Entrevista a Miguel Bravo Vadillo

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Miguel Bravo Vadillo. Imagen cedida por el autor

Por otra parte, la poesía nunca es un medio para nada. Eso sería rebajarla. Y no porque la poesía sea el fin al que tiende el poeta (que lo es), sino porque es, a su vez, el origen de todo lo existente, algo así como el alma de la realidad. La poesía nada tiene que ver con el lenguaje, ese error proviene del hecho de creer que la poesía es un género literario. Y no es así. El lenguaje es sólo una herramienta más, quizá la más eficaz, para acercarnos a la poesía (para indagar en los misterios de lo real).

M.B.V.

LAS ENTREVISTAS DE NARRATIVA BREVE

Miguel Bravo Vadillo

Destellos (Vitruvio, 2013)  

Miguel Bravo Vadillo (Badajoz, 1971) se prodiga en diversos campos de la escritura: poemas, cuentos, microrrelatos, reseñas cinematográficas y literarias… Algunos de sus poemas y cuentos han sido publicados en la colección El vuelo de la palabra, que edita el Ayuntamiento de Badajoz. Fue uno de los autores seleccionados para la 4ª entrega de 3X3 Colección de poesía, que dirige Antonio Gómez y publica la Editora Regional de Extremadura, y es colaborador habitual de blogs como Grandes Libros y Narrativa Breve.

Hoy obviamos su condición de narrador y crítico para centrarnos en su faceta de poeta. Charlamos con él sobre su poemario Destellos, publicado recientemente por la editorial madrileña Vitruvio, en la colección Baños del Carmen.

 

 

BLOQUE DE PIEDRA

La supresión será la perfección absoluta

De la forma, no el descuido.

Juan Ramón Jiménez

Como en el mármol,

lograr el poema

es cuestión de trabajo escultórico:

quitar es siempre añadir

luz

a lo que queda.

Francisco Rodríguez Criado: Me gustaría empezar por el poema que acabamos de leer, “Bloque de piedra”, que parece una declaración de intenciones. A la hora de concebir un poema, ¿cuál es el proceso para conseguir ese bloque de piedra, y qué proceso sigues luego para despojarlo de lo superfluo en un intento de conseguir esa perfección absoluta de la que habla Juan Ramón Jiménez? 

Miguel Bravo Vadillo: Bueno, no sé hasta qué punto será una declaración de intenciones; pero si lo parece es porque, en rigor, Bloque de piedra no es un poema, sino un metapoema. El tema del poema (del verdadero poema), como ya dijera Wallace Stevens, es la poesía. El tema de un metapoema es el proceso de formación del poema. De hecho, luego me preguntas por ese proceso.

  Contestando a la primera parte de tu pregunta debo decir que, en sentido formal, el bloque de piedra es la página en blanco, o mejor dicho, en negro; porque el poema original constaba de dos partes: la primera consistía en una mancha rectangular y completamente negra sobre el papel, la segunda era el texto tal y como ahora lo conocemos. No hay que seguir ningún proceso para conseguir ese bloque de piedra, es algo que ya nos viene dado: el bloque de piedra es la materia prima, pero una materia puramente simbólica. Para el poeta esa “materia” es la realidad (inexplicable y secreta, oscura). Despojar a la realidad de lo superfluo es acceder a lo esencial, es clarificar. El proceso cognoscitivo –porque, como decía José Ángel Valente, la “poesía (yo diría aquí el poema) es un medio de conocimiento de la realidad”– es intuitivo y, a la vez, complejo (en tanto que no existe una realidad puramente objetiva, al menos no para quien la contempla) y va unido a un proceso formal en el que no faltarán tentativas y correcciones. “Todo momento creador es en principio un sondeo en lo oscuro –escribe el gran poeta orensano–, y el único medio que el poeta tiene para sondear ese material informe es el lenguaje”. Pero tal y como yo entiendo ese proceso de “dar forma”, y del que participa todo arte, no es un proceso de invención, o de creación, sino de descubrimiento.

  Hay que ir eliminando trocitos de tinta de esa mancha negra hasta que las palabras van tomando forma (del mismo modo la figura escultórica ya está dentro del bloque de mármol que trabaja el escultor, para que aparezca sólo hay que quitar lo que le sobra). Despojar de lo superfluo es, por tanto, descubrir y clarificar. “Con las manos –nos dice otra vez Valente, quizá el mejor pensador en torno a la palabra poética– se forman las palabras que no podíamos decir”. Que a nadie le quepa la menor duda de que acceder al poema requiere un proceso minucioso de modelación, por eso no son infrecuentes las correcciones. Cuanto menos palabras más claridad, y más luz. Lo realmente difícil es encontrar las palabras adecuadas, las palabras que, sugiriendo más que diciendo, sean capaces de descubrir al lector un conocimiento nuevo. Aquí el poeta está expuesto siempre al fracaso. “Aun los mejores se equivocan en las palabras cuando éstas han de significar lo más silencioso y casi indecible”, escribía Rilke en Cartas a un joven poeta.

