Cuento breve recomendado: «Viendo llover en Galicia», de Gabriel García Márquez

 

 

García Márquez, Gallego, Galicia
Gabriel García Márquez. Fuente de la ilustración.

EL GALLEGO GARCÍA MÁRQUEZ

Sorprende leer las reiteradas afirmaciones de Gabriel García Márquez sobre sus antepasados gallegos, pero ahí están, en artículos o en declaraciones, como las anotadas por su amigo Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba (1982). «Mis abuelos eran descendientes de gallegos, y muchas de las cosas sobrenaturales que me contaban provenían de Galicia», decía García Márquez. Y, por si quedaba alguna duda, tras recibir el Premio Nobel de Literatura en 1982 confesó que había escrito Cien años de soledad (1967) «usando el mismo método de mi abuela», es decir, el de narrar las historias más extraordinarias, inverosímiles y conmovedoras con la «cara de palo» con que las contaba su «abuela gallega», Tranquilina Iguarán Cotes. Descubrió entonces que ese modo imperturbable de contar y esa riqueza de imágenes era lo que más podía contribuir a la verosimilitud de sus historias.

Cuando hacía estas afirmaciones, el escritor colombiano aún no había estado en Galicia. Pero en 1983, literalmente extenuado por el ajetreo de ganar el Nobel, visitó en La Moncloa a Felipe González, recién elegido presidente del Gobierno, y le confesó su necesidad inaplazable de tomarse un descanso. García Márquez lo contaba luego con las siguientes palabras: «Decidí regalarme en la realidad uno de mis sueños más antiguos: conocer Galicia». Quien le facilitó el viaje fue el joven presidente español, que le encomendó a Domingo García-Sabell, por entonces delegado general del Gobierno en Galicia y presidente de la Real Academia Galega, que recibiese al escritor, que lo guiase y, sobre todo, que lo liberase de toda exposición pública. García-Sabell cumplió a rajatabla. De la visita de García Márquez, que duró 72 horas del mes de mayo de 1983, solo quedaron dos fotos de la Agencia Efe y unas dedicatorias en el único momento en que fue reconocido por un profesor del Instituto Rosalía de Castro, al salir de un restaurante y dirigirse a la plaza del Obradoiro. El resto fue una visita de riguroso incógnito por las calles compostelanas, con epílogo en las Rías Baixas.

Aquella visita fructificó en un artículo revelador e inolvidable del escritor titulado “Viendo llover en Galicia”, que, contiene una de las más felices y atinadas visiones de Compostela y del ser gallego. «La ciudad -dice el escritor- se impone de inmediato, completa y para siempre, como si se hubiera nacido en ella». García Márquez buscaba literalmente sus raíces ¡y las encontró! Por ello empezó su artículo con una frase inequívoca del Che Guevara: «La nostalgia empieza por la comida». Porque también para él «la nostalgia de Galicia había empezado por la comida, antes de que hubiera conocido la tierra». Es decir, por la comida que hacía su abuela, los panes del viejo horno y los «jamones deliciosos» cuyo sabor se le «quedó grabado para siempre en la memoria del paladar». Un sabor que volvió a encontrar en Galicia. Por ello terminaba preguntándose si no había empezado «a ser víctima de los mismos desvaríos de su abuela. Entre gallegos -ya lo sabemos- nunca se sabe».

Fueron estos reconocimientos los que me llevaron en su día a buscar al escritor e intentar dilucidar su vinculación personal y literaria con Galicia. Los resultados están en el libro La Galicia mágica de García Márquez. Cuando aún lo estaba haciendo, me encontré con él en Los Ángeles (Estados Unidos), me miró fijamente y me dijo: «¿También tú por aquí? Ah, gallego, gallego. ¡Los gallegos somos los seres más testarudos del mundo! Se lo he dicho muchas veces a Fidel Castro, que, como buen gallego, es de una terquedad ilimitada». Entendí perfectamente lo que me quería decir: que ya le habíamos dado bastantes vueltas a la «abuela gallega». Los dos. ¿Dónde está Galicia en su obra? «En la forma de contar». Lo dijo él.

Carlos G. Reigosa, La Voz de Galicia

Gabriel García Márquez
Gabriel García Márquez. Fuente de la imagen

VIENDO LLOVER EN GALICIA

(No es un cuento, pero, viniendo de Gabo, como si lo fuera. In memoriam.)

