Los mejores 1001 Poemas de la Historia: «El sermón del fuego», de T.S. Elliot

 
Juan Planas Bennásar, poeta y articulista de El Mundo, nos recomienda el poema «El sermón del fuego», de T.S. Elliot, premio Nobel de Literatura en 1948. 
El poema forma parte del célebre poemario La Tierra baldía. Lo doy en la traducción de José María Valverde, publicado por Alianza Tres en 1978 con el título T.S. Elliot. Poesías reunidas 1909/1962.

III, EL SERMÓN DEL FUEGO, poema de T.S. Elliot

 
El pabellón del río está roto; los últimos dedos de las
             hojas
se aferran y hunden en la mojada orilla. El viento
cruza la tierra parda, sin ser oído. Las ninfas se han 
             marchado. 
Dulce Támesis, corre suavemente, hasta que acabe mi
             canto. 
El río no lleva botellas vacías, papeles de bocadillos,
pañuelos de seda, cajas de cartón, colilas
ni otros testimonios de noche de verano. Las ninfas se 
             han marchado.
Y sus amigos, los ociosos herederos de consejeros de 
             la City;
se han marchado, sin dejar señas.
Junto a las aguas del Leman me senté a llorar…
Dulce Támesis, corre suavemente, hasta que acabe mi 
             canto. 
Dulce Támesis, corre suavemente, pues no hablo alto ni
             largo.
¡Pero a mi espalda en fría ráfaga escucho
el entrechocar de los huesos, y el risoteo extendido de
             oreja a oreja.
 
Una rata se deslizó suavemente entre la vegetación
arrastrando su panza fangosa por la orilla
mientras yo pescaba en el turbio canal
un atardecer de invierno por detrás de los gasómetros
meditando sobre la ruina de mi hermano el rey
y sobre la muerte de mi padre el rey antes de él. 
Blancos cuerpos desnudos en el húmedo terreno bajo
y huesos dispersos en una seca buhardillita baja,
entrechocados por la pata de la rata sólo, año tras año.
Pero a mi espalda de vez en cuando igo
el ruido de bocinas y motores, que ha de llevar
a Sweeney hacia Mrs. Porter en la primavera. 
Ah la luna brillaba clara sobre Mrs. Porter
y sobre su hija
Se lavan en agua de seltz los pies. 
Et O ces voix d´enfants, chantant dans la coupole!
 
Chuí chuí chuí
yag yag yag yag yag
tan rudamente forzada
 
Tereo
 
Ciudad irreal
bajo la niebla parda de un mediodía de invierno
el Sr. Eugenides, el mercader de Esmirn
sin afeitar, con un bolsillo lleno de grosellas
a entregar en Londres: documentos a la vista,
me invitó en francés demótico
a almorzar en el Hotel del Cannon Street
seguido de un fin de semana en el Metropole. 
 
A la hora violeta, cuando los ojos y la espalda
se vuelven hacia arriba desde el escritorio, cuando el motor
              humano espera
como un taxi que palpita esperando,
yo Tiresias, aunque ciego, palpitando entre dos vidas,
anciano con arrugados pechos femeninos, veo
a la hora violeta, la hora del atardecer que se esfuerza
por volver a casa, y lleva al marinero de regreso al hogar.
La mecanógrafa en su casa a la hora del té, recoge lo del
             desayuno, enciende
la estufa, y saca comida en lata.
Fuera de la ventana están tendidas peligrosamente
sus combinaciones a secar tocadas por los últimos rayos
             del sol,
sobre el diván se amontonan (de noche es su cama)
medias, pantuflas, fajas y cubrecorsés. 
Yo, Tiresias, anciano de arrugados pezones,
percibí la escena y predije lo demás…
yo también aguardé al visitante esperando. 
Él, el joven forunculoso, llega,
empleado en una pequeña agencia, con una sola mirada 
             atrevida,
uno de los modestos en que la seguridad se asiente
como una chistera en un millonario de Bradford.
El momento es ahora propicio, según supone
la cena ha terminado, ella está aburrida y cansada,
se esfuerza por hacerla entrar en caricias
que aún no son reprochadas, aunque no deseadas.
Sofocado y decidido, la ataca de una vez:
manos exploradoras no encuentran defensa:
su vanidad no requiere respuesta,
y da la bienvenida a la indiferencia.
(Y yo Tiresias he sufrido por adelantado todo
lo realizado en este mismo diván o cama:
yo que estuve sentado junto a Tebas al pie del muro
y caminé entre los más bajos muertos).
Él otorga un protector beso final
y sale a tientas, encontrando las escaleras sin luz…
 
Ella se vuelve a mirarse un momento en el espejo,
sin darse cuenta de que se fue su amante:
su cerebro deja paso a un pensamiento a medio formar:
«Bueno, ahora ya está: y me alegro de que haya pasado».
Cuando hermosa mujer desciende a la locura y 
da vueltas otra vez por su cuarto, sola,
se alisa el pelo con una mano automática
y pone un disco en el gramófono. 
 
«Esta música se deslizó junto a mí por las aguas»
y a lo largo del Strand, Queen Victoria Street arriba.
Ah ciudad de l City, a veces oigo
junto a una taberna en Lower Thames Street,
el agradable gruñido de una mandolina
y un estrépito y un charloteo desde dentro
donde los asentadores de pescado vaguean a mediodía:
            donde las paredes
de San Magnus Mártir contienen
inexplicable esplendor de blanco y oro jónicos. 
El río suda
petróleo y alquitrán
las gabarras van a la deriva
con la marea cambiante
velas rojas
anchas
a sotavento, vitando en la pesada verga.
Las gabarras barren
troncos a la deriva
por el trecho de Greenwich abajo
más allá de a Isla de los Perros. 
                        Ueialala leia
                        Ual-lala leialala
 
Elizabeth y Leicester
dando a ls remos
la popa tenía forma
de concha dorada
roja y oro
la vivaz hinchazó
onduló por ambas orillas
viento sudoeste
se llevó aguas abajo
el tañer de las campanas
torres blancas
                        Ueilala leia
                        Ual-lala leialala
 
«Tranvías y árboles polvorientos.
Highbury me dijo el ser. Richmond y Kew
me deshicieron. Junto a Richmond levanté las rodilas,
boca arriba en el fondo de una estrecha canoa».
 
«Mis pies están en Moorgate, y mi corazón
bajo mis pies. Después del hecho
él llor´. Prometió empezar de nuevo.
Yo no dije nada. ¿Qué me iba a parecer mal?». 
 
«En las arenas de Margate. 
No puedo relacionar 
nada con nada.
Las uñas rotas de manos sucias.
Mi pueblo humilde pueblo que no espera
nada». 
             la la
 
A Cartago llegué entonces
 
Ardiendo ardieno ardiendo ardiendo
Oh Señor Tú me arrancas
Oh Señor Tú arrancas
 
ardiendo. 
 
 
T.S. Elliot. Traducción de José María Valverde
 

 

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