  ¿Qué es lo superfluo? Todo aquello que el poeta no busca y que, además, estorba su búsqueda. ¿Qué busca el poeta? Sólo lo sabe cuando lo encuentra. En este sentido ese “sondeo en lo oscuro” es también un tanteo. En cierto modo, como ya dijera Ada Salas, la labor del poeta es “una labor de desescombro”. Hay que empezar por derruir el edificio de lo que creemos tener aprendido, de lo que se nos ha dado como cierto, y luego edificar sobre un solar completamente limpio un edificio transparente y clarificador; un edificio donde la verdad sea sugerida y no dicha, porque decir es mentir, nombrar es mentir. Se trata de arrinconar la verdad a fuerza de girar en torno a su centro, para lo cual debemos utilizar el lenguaje con tal celo que consigamos que éste ejerza una función implícita más que explícita. En lo implícito está la verdad. La verdad no está en la forma que finalmente adoptan las palabras, no está en las palabras en sí mismas, sino en lo que éstas sugieren. Las palabras no hacen otra cosa que asediar y acorralar la verdad. Por eso la verdad no está en ellas, sino en los espacios en blanco que las palabras dejan. Y es que la poesía es como ese “saber no sabiendo” al que aludía San Juan de la Cruz, y al que es imposible poner palabras. Hay una manera de callar con la que se consiguen decir cosas que ninguna palabra puede decir. Por eso debemos aspirar, en todo caso, a que nuestras palabras sean lo más sencillas posibles.

  Siempre tengo muy presente aquella frase de Miguel de Molinos: “En esta oficina de la nada se fábrica la sencillez”. Hay que llegar a esa nada, y a partir de ahí escribir con palabras sencillas, sin olvidar que todo cuanto digamos también es transitorio y está condenado a desaparecer (como si las palabras fuesen escritas con agua: transparentes y fugaces). De ahí que Poética (uno de los poemas de Destellos, y el que dio origen a todo el libro) sea a su vez una metáfora de la fugacidad de la vida y de todo lo existente. En cierto modo, sólo la nada es eterna. Y, sin embargo, la nada no se soporta a sí misma. Lo no existente busca existir, lo invisible hacerse visible. No me extrañaría nada en absoluto que el Universo surgiera espontáneamente de la nada, que de la nada germinase la realidad de todo lo existente; porque es en la nada donde todo pugna por existir, donde lo inconcebible necesita ser concebido. Del mismo modo es en el silencio donde todo necesita ser dicho. Y esta posible interpretación cosmogónica de la realidad bien podría ser deudora de la célebre paradoja de Valente: “lo indecible busca el decir”. Así, lo no existente necesita y busca existir. Cuando el vacío llega a un punto de máxima concentración, lo que carece de forma adquiere esa forma; y, del mismo modo, cuando el silencio llega a ese mismo punto (ahí donde el silencio se hace más intenso) nace la palabra.

  Por otra parte, uno de los principios esenciales de la llamada creación artística (aunque insisto en que para mí el arte es descubrimiento y no creación, lo que sucede es que cada artista llega a ese descubrimiento por diferentes vías, más o menos originales y también personales) es el de “extrañar” –lo que en narrativa hemos llamado desfamiliarizar”, convertir en extraño– los objetos del mundo cotidiano para dotarlos de un significado nuevo. En el caso del poema, ese objeto que debemos “extrañar” y dotar de un sentido insólito, inesperado, es la propia palabra. Sólo así podremos reforzar su capacidad para emocionarnos, para abrir en nuestro espíritu “un pequeño camino de claridad y asombro” (Ada Salas).

  Yo le he dado muchas vueltas a esos versos de Juan Ramón, es uno de mis poetas favoritos; pero, si los leemos bien, veremos que él no dice que con la supresión hallaremos la perfección absoluta de la forma, sino que la supresión misma es esa perfección. Es decir, lo perfecto es lo que no existe (es difícil no recordar a este respecto el célebre verso de Paul Valéry: “…el Universo/ es un defecto, allí en la pureza/ del No-Ser”). Roberto Juarroz lo diría del siguiente modo: “Lo visible es un adorno de lo invisible”. El poema perfecto, por tanto, es la página en blanco, donde poema y poesía son lo mismo. Lo cual nos llevaría al silencio. En todo poeta hay una tentación de silencio, porque el silencio no puede mentir. De hecho, en otro lugar, el propio Juan Ramón dice lo siguiente: “La sencillez, en la palabra, será aquella perfección tan absoluta en que la palabra no exista”. Y puestos a citar, no olvidemos a nuestro querido Ángel Campos Pámpano: “Las palabras en blanco en lo blanco”. Y, por supuesto, los versos con que se abre ese poema magistral que Valente dedicara a María Zambrano: “Palabra/ hecha de nada”.

  La clave de todas estas reflexiones estriba en que el verdadero poeta no puede mentir. Y si nombrar es mentir, entonces debe crear una nueva forma de decir. Esa manera, ese estilo, es el de la sugerencia, el de la evocación. Porque el poeta, evidentemente, no quiere mentir, pero tampoco desea guardar silencio (“no se trata de hablar, ni tampoco de callar: se trata de abrir algo entre la palabra y el silencio”, escribe Juarroz en uno de sus poemas). De hecho, como ya dijera José Hierro, “se escribe poesía para decir aquello que no puede decirse”. Yo matizaría esta certera afirmación diciendo que se escriben poemas para decir aquello que no puede decirse, y que es la propia poesía; ya que la poesía no podemos escribirla ni leerla, a lo sumo podemos sentirla y, con suerte, evocarla.

  Lo que sí parece claro es que el poeta, después de ese proceso de desaprendizaje, debe adentrarse en un nuevo despertar, en una nueva aurora, para ver el mundo con nueva mirada. Por eso me parecen magníficos esos versos de Valente con los que encabezo uno de mis poemas: “incomprensible y claro/, como el amanecer o el despertar”. No son versos hermosos, sino verdaderos, y eso es lo que los dota de una belleza casi imposible de soportar.

