
El Diario Down: El arte de amar
El psicoanalista alemán Erich Fromm publicó en 1956 un libro para mí imprescindible, The art of loving, editado en España tres años después. En El arte de amar, Fromm reflexionaba sobre el amor como una necesidad vital del ser humano pero también –he aquí la novedad– como una disciplina artística que como tal está sujeta al estudio teórico. Con Fromm el verbo “amar” subía un escalafón en la medida en que dejaba de ser un acto meramente orgánico, relativamente simple o relativamente complicado, para convertirse en algo susceptible de ser perfeccionado. Según él, amar –al igual que pintar, escribir o esculpir– era (es) un acto que puede aprenderse y mejorarse con preparación y buena disciplina. Fromm hablaba de respeto, responsabilidad o conocimiento como conceptos necesarios para llevar a buen puerto el amor, echando así por tierra la creencia popular de que el amor es algo mecánico, expeditivo, que funciona como empujado por un resorte interno (¡y no hay más que hablar!). Sí, por mucho que a algunos les cueste admitirlo: se aprende a amar. Y aquí viene lo más difícil: hay que aprender a amar –recomendaba Fromm– como un ejercicio de desprendimiento, no de egoísmo calculado.
Estoy completamente de acuerdo: se aprende a amar. Lo sé porque yo he aprendido a amar a mi hijo Francisco. Durante años yo había reflexionado sobre cómo habría de sentirme al convertirme, de la noche a la mañana, en padre. Había mitificado tanto el instante del alumbramiento como había mitificado, cuando era un adolescente, la pérdida de la virginidad. Tengo que decir que en ninguno de los dos casos la realidad se ajustó a mis ideas preconcebidas. Dejemos a un lado el tema de la virginidad perdida para centrarnos en el día del parto (esto no es un diario sobre sexo sino sobre la paternidad). Cuando nació Francisco sentí una alegría un tanto extraña. Las dos primeras horas fueron de júbilo y de cierta liberación: “Hemos llegado hasta aquí, y eso es mucho”, me felicitaba yo mismo mientras las llamadas telefónicas de entusiastas familiares y amigos no dejaban de sonar. Pero no era la alegría eufórica del gran conquistador que hace suyo un territorio largamente ansiado sino la de un gladiador sudoroso que se ha escapado una vez más –y a saber hasta cuándo– de morder el polvo. Era una alegría –lo diré ya– algo temerosa porque yo era consciente de que todo cuanto viniera después me iba a resultar nuevo y por tanto desconocido.
El hecho de que a las dos horas del parto me comunicaran que Francisco tiene el síndrome de Down tumbó esa alegría timorata y me situó a las puertas de un mundo aún más desconocido: el de la discapacidad cognitiva.
No hablaré más de ese momento tan trágico (ya lo hice en “Traición del padre”) sino del amor. Ese amor que en mí era entonces más que latente. O sea que no era amor… (Recordemos a Blaise Pascal: “Cuando no se ama demasiado no se ama lo suficiente”). Tenía que amar a Francisco, mi hijo, sangre de mi sangre… pero en principio solo veía un bebé muy blanco y rubio que venía a traicionar, de entrada, las características más obvias de mi físico (muy moreno de pelo y de piel). ¿Y cómo amar a un bebé al que ni siquiera me atrevía a coger en brazos? ¿Todos los padres primerizos aman con locura a su hijo desde que se les corta el cordón umbilical? ¿Lo aman en ese instante tanto como cuando haya cumplido, digamos, un año, o cuatro o cinco, y los lazos afectivos sean más fuertes? Lo dudo. Creo que por lo general los padres varones tendemos en esos instantes más a la confusión que al amor puro. El hecho de que Francisco fuera un bebé Down no es lo suficientemente significativo para explicar ese extrañamiento con mi nuevo estatus de padre primerizo. Quiero decir: aunque Francisco hubiera sido un niño cromosómicamente normal, estoy convencido de que me hubiera costado amarlo desde el minuto 0.
Y aquí es donde entra en juego un proverbio africano que me fascina: “Para educar a un niño hace falta una tribu entera”. Yo pensaba que la palabra “tribu” había quedado relegada exclusivamente para lugares remotos de África. Gran error. En la tribu vivimos todos, todos conformamos la tribu. Y ha sido la tribu (mis hermanas, mis primos, mis sobrinos, mis amigos, los abuelos, especialmente mi mujer) quienes me han enseñado a amar a Francisco. Han sido ellos, con su pulsión amorosa, quienes me han allanado el camino. Sus disputas por cogerlo en brazos y darle mimos, su incansable interés por conocer al detalle el día a día del niño, su predisposición a quedarse con él por la noche para que los padres pudiéramos dormir unas horas, su querencia a adorar al niño, todo esto, digo, me ha ayudado a amar más y mejor. Así que el amor de un progenitor –al menos en mi caso– ha necesitado la ayuda de la tribu, que acudió urgentemente no solo a educar al niño sino también a educar al padre. Esa tribu que no solo no renuncia a un niño con discapacidad sino que redobla su amor por él.
Este no es un diario autocomplaciente, pero tampoco pretendo flagelarme. Sé que sin la ayuda de la familia antes o después yo hubiera llegado a amar a Francisco con locura, tal como hago ahora, pero me consta que con el impulso de su paciencia, de su contagiosa necesidad de dar, mi amor por el niño se ha hecho en poco tiempo más consistente, más fuerte, más –por así decirlo– decisivo. Me consta que cuando lo cojo en brazos y le susurro palabras al oído y le sonrío y le hago arrumacos, mientras le hago bromas a cuenta de su cromosoma de más, mientras tarareo canciones cuando le cambio los pañales o me lo llevo a la cama y lo pongo en mi pecho, piel con piel, no estoy transmitiéndole un amor singular (el mío) sino un amor plural (el de toda nuestra familia, el de todos nuestros amigos), el amor de esa tribu que se ha impuesto como principal objetivo darle una educación al nuevo miembro.
El amor es una disciplina que hay que trabajar y perfeccionar día a día. Esto quizá rompa un poco el mito del amor connatural, salvaje, indomesticable que brota del alma (“se ama o no se ama”). Pero por otra parte no deja de ser una buena noticia: la posibilidad de aprender a amar nos abre las puertas a un mundo mejor y en última instancia nos permite aprender a ser mejores personas, mejores padres.
Dicen que los niños con síndrome de Down son los más queridos. Estoy de acuerdo. Diría incluso que han venido a este mundo con una misión concreta: la de enseñarnos a amar. A ellos y a nosotros mismos.
Francisco Rodríguez Criado es escritor y corrector de estilo (Información sobre sus libros)
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EL DIARIO DOWN
Muy bonito, precioso lo que escribes. A los hijos se les ama un poquito más cada día. Es el roce. Elos nos van ganando, nos trabajan, independientemente de como sean, y los niños Dawm son la esencia de la inocencia y de la superación.
Por cierto, Fran. El niño es precioso.