Cuento breve recomendado: «La muerte del delfín», de Alphonse Daudet

Alfonse Daudet (1840-1897). Fuente de la imagen

 

 

«Esta mañana, al abrir la puerta, había alrededor de mi molino una gran alfombra de escarcha. La hierba brillaba y crujía como cristal; toda la colina tiritaba… Por un día mi querida Provenza se había disfrazado de un país del Norte; y entre los pinos con los flecos de la helada, y las matas de lavanda transformadas en ramos de cristal, he escrito estas dos baladas de fantasía un poco germánica [la primera es el cuento seleccionado]; mientras la helada me enviaba sus blancas chispas y allá arriba, en el claro cielo grandes triángulos de cigüeñas venidas del país de Enrique Heine descendían hacia la Camargue gritando: » hace frío… frío… frío.»»

Alfonse Daudet, preámbulo a las Baladas en prosa.

 

LA MUERTE DEL DELFÍN

(cuento)

Alphonse Daudet (Francia, 1840-1897)

El pequeño Delfín está enfermo, el pequeño Delfín se muere… En todas las iglesias del reino, el Santísimo Sacramento permanece expuesto día y noche y grandes cirios arden por la curación del hijo del rey. Los caminos de la vieja residencia están tristes y silenciosos, ya no suenan las campanas, los coches van al paso… En las cercanías del palacio, los vecinos miran con curiosidad, a través de las verjas, a los suizos de panzas doradas que departen con petulancia en los patios.
Todo el castillo está en danza… Chambelanes, mayordomos suben y bajan corriendo las escaleras de mármol… Las galerías están abarrotadas de pajes y de cortesanos vestidos con ropajes de seda que van de un grupo a otro demandando noticias en voz baja. En las amplias escalinatas, las damas de honor, afligidas, se hacen grandes reverencias y se enjugan los ojos con lindos pañuelos bordados.
En L’Orangerie hay una nutrida asamblea de médicos togados. A través de las vidrieras, se les ve agitar sus largas mangas negras e inclinar doctoralmente sus pelucas rematadas en coleta de picaporte… El preceptor y el escudero del pequeño Delfín se pasean ante la puerta, esperando las decisiones de la Facultad. Unos pinches de cocina pasan junto a ellos sin saludarlos. El señor escudero blasfema como un pagano, el señor preceptor recita versos de Horacio… Y, mientras tanto, allá abajo, del lado de las caballerizas, se oye un largo relincho quejumbroso. Es el alazán del joven Delfín, al que los palafreneros han olvidado y que llama con tristeza ante su pesebre vacío.
¿Y el rey? ¿En dónde está Su Majestad el Rey?… El rey se ha encerrado, solo en una habitación, en la otra punta del castillo…A los soberanos no les gusta que los vean llorar… En cuanto a la reina, es muy diferente… Sentada a la cabecera del pequeño Delfín, su bello rostro está bañado en lágrimas y solloza en voz alta delante de todos, como haría una tendera.
En su camita de encajes, el pequeño Delfín, más blanco que los almohadones sobre los que se recuesta, descansa con los ojos cerrados. Parece dormir, pero no. El pequeño Delfín no duerme… Se vuelve hacia su madre y, al verla llorar, le dice:
-Mi señora, ¿por qué lloráis? ¿Creéis de verdad que voy a morirme?
La reina quiere responder. Los sollozos le impiden hablar.
-No lloréis más, mi señora; olvidáis que soy el Delfín, y que los Delfines no pueden morirse así como así…
La reina solloza todavía más fuerte y el pequeño Delfín comienza a asustarse.
-¡Eh, atención! -dice-, no quiero que la muerte venga a buscarme, yo sabré cómo impedirle que llegue hasta aquí… Que hagan venir en seguida a cuarenta lansquenetes muy fuertes para montar guardia en torno a mi cama… ¡Que cien grandes cañones vigilen día y noche con la mecha encendida bajo mis ventanas! Y ¡ay de la Muerte si se atreve a acercarse a mí!…
Para complacer al niño, la reina hace una señal.
Al instante se oyen rodar grandes cañones por el patio; y cuarenta corpulentos lansquenetes, partesana en mano, acuden a formar alrededor de la cámara. Son unos viejos soldadotes de bigotes grises. Al verlos, el pequeño Delfín palmotea. Ha reconocido a uno y le llama:
-¡Lorrain! ¡Lorrain!
El soldadote da un paso hacia la cama:
-Te tengo cariño, mi viejo Lorrain… A ver, enséñame tu gran sable… Si la muerte quiere llevarme, habrá que matarla, ¿verdad?…
Lorrain contesta:
-Sí, monseñor.
Y dos gruesas lágrimas corren por sus curtidas mejillas.
En este momento, el capellán se acerca al pequeño Del­fín y le habla largo rato en voz baja, mostrándole un crucifijo. El pequeño Delfín le escucha muy sorprendido y, luego, de repente, le interrumpe:
-Comprendo muy bien lo que me dice, señor capellán; pero, en fin, ¿no podría morir en mi lugar mi amiguito Beppo, si se le da mucho dinero?…
El capellán sigue hablándole en voz baja y el pequeño Delfín se asombra cada vez más. Cuando termina el sacerdote, el pequeño Delfín responde, con un gran suspiro:
-Todo lo que acaba de decirme, señor cura, es muy triste; pero algo me consuela y es que, allá arriba, en el paraíso de las estrellas, seguiré siendo el Delfín… Sé que Dios es mi primo y no dejará de tratarme según mi rango.
Luego, volviéndose hacia su madre, añade:
-¡Que me traigan mis mejores trajes, mi jubón de armi­ño blanco y mis escarpines de terciopelo! Quiero ponerme elegante para los ángeles y entrar en el paraíso vestido de Delfín.
Por tercera vez, el capellán se inclina hacia el pequeño Delfín y le habla largamente en voz baja… En medio de su discurso, el niño le interrumpe colérico:
-¡Pero, entonces -exclama-, ser Delfín no sirve de nada!
Y, sin querer oír más, el pequeño Delfín, volviéndose hacia la pared, llora amargamente.
 
La mort du Dauphin.
Les Lettres de mon moulin. «Ballades en prose« (1869), trad. Anne-Claire Girod

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