  Tú me preguntas por el proceso que hay que seguir para llegar a la perfección absoluta en el poema, y entiendo que te refieres a la perfección de la palabra escrita y no de la pureza inequívoca del silencio. Pero no podemos hablar de perfección sin ensayar una definición de lo que consideramos perfecto. Pues bien, yo no sé qué es lo perfecto y no creo que nadie lo sepa a poesía cierta. Pero tampoco importa demasiado, ya que, como dijera Borges, “la perfección en poesía no es extraña sino inevitable”. Esto es así porque la poesía es verdad, y la verdad, en cualquier caso, es siempre perfecta.

  Yo creo que para llegar a la poesía –a la verdadera poesía– hay que saber conjugar la mística del silencio con la metafísica de la palabra. El espíritu de la realidad y el espíritu de la palabra deben converger en un solo espíritu: el del poeta. Y para lograr semejante confluencia el poeta se valdrá de la única herramienta que, hasta cierto punto, puede garantizarle el éxito: el lenguaje poético.

F.R.C.: También me resulta estimulante la cita de la filósofa española María Zambrano que encabeza el poemario: “Todo cuanto se diga sobre la realidad será insuficiente, por cuanto la verdad se muestra tan sólo mediante destellos, y únicamente antes o después del lenguaje”. En tu opinión, ¿sería correcto decir que la poesía es un medio de acceder a la verdad a través del lenguaje?

M.B.V.: Sería correcto, hasta cierto punto, si atendemos al significado convencional de la palabra “poesía”. Pero atendiendo al criterio de lo que yo considero que es poesía, debo contestar a esta pregunta con un “no” rotundo. Porque para mí la verdad y la poesía son la misma cosa: la esencia de la realidad, la clave que podría descifrar el misterio que envuelve a todo cuanto existe; salvo por un detalle trascendental: que todo cuanto existe es necesariamente inconcebible y, por tanto, indescifrable. No hay nada que pueda explicar el porqué de la realidad. Los filósofos se equivocan cuando buscan respuestas que son inencontrables por su propia naturaleza, las religiones yerran más aún cuando suponen que Dios es la respuesta (aunque eso que llamamos Dios existiera, antes sería motivo para hacernos nuevas preguntas que respuesta en sí mismo). Los poetas saben que no hay respuestas, porque no hay explicación posible para lo que es, por naturaleza, inconcebible (y la realidad lo es). Incluso el vacío en el que se asienta la realidad es inconcebible. Por eso descubrir una nueva pregunta constituye una vía de conocimiento mucho más interesante que pretender responder a algo que no admite respuesta. De hecho, lo inconcebible no necesita ser explicado (ni siquiera aspira a ello) sino ser concebido. La verdadera aspiración del no-ser es el ser, aunque ello implique, hasta cierto punto, su imperfección.

  Zambrano no hace sino insistir en lo que vengo diciendo: cuanto se “diga” sobre la realidad será insuficiente. Porque la verdad –como ya apunté antes– no puede decirse, sino sugerirse. Y tan sólo mediante destellos, añade la gran pensadora. Pero ¿destellos de qué? Pues destellos de esa Luz Suprema que, al decir de Dante, es la poesía. Y esto sólo puede acontecer antes o después del lenguaje (porque la verdad no está en el lenguaje en sí mismo, sino en el lugar sagrado e intangible que éste circunscribe, un lugar “desnudo de toda imagen”, que diría Valente). Es decir, el poeta (cuando se enfrenta al poema con afán de búsqueda, de conocimiento) puede llegar a intuir esa verdad antes de escribir una sola palabra, y a saberla y a hacerla suya después de haberla acorralado con las palabras del poema, sin que la verdad esté en el poema en sí mismo como cuerpo físico. En palabras de Ada Salas, “el poema no es la llama, sino la cicatriz de la gozosa quemadura de un conocimiento nuevo”. Es decir, el poema (lenguaje, cuerpo) no es el conocimiento, sino la cicatriz que deja en nosotros dicho conocimiento; éste sería la llama que provoca esa cicatriz y, por tanto, no es lenguaje sino espíritu (algo que sólo puede darse antes o después del lenguaje). El lector, por su parte, podrá sentir esa verdad cuando la palabra que ha leído desaparezca y deje en su memoria como un poso de luz, una evocación de lo que ya sabía aunque no se había percatado de ello hasta entonces. Vladimir Holan lo expresó del siguiente modo: “Poesía es lo que queda cuando desaparecen las palabras”.

  Por otra parte, la poesía nunca es un medio para nada. Eso sería rebajarla. Y no porque la poesía sea el fin al que tiende el poeta (que lo es), sino porque es, a su vez, el origen de todo lo existente, algo así como el alma de la realidad. La poesía nada tiene que ver con el lenguaje, ese error proviene del hecho de creer que la poesía es un género literario. Y no es así. El lenguaje es sólo una herramienta más, quizá la más eficaz, para acercarnos a la poesía (para indagar en los misterios de lo real).

  T. S. Eliot decía que la poesía era “una substancia intocable, sin nombre”, y añadía que él existía porque existe la poesía, que ésta era su madre, “la mudez del mundo (continúa el poeta) habla con las palabras de la poesía”. Es un verso brillante porque, precisamente, la poesía nos habla a través de la transparencia, sus palabras son transparentes. Y por esto la propia Ada escribe: “Yo sé que tienes algo que decirme mundo. Voy a limpiarlo todo para que todo sea aún más transparente y pueda oír aquello que murmuras sin esfuerzo y sin miedo”. Yo creo, como Eliot, que la poesía es mi madre, pero también que es la madre de todos, de los poetas y de aquellos que no han escrito jamás un verso; porque, seamos conscientes o no de ello, todos somos animales poéticos.