Gabriel García Márquez  (Colombia, 1927-2014)

Mi muy viejo amigo, el pintor poeta y novelista Héctor Rojas Herazo -a quien no veía desde hacía mucho tiempo- debió sufrir un estremecimiento de compasión cuando me vio en Madrid abrumado por un tumulto de fotógrafos, periodistas y solicitantes de autógrafos, y se acercó para decirme en voz baja: «Recuerda que de vez en cuando debes ser amable contigo mismo». En efecto, fiel a mi determinación de complacer todas las demandas sin tomar en cuenta mi propia fatiga, hacía ya varios meses -quizá varios años- en que no me ofrecía a mí mismo un regalo merecido. De modo que decidí regalarme en la realidad uno de mis sueños más antiguos: conocer Galicia. Alguien a quien le gusta comer no puede pensar en Galicia sin pensar antes que en cualquier otra cosa en los placeres de su cocina. «La nostalgia empieza por la comida», dijo el Che Guevara, tal vez añorando los asados astronómicos de su tierra argentina, mientras se hablaba de asuntos de guerra en las noches de hombres solos en la Sierra Maestra. También para mí la nostalgia de Galicia había empezado por la comida, antes de que hubiera conocido la tierra. El caso es que mi abuela, en la casa grande de Aracataca, donde conocí mis primeros fantasmas, tenía el exquisito oficio de panadera, y lo practicaba aun cuando ya estaba vieja y a punto de quedarse ciega, hasta que una crecida del río le desbarató el horno y nadie en la casa tuvo ánimos para reconstruirlo. Pero la vocación de la abuela era tan definida, que cuando no pudo hacer panes siguió haciendo jamones. Unos jamones deliciosos, que, sin embargo, no nos gustaban a los niños -porque a los niños no les gustan las novedades de los adultos-, pero el sabor de la primera prueba se me quedó grabado para siempre en la memoria del paladar. No volví a encontrarlo jamás en ninguno de los muchos y diversos jamones que comí después en mis años buenos y en mis años malos, hasta que probé por casualidad -40 años después, en Barcelona- una rebanada inocente de lacón. Todo el alborozo, todas las incertidumbres y toda la soledad de la infancia me volvieron de pronto en ese sabor, que era el inconfundible de los lacones de la abuela. De aquella experiencia surgió mi interés de descifrar su ascendencia, y buscando la suya encontré la mía en los verdes frenéticos de mayo hasta el mar y las lluvias feraces y los vientos eternos de los campos de Galicia. Sólo entonces entendí de dónde había sacado la abuela aquella credulidad que le permitía vivir en un mundo sobrenatural donde todo era posible, donde las explicaciones racionales carecían por completo de validez, y entendí de dónde le venía la pasión de cocinar para alimentar a los forasteros y su costumbre de cantar todo el día. «Hay que hacer carne y pescado porque no se sabe qué le gusta a los que vengan a almorzar», solía decir cuando oía el silbato del tren. Murió muy vieja, ciega, y con el sentido de la realidad trastornado por completo, hasta el punto de que hablaba de sus recuerdos más antiguos como si estuvieran ocurriendo en el instante, y conversaba con los muertos que había conocido vivos en su juventud remota. Le contaba estas cosas a un amigo gallego la semana pasada, en Santiago de Compostela, y él me dijo: «Entonces tu abuela era gallega, sin ninguna duda, porque estaba loca». En realidad, todos los gallegos que conozco, y los que vi ahora sin tiempo para conocerlos, me parecen nacidos bajo el signo de Piscis.

