
Fernando Clemot, autor de libros como como Safaris inolvidables (Menoscuarto, 2013), nos recomienda el cuento «Braceros, oficiales de primera y amas de casa», de Juan Carlos Márquez. El cuento forma parte del libro Oficios, publicado por Castalia en 2008.
BRACEROS, OFICIALES DE PRIMERA Y AMAS DE CASA
(cuento)
Juan Carlos Márquez
En la cocina, oculto bajo la mesa camilla, tuvimos muchos años un bracero. El pobrecito estaba tan flaco que apenas irradiaba calor, pero le hacía a mi madre mucha compañía: “Habrá que ir pensando en azufrar las vides”, decía, es un suponer, mientras mi madre cortaba una cebolla en juliana, y, un minuto después, alertado quizá por el sonido hipnótico del agua corriendo sobre el filo del cuchillo, asomaba un momento la cabeza bajo el faldón del hule y voceaba no se qué sobre una acequia o algo de un pozo.
Sólo salía el bracero de debajo de la mesa para hacer sus necesidades, lavarse (lo justo) o rasurarse cada seis o siete días la barba cana y viscosa, que vista en la distancia se parecía a la costra que recubre la superficie de un guiso frío. El resto de las horas, de los días, permanecía allí debajo, encogido como un feto en un frasco de formol, salvo cuando, con el propósito de desentumecerse o de echar un sueñecito, estiraba las piernas más allá de los límites de la mesa. Entonces, la imagen resultante (de voluntario aserrado por un mago o de cadáver incívico que persigue provocar algún que otro traspié) nos daba a mi madre y a mí un poco de respeto o de miedo o de cómo coño se llame eso que lo tiene un rato a uno como acorchado, hueco, casi sin latido en la sien.
Los domingos, después de la comida, mi padre solía meterse debajo de la mesa con él, y los dos fumaban a medias un cigarro habano. Y también tosían, tosían mucho bajo el hule de flores mientras mamá y yo mirábamos la tele de blanco y negro. Tosían con esa tos de mierda que lo sacude a uno y lo tensa y lo desata y al final lo va resquebrajando poco a poco por dentro. Tosían como solo tosen en los hospitales de las periferias las tísicas, esas mujeres tristes de pelo corto y lacio que de puro pálidas parecen transparentes, esas que andan siempre desnudas, con los ojos en sangre, aunque lleven puesto un abrigo de paño y una bufanda.
Tal vez fueran uña y carne mi padre y el bracero y quizá fuera por eso que, dentro del maletero del ochocientos cincuenta amarillo, entre bolsas de ropa, palas y tumbonas, nos acompañara a la playa todos los veranos y, enroscado como un galgo, ocupara el espacio vacío bajo la mesa de la terraza del apartamento; bajo aquella mesa tosca, blanca y redonda con el cutis de plástico que miraba los edificios rojos que miraban los edificios rojos que miraban los edificios rojos que miraban la línea azul del mar.
Más de una tormenta vivió el bracero en aquella terraza bajo la mesa pringada de goterones de lluvia. Lo recuerdo a veces, pocas (para qué nos vamos a engañar), hecho un ovillo dentro del plástico que mamá usaba para proteger la ropa tendida, en su temblorosa levedad, con los ojos fijos en los rayos que rasgaban el cielo ennegrecido. A veces, pocas (para qué nos vamos a engañar), mi padre metía un brazo bajo la mesa y le tendía un corte de helado de chocolate y vainilla o un porrón de cerveza; y el hombre, con las palmas de las manos contra los oídos para amortiguar los truenos, esbozaba antes de aceptarlos la sonrisa más agradecida que haya esbozado jamás un bracero frente a los edificios rojos que miran los edificios rojos que miran los edificios rojos que miran la línea azul del mar.
El bracero permaneció con nosotros hasta que a mi padre le hicieron oficial de primera, mucho después de que a mamá le salieran llagas en los ojos de cortar cebolla en juliana y a resultas de eso se quedara ciega. Me vuelvo, dijo desperezándose una tarde de abril, y echó a andar despacio hacia la puerta con la cara recién afeitada y un azadón al hombro. Mi padre y yo nos lo quedamos mirando (mi madre no, claro) y, antes de que terminara de cruzar el umbral, nos fundimos los tres en un abrazo. Olía el pobre a tiempo perdido, a elipse de pelusa bajo un ropero. Gracias por todo, añadió, y le estrechó a mi padre con fuerza un antebrazo y se puso de puntillas para darme un beso.
Tuvimos luego otros braceros, la mayoría anónimos y algunos con nombre. Rara era entonces la familia que no tuviera al menos uno. El último se llamaba Antoine y se alimentaba sólo de caracoles, de la hilera de gasterópodos que escalaba cada domingo después de misa de once la columna vertebral de mi madre ciega. El estado natural de Antoine era la modorra, un sopor de puchero a fuego lento, pero un puñetazo de mi padre sobre la mesa camilla bastaba para que, con gran afectación, se arrancara a recitar de memoria a Baudelaire.
Con el correr del tiempo los braceros cayeron en desuso (sobre todo porque calentaban más bien poco) y, con las nuevas modas, se convirtió en habitual esconder bajo la cama un anacoreta con su barba luenga, rijosa y cana o, si la familia era muy pudiente, la cara risueña de una modistilla bajo la tulipa de una lámpara de pie.
Hablo, por supuesto, de los tiempos remotos de las trashumancias de polillas, cuando a los pastores les brotaban alas de Ícaro y llevaban, a modo de abalorio, un pararrayos colgado del cuello. Y lo hago además con esa nostalgia opiácea de hijo de triunfadores. Hablo y a veces, pocas (para qué nos vamos a engañar), recuerdo. Me encorvo, pongo una mano sobre mi frente a modo de visera y oteo el confín de asfalto, semáforos y hombres. Y a veces, pocas (para qué nos vamos a engañar), hasta se me pinta en la cara una tristeza grande y dorada como un membrillo.
Juan Carlos Márquez, Oficios, Castalia, 2008
Juan Carlos Márquez nos recomienda el cuento “Rock Springs”, de Richard Ford.