  Esa frase de Zambrano encabeza mi poemario, pero quisiera también llamar la atención sobre los versos de Rimbaud que lo cierran: “La primera empresa fue, en el sendero ya repleto de frescos y pálidos destellos, una flor que me dijo su nombre”. Pertenecen a su poema Alba, de su libro Iluminaciones. Rimbaud escribió Iluminaciones cuando tenía 19 años, y después de esto –y hasta la fecha de su muerte, con 37 años– jamás volvió a escribir. Pues bien, la clarividencia de este muchacho es simplemente asombrosa. Cómo se puede escribir esta maravilla con tan sólo 19 años de edad es algo que escapa a toda comprensión posible. Estos versos me emocionan hasta el llanto. Si leemos atentamente sus palabras, no nos costará comprender que ese sendero repleto de frescos y pálidos destellos es el camino de la poesía, el camino que nos lleva hacia ella y por el cual podemos percibir esos destellos de auténtica poesía. Pero hay algo mucho más importante, mucho más significativo, en esa visión del poeta: nos dice que la primera empresa en ese camino fue una flor que le dijo su nombre, y no una flor a la que él puso nombre. El matiz es fundamental: ¡Rimbaud ya sabía que no podía nombrar sin mentir! Él no podía saber cuál era el nombre verdadero de esa “flor”; antes bien, en el verdadero sendero de la poesía, era la propia flor la que debía decirle su nombre verdadero. Esto es de una clarividencia casi increíble. Cuando leo algo así me tiembla el cuerpo entero. ¡Y sólo tenía 19 años! Aunque yo viviría mil años jamás podría escribir algo tan bueno como esto. Somos unos privilegiados al haber nacido en un tiempo en que podemos leer a Rimbaud. Después de leer estos versos, uno comprende por qué dejó de escribir siendo tan joven: es evidente que Rimbaud no deseaba mentir, y al caer en la cuenta de esta verdad irrefutable (que no se puede nombrar sin mentir), prefirió guardar silencio y callar para siempre. “Soy dueño del silencio” escribe en ese mismo poemario. Pero incluso en Una temporada en el infierno, cuando ya pedía perdón por haberse alimentado de mentiras, también  “escribía silencios, noches, anotaba lo inexpresable…”

  Hoy, en cambio, el poeta ha hallado otro camino hacia la verdad. Un camino por el que no es necesario decir, y basta con sugerir (debo insistir en ello). Quizá Rimbaud nunca se percató de esa posibilidad (a pesar de su célebre frase “he querido decir lo que esto dice, literalmente y en todos los sentidos”); pero él ya hizo bastante con ser un auténtico visionario, alguien muy adelantado a su tiempo (si es que alguien puede hacer semejante cosa) y que nos dejó marcado para siempre el sendero hacia la verdadera poesía.

  Creo que para cerrar convenientemente tu pregunta, habría que matizar la diferencia entre el lenguaje cotidiano y el lenguaje poético. El primero no es más que una convención, y esto es algo que está más allá de cualquier discusión lingüística o etimológica, es algo que no tiene nada que ver con la evolución de las distintas lenguas; porque un nombre nunca designa cabalmente a la cosa que nombra, no nos da completa información sobre su identidad y naturaleza, y mucho menos es la cosa misma (como pusiera Shakespeare en boca de Julieta, aunque no recuerdo sus palabras exactas, “lo que llamamos rosa no dejaría de ser lo que es, y exhalaría el mismo aroma, aunque tuviese otro nombre”; y de hecho lo tiene en distintos idiomas); antes bien, convenimos en llamar a cierto animal de compañía “perro”, como convenimos en llamar a cierto animal de la sabana “león”. O convenimos en llamarnos a nosotros mismos “seres humanos”. Pero no lo somos, del mismo modo que el león no es un león y el perro no es un perro. Ellos mismos no saben qué son, y viven la mar de tranquilos (el hecho de ignorar la esencia de su verdadera naturaleza no les crea ningún problema de identidad, nada de angustia). Sin embargo, el hombre necesita etiquetarlo todo, así se siente mucho más confiado ante la desconcertante realidad; siente que domina aquello que nombra, que lo posee y controla. No es así, claro; pero le basta con creer que sí. De ahí la diferencia abismal que existe entre ese lenguaje convencional y el lenguaje poético. Aquel tiende a lo práctico, y al emplearlo no nos importa mentir si con ello conseguimos el fin perseguido. Por esa razón, la novela (y, sobre todo, la novela más convencional) también tiene más lectores que los libros de poemas. Lo impreciso, lo indefinido, nos atemoriza. Y el lenguaje poético tiende a la verdad, y ésta es imprecisa (vuelvo sobre la sugerencia). Sin embargo, y por fortuna para nosotros, el lenguaje poético nunca podrá ser utilizado por las máquinas. Por eso es un lenguaje que todos deberíamos hacer el esfuerzo de comprender, e incluso emplear, si queremos mantener nuestra esencia en un mundo cada vez más automatizado y más sostenido en las mentiras y la manipulación.

F.R.C.: En Destellos la palabra juega un papel fundamental, como ocurre también con la luz, que serpentea insistente por todo el libro, a modo de leif motiv.

“Te lanzas/al barro de la palabra/indagando en la humedad sin fondo./ Todo está demasiado oscuro allí./ No hay nada que puedas nombrar”, es el inicio de uno de los poemas (“La búsqueda”). ¿Cómo puede saber un poeta, en el fragor de la batalla, cuando aún se encuentra inmerso en el barro de la palabra, si va a tener posibilidad de hallar la luz?

