Cuento breve recomendado: «Cruces», de George Saunders

George Saunders., cuento
George Saunders. Fuente de la imagen

 

Diez de diciembre, [Barcelona Alfabia, 2013], el conjunto de relatos de Saunders, un libro celebrado por todo lo alto en su país, retrata desde dentro una parte de la sociedad americana, a caballo entre la ruralidad y la sofisticación técnica, despliega a veces desde la primera persona, otras desde la tercera, un concierto de voces que van integrándose en el discurso de las más variadas formas, para contarnos pequeños y grandes hechos puntuales (un sentimiento de pudor, un descalabro emocional, el rescate de un niño en el hielo), interiores en su mayor parte pero también externos, públicos, centrados justamente en las relaciones de unos personajes que son puestos directamente en la escena del discurso, en un juego sin fin de figuras retóricas, de encabalgamientos, de metonimias increíblemente bien recuperadas por el traductor.

Álvaro de la Rica

***

 

CRUCES

(cuento)

George Saunders (Estados Unidos, 1958)

Todos los años, después de la cena de Acción de Gracias, mi padre sacaba el disfraz de Santa Claus y lo arrastraba hasta una suerte de cruz metálica que había levantado en el jardín. Nosotros formábamos una piña detrás de él y le seguíamos hasta que colocaba allí el disfraz. Durante la semana previa a la Super Bowl, la cruz lucía un jersey y el casco de Rod, y si este quería coger el casco, primero tenía que pedirle permiso a mi padre. El cuatro de julio, la cruz se convertía en el Tío Sam; el Día de los Veteranos, era un soldado; y en Halloween, un fantasma. Aquella cruz era la única concesión de mi padre a las fiestas. Por lo demás, no nos permitía sacar de la caja más de un lápiz de cera a la vez; una Nochebuena le gritó a Kimmie por desperdiciar un trozo de manzana; cada vez que nos poníamos kétchup, lo teníamos a él encima diciendo «Vale, vale, ya basta»; y en las fiestas de cumpleaños había magdalenas en lugar de helado. La primera vez que llevé allí a una cita, la chica me preguntó: «¿Qué es lo que pasa con tu padre y ese poste?», y lo único que pude hacer fue quedarme sentado pestañeando tontamente.

Con el tiempo, Kimmie, Rod y yo nos marchamos, nos casamos, tuvimos hijos y vimos florecer también en nosotros una semilla de mezquindad. Mientras tanto, mi padre empezó a vestir la cruz de forma cada vez más compleja y siguiendo una lógica apenas perceptible. El Día de la Marmota le puso una especie de abrigo de piel y colocó un foco para asegurar la sombra. Después de un terremoto que sacudió Chile, la tumbó y pintó una grieta en el suelo con un aerosol. Cuando mi madre murió, disfrazó a la cruz de Muerte y colgó del travesaño fotos de ella cuando era un bebé. Siempre que pasábamos por allí, encontrábamos amuletos extraños de su juventud dispuestos en torno a la base del poste: medallas del ejército, entradas de teatro, sudaderas viejas o tubos de maquillaje de mi madre.

Un otoño pintó la cruz de amarillo, la cubrió de algodón para proporcionarle abrigo ese invierno y le aseguró descendencia cruzando seis palos de madera y clavándolos a martillazos en diversos puntos del jardín. Tendió cuerdas entre la cruz grande y las tres pequeñas y pegó en ellas, utilizando cinta adhesiva, fichas de archivo en las que pedía disculpas, admitía errores y rogaba comprensión, todo con una caligrafía frenética. Colgó de la cruz metálica un rótulo en el que había escrito AMOR, hizo otro en el que escribió ¿ME PERDONAS?, y murió en el vestíbulo con la radio encendida. Poco después le vendimos la casa a una pareja joven que arrancó todo aquello y lo dejó en la calle el día de recogida de basura.

“Sticks”, Harper’s, noviembre de 1995

Tenth of December, New York, Random House, 2013

Traducido por Daniel Weller

 Fuente del texto: Un pickwickiano en Blandings

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