No sé de dónde viene la vergüenza de ser turista. A muchos amigos, en pleno frenesí turístico, les he oído decir que no quieren mezclarse con los turistas, sin darse cuenta de que, aunque no se mezclen, ellos son tan turistas como los otros. Yo, cuando voy a conocer algún lugar sin disponer de mucho tiempo para ir más a fondo, asumo sin pudor mi condición de turista. Me gusta inscribirme en esas excursiones rápidas, en las que los guías explican todo lo que se ve por las ventanas del autobús, a la derecha y a la izquierda, señores y señoras, entre otras cosas porque así sé de una vez todo lo que no hay que ver después, cuando salgo solo a conocer el lugar por mis propios medios. Sin embargo, Santiago de Compostela no da tiempo para tantos pormenores: la ciudad se impone de inmediato, completa y para siempre, como si se hubiera nacido en ella. Siempre he creído, y lo sigo creyendo, que no hay en el mundo una plaza más bella que la de Siena. La única que me ha hecho dudar es la de Santiago de Compostela, por su equilibrio y su aire juvenil, que no permite pensar en su edad venerable, sino que parece construida el día anterior por alguien que hubiera perdido el sentido del tiempo. Tal vez esta impresión no tenga su origen en la plaza misma, sino en el hecho de estar -como toda la ciudad, hasta en sus últimos rincones- incorporada hasta el alma a la vida cotidiana de hoy. Es una ciudad viva, tomada por una muchedumbre de estudiantes alegres y bulliciosos, que no le dan ni una sola tregua para envejecer. En los muros intactos, la vegetación se abre paso por entre las grietas, en una lucha implacable por sobrevivir al olvido, y uno se encuentra a cada paso, como la cosa más natural del mundo, con el milagro de las piedras florecidas.

Llovió durante tres días, pero no de un modo inclemente, sino con intempestivos espacios de un sol radiante. Sin embargo, los amigos gallegos no parecían ver esas pausas doradas, sino que a cada instante nos daban excusas por la lluvia. Tal vez ni siquiera ellos eran conscientes de que Galicia sin lluvia hubiera sido una desilusión, porque el suyo es un país mítico -mucho más de lo que los propios gallegos se lo imaginan-, y en los países míticos nunca sale el sol. «Si hubieran venido la semana pasada, habrían encontrado un tiempo estupendo», nos decían, avergonzados. «Este tiempo no corresponde a la estación», insistían, sin acordarse de Valle-Inclán, de Rosalía de Castro, de los poetas gallegos de siempre, en cuyos libros llueve desde el principio de la creación y sopla un viento interminable, que es tal vez el que siembra ese germen lunático que hace distintos y amorosos a tantos gallegos.

Llovía en la ciudad, llovía en los campos intensos, llovía en el paraíso lacustre de la ría de Arosa y en la ría de Vigo, y en su puente, llovía en la plaza, impávida y casi irreal, de Cambados, y hasta en la isla de la Toja, donde hay un hotel de otro mundo y otro tiempo, que parece esperar a que escampe, a que cese el viento y resplandezca el sol para empezar a vivir. Andábamos por entre esta lluvia como por un estado de gracia, comiendo a puñados los únicos mariscos vivos que quedan en este mundo devastado, comiendo unos pescados que siguen siendo peces en el plato y unas ensaladas que seguían creciendo en la mesa, y sabíamos que todo aquello estaba allí por virtud de la lluvia, que nunca acaba de caer. Hace ahora muchos años, en un restaurante de Barcelona, le oí hablar de la comida de Galicia al escritor Álvaro Cunqueiro, y sus descripciones eran tan deslumbrantes que me parecieron delirios de gallego. Desde que tengo memoria les he oído hablar de Galicia a los gallegos de América, y siempre pensé que sus recuerdos estaban deformados por los espejismos de la nostalgia. Hoy me acuerdo de mis 72 horas en Galicia y me pregunto si todo aquello era verdad, o si es que yo mismo he empezado a ser víctima de los mismos desvaríos de mi abuela. Entre gallegos -ya lo sabemos- nunca se sabe.

(11 mayo 1983)

Fuente: El País

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1 comentario en «Cuento breve recomendado: «Viendo llover en Galicia», de Gabriel García Márquez»

  1. Excelente reportaxe!! Graciñas por ver cousas que moitos non son capaces de ver!!
    Permítome escribir en galego porque é unha lingua fácil de entendela e ao mesmo tempo para tentar divulgala porque por desgraza está a desaparecer e a maneira de intentar de revivila é escribila máis falándoa e tamén porque moita xente non saben nin que existe 🙁
    Lingua, chuvia, pesía, lendas, comida, historias; fan a Galiza un sitio diferente e increíble pero ao mesmo tempo tan pouco valorado que cando les unha reportaxe así de xente foránea é inevitable que o corazón dea chimpos de alegría máis unha mezcla de orgullo e agarimo porque non é fácil, ao día de hoxe, loitar por Galiza e, sobre todo, repito, loitar pola lingua galega.. Grazas!!

    (Se hai algo que non se entende, non teño problema en traducilo)

    Jenny Costa da Morte

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