M.B.V.: No puede saberlo. La luz es un ideal. La luz, y vuelvo a lo dicho anteriormente, es la propia poesía (clara e incomprensible, como el amanecer o el despertar). Y es que la poesía es ese clarísimo y, a la vez, inefable misterio que envuelve todo cuanto existe. La palabra es sólo la herramienta que el poeta utiliza para tratar de dar forma a esos misterios. No para desvelarlos (un misterio nunca puede ser desvelado, no es un enigma), sino para percatarse, para caer en la cuenta, de que están ahí. Por esa razón estos dos términos –palabra y luz– aparecen tanto en mi obra poética: son mi obsesión, mi preocupación constante. Sin embargo, el poeta nunca llegará a ser uno con esa luz suprema, y deberá conformarse con saberse en el sendero ya repleto de frescos y pálidos destellos.

  En cierto modo, esto puede resultar frustrante; y me cuesta mucho apartar de mi memoria lo que pusiera Goethe en boca de Fausto (el mismo Fausto que se preguntaba: “¿Soy yo mismo un destello de Dios?”; un destello de poesía, diría yo), y decía lo siguiente: “Con avidez, el hombre escarba en la tierra buscando un tesoro; y se da por satisfecho si encuentra un gusano”. Y es que el hombre, de un modo u otro, debe aprender a conformarse con menos de aquello a lo que aspira. De lo contrario vivirá atormentado por la angustia y la insatisfacción propias de su naturaleza. De todas formas, yo creo que la omnisciencia debe de ser muy tediosa. Es mejor vivir manteniendo intacto nuestro entusiasmo y nuestras ansias de conocimiento. “Cuando se abren en el alma las puertas del día, hallamos en nuestro propio corazón lo que el mundo nos niega”, dice también el genio alemán. Ese “saber no sabiendo” al que se refería San Juan (y al que aludí anteriormente) es ya suficiente conquista para el poeta.

  Por eso yo tengo una especie de relación ambigua con la palabra. Es mi amiga, pero también mi enemiga. No me sirve para decir, pero sí para sugerir. Con ella no puedo explicar nada, porque la realidad es inexplicable, pero sí puedo expresarlo todo, incluso lo aparentemente inexpresable (se puede llegar a lo inefable a través de un proceso de asedio, de girar en torno a un centro; el centro no queda dicho, pero cuanto lo rodea le da forma y, por tanto, lo sugiere). Y así, a pesar de lo que hemos dado en llamar la “cortedad del decir”, nos conforta el hecho de que la palabra poética esté cargada de sentido.

  John Keats decía que el poeta tiene que aniquilar su identidad para dejar que el universo pase a través de él. Esto es cierto, pero también lo es que, sin que podamos evitarlo de ningún modo, nuestro propio lenguaje nos define; porque a través de nuestro lenguaje nos damos, nos expresamos a nosotros mismos. Así, cuando invitamos a alguien a que se exprese con sus propias palabras (“dilo con tus propias palabras”), lo que realmente le estamos diciendo es “dite a ti mismo”. Y es que el lenguaje que emplea cada persona nos informa de la naturaleza de su espíritu. El lenguaje de un poeta (eso que hemos dado en llamar lenguaje poético) equivale, por tanto, al propio poeta. Hasta tal punto esto es así que cuando decimos “estoy leyendo a Cernuda” expresamos una verdad que supera el ámbito de la mera metonimia porque, en realidad, al leer sus palabras estamos leyendo su espíritu.

 

F.R.C.: Leyendo Destellos me detuve a pensar de qué manera la poesía, por su búsqueda de la serena belleza, parece estar tan lejana del modus operandi de estos tiempos tan acelerados, tan prosaicos. ¿Es posible –si acaso fuera pertinente– hacer apología del quehacer poético en este siglo de la tecnología, marcado por la inmediatez y la renuncia a la indagación personal?

M.B.V.: En primer lugar me gustaría hacer una pequeña aclaración: la poesía no busca nada, ni siquiera la serena belleza. Es el poeta quien busca la poesía (ésta es un fin en sí misma), pero tampoco el poeta persigue necesariamente la belleza. La belleza es sólo una cualidad, y la poesía carece de cualidades como de cualquier cosa que pueda considerarse medible. La poesía es verdad inconmensurable, y es esa verdad la que persigue el poeta. De hecho, en el poema verdadero jamás deberían aparecer las emociones del poeta, ni alegría ni sufrimiento; porque la verdad siempre es neutra. Tampoco la plasticidad, el ritmo, o el estilo definen la esencia del poema. Estos son como el azúcar que se le añade al jarabe para que podamos tomarlo mejor, pero que nada tiene que ver con sus verdaderas cualidades. Yo soy un amante de la belleza, me emociona la belleza, incluso en algún poema mío aparece la palabra “belleza”; pero no es la belleza lo fundamental en el poema.

  Y en cuanto a la pregunta que me haces, pues qué decir… Quizá todas las épocas históricas han estado marcadas por la inmediatez y la renuncia a la indagación personal, todas han sido prosaicas y aceleradas (al menos para quienes vivían ese tiempo como presente). No creo que esto cambie jamás. Y en cuanto a la tecnología…, bueno, el presente siempre es el tiempo más moderno; y aún habrán de venir muchos siglos que harán antiguo a éste…

  En cualquier caso, hacer apología del quehacer poético no sólo es pertinente sino necesario; porque de lo contrario acabaremos dominados por las máquinas, como les ocurría a los tripulantes del Discovery 1 (la nave de 2001: Una odisea del espacio, la película de Stanley Kubrich), que eran controlados por HAL 9000, un computador dotado con inteligencia artificial, esto es, capaz de manejar con destreza el lenguaje convencional (o instrumental) pero no el poético. En cierto modo, es algo que ya está ocurriendo. Todo ello porque no hemos aprendido a vivir en armonía con la naturaleza y a comunicarnos con el lenguaje poético que nos es propio (el lenguaje natural que es propio del espíritu de los animales poéticos que somos en realidad).

