido, y el hombre ve cómo los álamos y los postes de telégrafo, recién alquitranados, pasan como sombras grises. Sopla el verano por la ventanilla. Salen velozmente del pueblo. El coche se mantiene seguro en medio del camino. Están solos todavía. Es placentero viajar completamente solos por un liso y ancho camino, y a campo abierto es mucho mejor aún. El hombre es feliz y fuerte, y en el codo derecho siente el cuerpo de su futura mujer. No es ningún hombre malo. Tiene prisa por alcanzar el mar. No sería capaz de matar a una mosca, pero sin embargo, pronto matará a un niño. Mientras avanzan hacía el tercer pueblo, cierra la muchacha otra vez los ojos y juega que no los abrirá hasta que puedan ver el mar, y al compás de los suaves botes del coche, sueña en lo terso que estará.

¿Por qué la vida está construida con tanta crueldad, que un minuto antes de que un hombre feliz mate a un niño, todavía es feliz y un minuto antes de que una mujer grite de horror, puede cerrar los ojos y soñar con el ancho mar, y durante el último minuto de la vida de un niño pueden sus padres estar sentados en una cocina y esperar el azúcar y hablar sobre los dientes blancos de su hijo y sobre un paseo en bote, y el niño mismo puede cerrar una verja y empezar a atravesar un camino con algunos terrones en la mano derecha envueltos en papel blanco; y durante este último minuto no ver otra cosa que un largo y brillante riachuelo con grandes peces y un ancho bote con callados remos?

Después, todo es demasiado tarde. Después, hay un coche azul cruzado en el camino, y una mujer que grita, retira la mano de la boca y la mano sangra. Después, un hombre abre la puerta de un coche y trata de mantenerse en pie, aunque tiene un abismo de terror dentro de sí. Después hay algunos terrones de azúcar blanca desparramados absurdamente entre la sangre y la arenilla, y un niño yace inmóvil boca abajo, con la cara duramente apretada contra el camino. Después, llegan dos lívidas personas que todavía no han podido beberse el café, que salen corriendo desde la verja y ven en el camino un espectáculo que jamás olvidarán.

Porque no es verdad que el tiempo cure todas las heridas. El tiempo no cura la herida de un niño muerto y cura muy mal el dolor de una madre que olvidó comprar azúcar y mandó a su hijo a través del camino para pedirla prestada; e, igualmente, cura muy mal la congoja del hombre feliz, que lo mató..

Porque el que ha matado a un niño, no va al mar. El que ha matado a un niño vuelve lentamente a casa en medio del silencio, y junto a sí lleva una mujer muda con la mano vendada; y en todos los pueblos por los que pasan ven que no hay ni una sola persona alegre. Todas las sombras son más oscuras, y cuando se separan todavía es en silencio; y el hombre que ha matado a un niño sabe que este silencio es su enemigo, y que va a necesitar años de su vida para vencerlo, gritando que no fue culpa suya. Pero sabe que esto es mentira, y en los sueños de muchas noches deseará en cambio tener un solo minuto de su vida pasada para “hacer este solo minuto diferente”.

Pero tan cruel es la vida para el que ha matado a un niño, que después todo es demasiado tarde.

 

“Att döda ett barn” (1948)

(Versión revisada)

[Dagerman escribió este extraordinario cuento a petición de la Asociación Nacional de Seguridad Vial de Suecia, con la finalidad de disminuir la velocidad del tráfico y evitar los accidentes. Está incluido en dos colecciones póstumas: Vårt behov av tröst (1955 –Nuestra necesidad de consuelo) y Dikter, noveller, prosafragment (1981 –Poemas, novelas y fragmentos de prosa)

Agradezco a Catharina Skoog, agregada cultural de la Embajada de Suecia en España, la información que amablemente me ha proporcionado].

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