
El Diario Down: Los grandes campeonatos de la vida
Francisco Rodríguez Criado
La cadena de tres palabras “Síndrome de Down” es muy temida por las parejas que quieren ser padres o que ya están en camino de serlo. Es casi inevitable el temor (implícito o explícito) a que el ansiado bebé pueda padecer esta enfermedad. (Abro aquí un paréntesis: en realidad el Síndrome de Down, como su propio enunciado indica, no es una enfermedad sino un síndrome, pero los padres, que no están para disquisiciones lingüísticas, lo entienden –al menos al principio– como una enfermedad terrible, una enfermedad de por vida, una enfermedad que les va a hurtar el legítimo derecho a ser felices).
No escribo estas líneas con la intención de juzgar a estos afligidos padres, más bien lo contrario. Empatizo con ellos, pues entiendo su desazón: nadie en su sano juicio desea un bebé down en detrimento de otro bebé cromosómicamente normal. ¿Por qué? Lo diré, por si fuera necesario: una persona down está condenada a vivir con ciertas limitaciones que el resto de los mortales –por norma general– no hemos de sufrir. El Síndrome de Down acarrea o puede acarrear cardiopatías severas y otras enfermedades asociadas a los sistemas endocrino y digestivo. Si vuestro hijo tiene el cromosoma que provoca el Síndrome de Down (el término médico es trisomía del par 21), habrá problemas: la genética no perdona veleidades en algo tan inflexible como las matemáticas, no admite pares que en realidad son tríos.
Por si fuera poco, los rasgos físicos de vuestro hijo le chivarán a todo el planeta que padece el Síndrome de Down. Estigma, estigma: estáis criando a un discapacitado.
Vuestro hijo será más lento que el resto de los niños, tendrá más dificultades para procesar determinada información, su grado de autonomía será menor y es altamente probable que no pueda daros nietos. ¿No es para llorar, querido padre, querida madre? Vosotros que soñasteis durante tanto tiempo con un hijo que fuera la envidia nacional… y os ha tocado en suerte un bebé que ha nacido con la etiqueta “PROBLEMA”, así, en letras mayúsculas, colgada del cuello.
Pero como el ser humano no puede vivir sin consuelo, antes o después –seguramente el mismo día en que os enteréis de que vuestro retoño padece o va a padecer, si aún no ha nacido, el síndrome de Down– alguien os explicará que los niños down son encantadores y que os harán muy felices porque son extremadamente cariñosos. Añadirán: son unos angelitos caídos del cielo. Y tú, vosotros, mi adorable pareja, escucharéis muy atentos la charla, sí, pero seguiréis llorando, porque ¡AHORA no queréis un niño cariñoso!, lo que realmente queréis es un futbolista en potencia como Leo Messi, un informático como Bill Gates, un actor con el talento de Marlon Brando o un cantante a la altura de Frank Sinatra. Igual no sois tan ambiciosos y os conformáis con que sea una persona respetada por la comunidad: un gran doctor, un gran científico, un gran presentador de televisión o un gran empresario. Eso sí, que no falte el adjetivo “gran”. En algo tiene que ser “grande” vuestro hijo, faltaría más. Para eso es vuestro hijo. Para eso lo procreasteis: para que fuera GRANDE, muy GRANDE.
Así que seguís llorando porque en ESTOS MOMENTOS vuestro hijo no es nadie. Tendrá que ver la competición desde la grada, como un espectador más. Ya no va a ser una eminencia y no podrán señalarte por la calle como el padre o la madre de…
Una faena, ¿verdad? Un maldito cromosoma extra os va a robar la posibilidad de ser felices. Un maldito cromosoma extra ha apartado de un golpe a vuestro hijo de esta gran competición que es la vida.
Y entonces, pensaréis en un resquicio de serenidad, entre lágrima y lágrima, entonces… ¿por qué esos padres de niños Down dicen sentirse tan felices? ¿Por qué esos padres que tienen, pongamos, tres niños, dos de ellos normales, dicen estar especialmente orgullosos del que padece el Síndrome de Down, tanto que llegan a afirmar en voz baja que de entre todos sus hijos es precisamente al que más quieren. (Y a lo mejor no lo dirán siquiera en voz baja, porque si les preguntaran a sus hermanos seguramente coincidirán en que también ellos quieren al hermano down más que a nadie en la familia). ¿Por qué, en fin, está tan contenta la familia con ese hijo, con ese hermano, con ese nieto que padece el Síndrome de Down?
Os cuesta entender que alguien pueda ser feliz pese a tener un vástago que no podrá participar en los grandes campeonatos de la vida. Pero dejadme deciros algo, queridos padres, es precisamente esta renuncia (ciertamente obligada) a la competición lo que facilita y potencia el tránsito del amor. Vais a querer a vuestro hijo no porque esté destinado a ser –en vuestra imaginación– una eminencia: lo vais a querer porque es vuestro hijo. No lo juzguéis según los méritos prediseñados por una sociedad acomplejada y con aires de grandeza: él tampoco os va a juzgar a vosotros. Si él va a volcar todo su amor en vosotros simplemente porque sois su padre y su madre y va a saber perdonar que vosotros, pese a que competís en los grandes campeonatos de la vida, no seáis Premio Nobel ni Premio Príncipe de Asturias ni deportistas de élite, entonces ¿por qué no podéis hacer lo mismo con él, quererlo sin necesidad de medallas?
Y ahora pensad: ¿no hubierais sido más felices si vuestros padres no os hubieran exigido –implícita o explícitamente, una vez más– que fuerais superiores al resto de vuestros compañeros? ¿Por qué habíais de serlo vosotros, quizá personas corrientes, cuando vuestros propios padres seguramente también eran personas corrientes? ¿No creéis, queridos padres, que las personas con síndrome Down vienen a este mundo simplemente (¡como si fuera poco!) para hacernos más felices, para romper la cadena de las ensoñaciones colectivas maximalistas, para enseñarnos a vivir en plenitud sin necesidad de participar un día tras otro en una absurda competición?
Os dirán que los tiempos han cambiado y que gracias a la estimulación temprana y a una nueva mentalidad de la sociedad estas personas pueden llegar a ser concejales, actores, aprender idiomas, estudiar una carrera (o incluso dos), etcétera. Grandes a su manera. Todo eso es cierto. No podrán jugar quizá en los grandes campeonatos con los que habíais soñado, pero su integración en la sociedad puede ser plena.
Querido padre, querida madre, dejad de llorar: una persona con el síndrome de Down, pese a sus achaques y limitaciones, tiende a ser más feliz que el resto de los mortales. Vuestro hijo ha venido a haceros felices, y la felicidad es, si no están equivocados los ilustrados, el gran objetivo de nuestras vidas. Si conseguís ser felices con un cromosoma extra en el seno familiar, seréis todo unos campeones. Y vuestro hijo, más lento y a la vez más sabio que la inmensa mayoría, será un doble campeón que ha venido a este mundo a sembrar la paz.
Deberíamos aprender a hacer el cesto de la felicidad con los mimbres que nos han tocado en suerte. Nuestros hijos nos lo agradecerían.
…
Francisco Rodríguez Criado es escritor y corrector de estilo
(Libros de Francisco Rodríguez Criado)
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