  La tecnología no es perniciosa en sí misma. Lo malo es el uso que nosotros podamos hacer de ella de manera individual, y más concretamente el uso que hacen de la misma los grupos de poder (los distintos gobiernos, las confesiones religiosas, las grandes empresas y los dueños del capital financiero); pues estos utilizan la tecnología como herramienta para controlar a los ciudadanos, y también se valen de los medios de comunicación (especialmente de la televisión) para hacer propaganda de sus ideologías e intereses particulares, así como para embaucar, manipular y oprimir al pueblo. Esto se consigue a través del uso de un lenguaje convencional y artificioso con el que no les resulta difícil deformar la realidad. Ya dije antes que a través del lenguaje convencional el hombre pretende dominar aquello que nombra; pero también hay gente que a través de ese lenguaje, utilizado de manera ilegítima, aspira a dominar a los receptores o destinatarios de sus mensajes. Por ejemplo, una sola palabra, si es empleada de manera sistemática y con fines perversos, puede hacer estremecer de miedo a toda la sociedad. Una sociedad atemorizada es una sociedad fácil de controlar y de manipular. Todos los mensajes que aparecen en un telediario están cimentados sobre un lenguaje espurio (así como sobre el poder subliminal de la imagen). Y estos mensajes están encaminados a la conversión de los ciudadanos en una masa con cerebro único y fácilmente manipulable. Así les resultará mucho más hacedero dominar nuestra voluntad para convertirnos en consumidores compulsivos o atentar contra nuestros derechos y libertades sin que ofrezcamos la menor resistencia. En definitiva, una masa que vive y trabaja con la mente puesta en un objetivo que está muy lejos de ser el que nos conviene de manera individual, pero también colectiva (si atendemos a lo que debería ser la sociedad ideal en un estado de derecho). Por tanto, deberíamos aprender a trabajar por y para lo que realmente queremos, no por y para aquello que nos hacen creer que queremos. Y hay que apagar la televisión, hay que hacer enmudecer a HAL 9000 (como hacía el último tripulante de la nave), o seremos nosotros los que acabaremos enmudecidos y esclavizados.

  Pedro Salinas (con quien a menudo discrepo) dijo en cierta ocasión, y muy acertadamente, que las palabras “contienen, inseparables, dos realidades contrarias: la verdad y la mentira, y por eso ofrecen a los hombres lo mismo la ocasión de engañar que la de aclarar, igual la capacidad de confundir y extraviar que la de iluminar y encaminar”. No hay que confiarse, por tanto, ni hay que ser perezosos a la hora de distinguir el verdadero sentido con que son empleadas las palabras.

  Pues bien, mientras que esos grupos de poder aspiran a someter al pueblo (cosa que, lamentablemente, no les resulta difícil de conseguir) utilizando un lenguaje artificial y engañoso (un lenguaje institucionalizado, que diría Valente), el poeta, secundado por el lenguaje poético, aspira a la libertad en todos los órdenes, especialmente en el concerniente al espíritu. Por eso no es de extrañar que, desde Platón (con quien casi nunca estoy de acuerdo), al poeta se le haya considerado enemigo del Estado. Platón llamó a los poetas mentirosos, pero nada más lejos de la realidad. Es más, Homero (en quien pensaba Platón cuando dijo semejante desatino) no era poeta, sino un narrador, un hacedor de ficciones, que escribía en verso; y, en cuanto a Platón, tengo la impresión de que no era más que un ideólogo que pretendía concertar el poder político con el religioso, un aristócrata enemigo del pueblo y de la democracia y que, además, aspiraba a que los filósofos (y él lo era) gobernasen el Estado atribuyéndoles una sabiduría que en la mayoría de los casos estaban muy lejos de poseer (y él mismo es un claro ejemplo de esa pretendida sabiduría). Y aunque es posible que sus palabras, en muchas ocasiones, hayan sido malinterpretadas o utilizadas de manera aberrante para el establecimiento de gobiernos totalitarios o de falsas democracias (como ésta en que vivimos, donde la única misión del ciudadano parece consistir en pagar impuestos sin que se tenga en cuenta para nada su opinión sobre cuestiones políticas y sociales), lo cierto es que La República de Platón deja mucho que desear desde el punto de vista de la justicia social. En cualquier caso, Platón imaginó en La República un “estado ideal”, es decir, ideal según su propio criterio; pero los poetas no ignoran que lo que es ideal para unos puede ser un auténtico infierno para otros. Y esta es una razón más para que Platón (quizá debería decir el autor de las obras de Platón tal y como éstas han llegado a nosotros) excluyera a los poetas de “su república”. Desde entonces ningún otro tirano los ha podido tolerar.

