Cuento de Enrique Calicó: El espejo roto

Cuento de Enrique Calicó
La muchacha durmiente, de Balthus (1943). Fuente de la imagen

EL ESPEJO ROTO

(cuento)

Enrique Calicó

Érase una vez una chiquilla muy hermosa, linda, preciosa. Se levantaba temprano para ocuparse escrupulosamente de su higiene. Cortaba un poco de leña para hacer lumbre y tostar el pan de buena mañana. Después se miraba al espejo, el único espejo en aquella modesta casa, se peinaba y se arreglaba para estar decente ante de los demás.

Tenía un hermano gandul y envidioso. Nadie le daba crédito a ese muchacho mientras todos los elogios eran para la muchacha, que con su sonrisa conquistaba a la concurrencia que se podía contar con los dedos de la mano:  el vaquero que cada mañana les llevaba la leche recién ordeñada, el panadero, el tendero de las verduras y frutas, el carnicero y unos pocos más del vecindario de aquel pueblo que hoy llamaríamos rural.

Sus padres se levantaban más temprano todavía para ir al campo a trabajar, y ya no los verían hasta media tarde cuando el sol cansado de andar todo el día se prepara para acostarse. Ella, Menchu, y su hermano, Toño, tenían que estar a las nueve de la mañana en la pequeña escuela del pueblo, algo alejada de su casa. Inútiles eran los esfuerzos de Menchu para que Toño fuera puntual.

Menchu, tan pronto el vaquero les llevaba la leche, la ponía a hervir, cuidándose bien que no se derramara en el momento de ebullición. Y esperaba para recoger la nata que después flotaba, pues sabía que a su hermano le gustaba mucho en una rebanada de pan tostado con un poco de azúcar. Pero su hermano, acostumbrado a las atenciones de su hermana, no se daba cuenta del cariño y del amor con que le cuidaba. Seguía siendo huraño y protestón, mal educado a pesar de los esfuerzos de la señorita de la escuela que se daba cuenta de todo ello y le sermoneaba, podríamos pensar, en balde.

También podríamos pensar que a pesar de que le entraba por una oreja y le salía por la otra, algo podía quedar dentro de aquella loca cabecita.

Así pasaban los días cuando antes de empezar las vacaciones navideñas, Menchu enfermó. Intentó levantarse, pero los temblores de fiebre la convencieron de que volviera a la cama. Aquel día Toño se quedó sin su desayuno acostumbrado. Al punto de levantarse gruñendo y malhumorado como de costumbre, ya notó a faltar el agradable olor a pan tostado. Empezó a protestar y a buscar a su hermana. Al fin la encontró en cama y empezó a decirle barbaridades. Ella, que apenas podía hablar, le cogió la mano y se la besó. Toño quedó horrorizado al sentir que los labios de su hermana quemaban como un tizón. Y se echó para atrás, más por inesperado que por miedo a un contagio, pues no tenía ni idea de que era lo que le pasaba a su hermana. Desayunó como supo y marchó corriendo a la escuela a contárselos a la señorita.

Al regresar los padres a media tarde se encontraron a Menchu muy enferma. Fueron corriendo a buscar al médico. Éste le dio algo para bajar la fiebre y les dijo que tenía que hacer reposo absoluto, que guardara cama, y que volvería al día siguiente a verla. Le recetó un medicamento y se marchó.

Al día siguiente, la madre no fue al campo a pesar del mucho trabajo que tenían, pues eran días de recoger las berzas frescas para mandarlas al mercado central con vistas a las Navidades. Toño empezó a protestar y a pedir que su madre le preparara el desayuno tal como se lo hacía Menchu. Pero la madre no estaba para esas exquisiteces y aprovechaba el tiempo, ya que se quedaba en casa, para los trabajos domésticos y rurales de alrededor de la casa.

Otro día que Toño se fue a la escuela sin su exquisito desayuno. Esto ocurrió un día y otro, y fue pasando una semana. Toño se empezaba a ponerse nervioso y como se veía impotente, cada día iba a ver a su hermana para preguntarle cuando se levantaría. La muchacha le cogía de la mano y le daba un beso: “Dice el doctor que pronto”.

Aquel beso de su hermana le quemaba más por dentro que en la mano, y poco a poco se dio cuenta de todo lo que su hermana había estado haciendo por él ahora que lo encontraba a faltar. Pero tenía su orgullo que le podía y no se inclinaba a darle un beso en la frente y decirle alguna palabra agradable aunque fuera un simple “gracias” mal dicho.

Se acercaba el día de Navidad. Menchu, que seguía en cama, no mejoraba. El médico se excusaba como podía y decía un día y otro también, “mañana mejorará”. Pero ese mañana no llegaba. En un rincón de la casa Menchu había preparado el Belén, pero ahora le pedía a su madre que se lo trajera a su habitación y lo pusiera donde desde la cama lo pudiera ver.

La madre hizo lo que Menchu le había pedido, y al hacer el traslado vio que debajo de la paja de la cunita del Niño Dios había un trocito de papel allí escondido. Lo cogió, lo desdobló y leyó: “Niño Jesús, pídeme lo que quieras, lo haré con gusto, para que mi hermano cambie y sea un chico cariñoso y bueno”.

La madre calló, se le cayeron un par de lágrimas, se las secó para que Menchu no se diera cuenta, volvió a poner el papel escondido entre las pajitas del pesebre, y se lo llevó a su cuarto. Menchu le dio un beso a su madre: “Gracias, mamá. Siento muchísimo que por mi culpa tengas que estar aquí con todo el trabajo que tenéis estos días –se calla por un momento antes de pro seguir—. Qué bien, desde aquí puedo ver al Niño Jesús”. La mamá le da un beso en la frente y calla. Y sale corriendo pues no puede frenar un par de lágrimas que quieren deslizarse por sus mejillas.

Cuando llega Toño de la escuela, entra a ver a su hermana y pregunta por enésima vez si ya se levantará. La encuentra con un rosario en las manos rezando de cara al Niño Jesús en el pesebre. Calla y sale. Espera un rato y vuelve a entrar: “¿Cómo estás hoy?”. Ha cambiado el tono de voz, ya no suena a egoísta y protestón.

La Navidad está por llegar, es Nochebuena. Menchu sigue en cama. Fuera hace frío, todos se reúnen alrededor de la cama de Menchu. Parece que está peor. La mamá ha organizado la cena en su cuarto. En un rincón el pesebre, Toño se mira a su hermana y al pesebre. No entiende nada. Por fin se da cuenta de la gravedad de su hermana, mira al Niño Jesús y de repente sin darse cuenta que están todos delante, sus padres y Menchu, cae de rodillas y exclama: “Niño Jesús, no te la lleves, ella es muy buena, el malo soy yo, pero si no te la llevas y se cura, te prometo que de hoy en adelante voy a cambiar”.

Al día siguiente Menchu ya no tenía fiebre. Y su hermano la abrazó: “Gracias por todo lo que has hecho por mí, a partir de ahora cuenta conmigo, te ayudaré en todo” y añade “FELIZ NAVIDAD, MENCHU”.

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