  Pero no toca aquí hablar de Platón. Lo que quiero decir es que la libertad no se la regalan a nadie y, como dijera Goethe, hay que conquistarla todos los días. Y esto incluye la defensa de nuestros derechos (los que nos son inherentes por el simple hecho de haber nacido, y los que la Constitución española nos concede por haberlo hecho en este lugar al que llamamos España). No debemos permitir que nadie pisotee nuestros derechos, ni siquiera con la amenaza de una palabra tan prosaica –y empleada con tanta malevolencia y artificio– como la palabra “crisis”. Quien renuncia a su libertad no la merece, quien renuncia a sus derechos tampoco. Antes bien, debemos denunciar toda transgresión de la libertad y de la justicia; aunque esas transgresiones sean amparadas por las leyes del Estado. Y, como dijera Valente (otra vez él), “la  palabra poética no es sólo una manifestación de lo encubierto sino también denuncia irreprimible de la conciencia falsa”. Esto es, la palabra poética, como reveladora de una verdad esencial, lleva en su propia letra esculpida la denuncia de toda apariencia y de toda impostura.

  Los grupos de poder congelan el lenguaje, repiten el discurso en base a una ideología determinada. El poeta es el que dice otras palabras, el que muestra la realidad que las instituciones se obstinan en ocultar. El poeta habla al espíritu, mientras que el lenguaje institucionalizado busca anular el espíritu del hombre (sus pensamientos, sentimientos y emociones), para convertirlo en un mero consumidor y pagador de impuestos. No debemos, por tanto, subestimar la importancia ni la fuerza del lenguaje poético, que es capaz, incluso, de restituir en nuestro espíritu lo que el lenguaje convencional destruye.

  Incluso la lengua que usamos a diario es tan importante que, al emplearla, nos definimos (como ya dije antes). Y esto es fácil de demostrar, pues si colocamos a varias personas frente al mismo paisaje y les pedimos que nos describan lo que ven, cada una lo hará de manera diferente (con sus propias palabras). Sin embargo, el paisaje sigue siendo el mismo de manera objetiva. ¿Qué significa esto? Muy sencillo: nuestras palabras dicen más de nosotros mismos que de lo que pretendemos definir. Los mensajes televisivos (armados con un lenguaje estratégico y propagandístico) no dicen nada de la verdadera naturaleza de lo real, sino del espíritu perverso y depravado de sus oficiantes y promotores. Esto es, se deforma la realidad a propósito para que quienes ven la televisión acaben adoptando una visión de la realidad completamente desfigurada (notoriamente irreal) que, sin duda, habrá de favorecer a esos grupos que ostentan el poder. Así consiguen crear un mundo artificioso y desnaturalizado a nuestro alrededor, para luego imponer unas determinadas reglas de juego con las que conducirnos por ese mundo. Reglas que nadie debería aceptar cuando están destinadas a someter a quienes las obedecen, porque atentan contra nuestros derechos y libertades. No importa que esas reglas tengan, en ocasiones, carácter de ley; pues es bien sabido que se puede poner nombre de “ley” a lo que es a todas luces injusto. Y a quien no haya aprendido a distinguir todavía entre ley y justicia le conviene leer Antígona, la genial obra de Sófocles.

  Hay quienes creen que el verdadero preso es aquel que se siente preso, y no quien lo está realmente aunque no sea consciente de ello. Pero esto es falso. Quien no sabe que está preso, que es un esclavo, vive una vida ilusoria y ficticia y, lo que es peor aún, una vida de autómata, completamente vacía de sentido y sin más objetivo que una irresistible tendencia al consumo desaforado. Claro está que las clases dirigentes pretenden que el preso no sea consciente de que está preso, porque así es más fácil abusar de él; de ahí que pretendan imponer su autoridad de la manera más sutil posible. Quien lo sabe, al menos puede esforzarse por salir de esa prisión y, desde luego, en su fuero interno, en su espíritu, siempre tendrá la oportunidad de ser libre.

  En definitiva, el lenguaje poético es la herramienta perfecta para indagar en la realidad y en nuestro interior. Es, por tanto, la mejor herramienta del conocimiento. Y conocer es estar informados, lo cual nos permitirá defendernos de la desinformación general con la que nos bombardean a diario, defendernos de la tergiversación de la realidad que hacen los medios a través de la perversión del lenguaje. Es más, sólo en condiciones de auténtica libertad puede darse una verdadera comunicación. Esa libertad debería dárnosla el lenguaje poético, que está llamado a ser vehículo de comprensión mutua para el espíritu de los hombres. Luego defender el quehacer poético es pertinente, es necesario y desde luego posible. Nos va en ello algo más importante que la vida: nuestra propia libertad. Un hombre realmente libre no debería someterse a más imperio que al de su propio espíritu, para lo cual deberá empezar por conocerse a sí mismo. Y, como dijera Eliot al hablar de poesía, al conocerla nos conocemos (más claro no se puede decir). Pero la poesía es la menos indicada para entregar sus dones a los descuidados, así que debemos esforzarnos por acceder a ella. Todo lo que merece la pena nos instará a realizar un gran esfuerzo. Y la poesía merece la pena.

F.R.C.: Y pese a las dudas que yo sembraba con mi anterior pregunta, no faltan personas que buscan en la poesía una vía de expresión de sus emociones e inquietudes. ¿Qué consejo podrías darle a un poeta en ciernes que tiene la pulsión de escribir poemas pero que todavía lo desconoce todo o casi todo sobre el género?

M.B.V.: Hablar de géneros en literatura ya es hacer teoría literaria. No me interesan las teorías, y yo mismo lo desconozco todo sobre los llamados géneros literarios. En ningún momento he considerado que la poesía fuese un género. A mí me interesa la realidad, y considero que la palabra es una herramienta para indagar en ella. Mi interés por la palabra es estrictamente vital. La poesía, por supuesto, está en la realidad, no en la palabra ni en la disposición de las palabras; la poesía es ese “misterio” que todo lo envuelve, está, por tanto, en cada cosa. Pero en la naturaleza aparece de manera cifrada. Según Roberto Juarroz, “para poseer algo es preciso desnudarlo, apoderarse de su centro…”, pero él sabe que no se puede desnudar una rosa, “desvestirla de sus pétalos y retener su fragancia”, porque entonces la rosa desaparece. “Los hombres tenemos siempre las manos vacías –continúa el poeta–. Quizá nuestro ejercicio fundamental consista en aprender a amar y escribir con las manos vacías”. Por tanto debemos “lograr que la palabra adopte el licor olvidado de lo que no es palabra sino expectante mutismo al borde del silencio, en el contorno de la rosa…”. La esencia misma es inalcanzable y hay que aceptarlo así; sin embargo, acertar a perfilar ese contorno mágico de la rosa puede ser suficiente para vislumbrar y discernir su centro embelesador y fragante.

  Me pides que aconseje a los jóvenes poetas. Los consejos, por desgracia, se dan con más facilidad que el apoyo y el estímulo, que son, sin duda, más legítimos y necesarios. Quizá porque aconsejar cuesta menos y es, a su vez, menos comprometido. Yo, desde luego, prefiero ayudar en lo que pueda; aunque quizá no sea fácil hacerlo desde esta tribuna. Lo que sí puedo hacer desde aquí es darles algunas indicaciones que considero convenientes.

  Por ejemplo, a los jóvenes, en general, les recomendaría leer a los autores clásicos y a los humanistas. Nadie debería andar por este mundo sin haber leído a tipos como Séneca, Montaigne o Erasmo (aunque a Séneca, como a otros poetas y pensadores latinos, hay que leerlo con cuidado; ya que los escritos que nos han llegado a través de las “copias” de los monjes amanuenses no son del todo fiables). Lo que quiero decir, en cualquier caso, es que considero más importante leer a los pensadores sobre cuestiones vitales que a los filósofos sistemáticos. Sus ideas siguen teniendo validez universal para afrontar los conflictos de la vida cotidiana, para fortalecernos ante las adversidades. Asombra comprobar la vigencia de sus ideas, su atemporalidad. Son como las leyes de la física newtoniana, siempre nos servirán para andar por casa: y este mundo es nuestra casa. El mundo, por cierto, siempre ha sido un lugar trepidante y confuso; pero estos pensadores supieron encararlo con serenidad. Leer a los clásicos, por tanto, debería ser la base de toda formación intelectual. Es necesario y, desde luego, legítimo buscar otras vías de conocimiento; pero esto no puede hacerse sin conocer la tradición.

  En cuanto al joven que siente la llamada de la poesía, no me cabe la menor duda de que sabrá hallar su propio camino sin consejo alguno. Siempre sucede así, pues no puede ocurrir de otro modo. Pero deben trabajar mucho y leer más aún, leer todo cuanto caiga en sus manos y buscar la verdad por sí mismos. A este respecto, me parece muy interesante un haiku de Matsuo Bashô que viene a decir lo siguiente: “No sigas las huellas de los antiguos, busca lo que ellos buscaron”. Y, por supuesto, deberán tener paciencia; paciencia con todo y con todos, pero sobre todo consigo mismos.

  Es importante que cada uno siga su propio camino sin adherirse a ninguna escuela o doctrina. Todo aquél que inventa un “ismo” no tiene la menor intención de explicar la realidad. Hay que rehuir las escuelas y las nociones de género. Hay que usar la palabra con naturalidad (como dijo Novalis, “no es escritor quien domina el lenguaje sino quien deja que el lenguaje hable en él”). Hay que pensar, hay que tener ideas; pero no es bueno desarrollarlas anormalmente, esto es, deformarlas hasta el punto de crear sistemas o doctrinas. Toda inflamación de las ideas es perniciosa, es enfermiza. De hecho, en lugar de hablar de fascismo o de comunismo (por citar dos “ismos” de los más utilizados), deberíamos hablar de fascitis y de comunitis. El ideólogo oculta la realidad, el poeta la descubre. Ningún ideólogo puede ser un buen poeta, por tanto.

  Y, por supuesto, debemos tener confianza en nosotros mismos y en nuestras propias posibilidades (en este sentido, lo que haya de ser será y lo será del modo más natural posible). Y aunque a veces nos surjan dudas, éstas no deben atormentarnos; al contrario: aprendamos a soportar nuestras dudas, a convivir con ellas hasta convertirlas en parte de nosotros, en compañeras de las que en muchas ocasiones surgirán nuestras mejores páginas.

  Tampoco estaría de más que tuviesen siempre presente algo que me parece fundamental, y es que los niños nos hacen ver el mundo como realmente es: un lugar lleno de misterio, donde todo está innombrado. Y, sin embargo, cuando un poeta aprende a ver el mundo a través de la mirada de un niño, el mundo –paradójicamente– deja de tener secretos para él.

 

F.R.C.: Y, para terminar, ¿podrías recomendarnos un poema para 1001 poemas? 

  Esta es, con diferencia, la pregunta más difícil de todas. Podría recomendar decenas de poemas de cada poeta que he citado en esta entrevista (y de algunos que no he tenido ocasión de nombrar). Pero para no extenderme más recomendaré uno breve, muy breve, de Juan Ramón Jiménez; con ese enigmático leísmo incluido:

¡No le toques ya más,

que así es la rosa!

 

Pues eso.

Miguel Bravo Vadillo nos recomienda también un cuento: «El collar», de Guy de Maupassant.

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