Cuento breve recomendado: «La esquina», de Juan Carlos Ghiano

Estamos de celebraciones: después de mucho tiempo y esfuerzo (lleno de satisfacciones), alcanzamos la cifra de 300 cuentos breves recomendados, sección que dirige el profesor y ensayista Miguel Díez R. El cuento que hoy os ofrecemos, «La esquina», del escritor argentino Juan Carlos Ghiano (poco conocido en España), está introducido por Miguel Díez R. y comentado por Paz Díez Taboada, poeta, ensayista y traductora.

Gracias por acompañarnos en esta travesía literaria.

F.R.C.

 

Con un cuento misterioso y poco conocido, “La esquina” del autor argentino Juan Carlos Ghiano, escogido y comentado por mi mujer Paz Díez Taboada, llegamos a los 300 relatos en esta sección de Cuentos Breves Recomendados (NarrativaBreve.com de Francisco Rodríguez Criado). Como ya he indicado en otras ocasiones, en esta ya larga travesía cuentística  he seleccionado textos narrativos breves universales, populares y literarios,  muy variados, de alta calidad literaria y, en muchos casos, de no fácil acceso para algunos de los posibles lectores. Varios  testimonios personales me confirman que la elección ha sido, en gran parte, acertada, y mi deseo para el futuro es seguir  rastreando en esta línea, pero sin cejar en el empeño de encontrar algún tesoro escondido, es decir, cuentos únicos tan excelentes que respondan a  aquellas certeras palabras de Julio Cortázar: “Quizá el rasgo diferencial más penetrante del buen cuento sea la tensión interna de la trama narrativa. De una manera que ninguna técnica podrá enseñar a proveer, el gran cuento breve condensa la obsesión de la alimaña, es una presencia alucinante que se instala desde las primeras frases para fascinar al lector, hacerle perder contacto con la desvaída realidad que le rodea, arrasarlo a una sumersión más intensa y avasalladora. De un cuento así se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas de resignación”.

Entre  los cuentos ya publicados en esta sección  -y sin tener en cuenta otros títulos de autores más conocidos- recuerdo siete de esos tesoros encontrados : TINIEBLAS, de  Esteban Padrós de Palacios, LA CAPA, de  Dino Buzzati, ESPUMA Y NADA MÁS, de Hernando Téllez, LA IDENTIDAD, de  Elena Poniatowska,  LA MEMORIA DEL MUNDO de Pedro Ugarte,  MATAR UN NIÑO de Stieg Dagerman  y  LA MUERTE VIAJA A CABALLO de Ednodio Quintero

Miguel Díez R.

 

Juan Carlos Ghiano
Juan Carlos Ghiano. Fuente de la imagen

“La esquina” es un cuento misterioso. Su autor fue el ya desaparecido escritor argentino Juan Carlos Ghiano (1920-1990), estudioso de Rubén Darío y de la literatura de su país; y  muy poco conocido en España.

En una lluviosa tarde de otoño, “la tardecita del 7 de abril” -estamos en el hemisferio sur-, un narrador en primera persona nos introduce en el único café del pueblo. Tras pasar por la puerta de vidrios verdes, los ojos del narrador, atentos y exactos, describen para nosotros el recinto, comenzando por las anchas tablas del suelo oscurecido bajo las mesas, en cuya colocación se demora con todo detalle: el billar está ubicado en el centro del recinto con todos los adminículos necesarios para jugar; algunos de los parroquianos conversan, otros juegan al tute, hay una rubia en una esquina y en la última mesa se sientan los hombres acompañados de mujeres. Y el narrador alza la mirada hacia los diversos carteles fijados en la pared, que él ya conoce de memoria.

Un hombre entra en el café. No es del pueblo; es un desconocido, un extraño. Fuera, en la calle, sigue la lluvia; de nuevo, la mirada del narrador repta por el suelo y, por la puerta entreabierta que ha dejado el hombre al entrar, observa las hojas pegadas a la acera y “el empedrado brilloso”. El hombre pide un café y una caña -de aguardiente, claro-, pero no oímos su voz, sólo la del camarero que, curioso, le pregunta: “¿Espera a alguien? El hombre no contesta. Bebe deprisa, mira el reloj, pide otra caña.

Poco después, sale el hombre y, al filo de las ocho, también el narrador, que no parece sentirse conmovido y ni siquiera asombrado por el nuevo encuentro, ahora trágico, con el hombre desconocido -al que poco antes ha visto en el café, al que ha observado con atención y al que, incluso, le ha oído su petición de bebida-, que está tendido en el suelo y apuñalado, ese hombre solo, extraño a todo, desconectado de todos, y que, ahora, en el crepúsculo, aparece apuñalado y muerto, en la esquina más próxima, sobre el pavimento embarrado por la continua llovizna.

Más tarde, ya de noche, de vuelta al café, el narrador pasa por la esquina en donde un perro lame la sangre derramada y ya coagulada, y sigue, dice, unas plumas mojadas que lo guían…, ¿qué plumas, de qué o de quién? Del “ángel amarillo de la esquina”…, imagen insólita que parece simbolizar a la muerte, al ángel de la muerte presente en aquella esquina -quién sabe si quizá también en todas-. El narrador se santigua -sin duda, para conjurarlo- y añade: “la noche estaba conmigo”. Al contrario que al hombre asesinado, a él la noche le era propicia.

La primera vez que leí este cuento tuve la sensación de haberlo leído ya o de haberlo oído leer, pero no era cierto, aunque me resultaba familiar el hombre apuñalado, caído en el suelo de una calle cualquiera de cualquier pueblo, y todos desconocidos: la calle, el pueblo, el muerto y su asesino. En concreto, tuve la sensación de estar ante la prosificación, consciente o inconsciente, argentinizada del poema “Sorpresa” de Federico García Lorca. También aquí hay un hombre muerto apuñalado -con un puñal en el pecho, no con un cuchillo en la espalda-, con los ojos “abiertos al duro aire” -no boca abajo, aunque alguien lo voltee de cara al cielo- y en la madrugada -no a la prima noche-, pero, como su hermano del Cono Sur, tan lejano y, sin embargo, tan próximo, también el andaluz era un perfecto desconocido y tan sobrecogedoramente extraño que, aquí como allá, hacía temblar el farol que iluminaba la desoladora y trágica estampa: “Muerto se quedó en la calle / con un puñal en el pecho. / No lo conocía nadie. / ¡Cómo temblaba el farol! / Madre. / ¡Cómo temblaba el farolito / de la calle! / Era madrugada. Nadie / pudo asomarse a sus ojos / abiertos al duro aire. / Que muerto se quedó en la calle, / que con un puñal en el pecho / y que no lo conocía nadie.” (Compuesto en 1921, leído por su autor en público en Granada, aparecido en “Noticiero granadino” en 1922, y perteneciente al libro Poema del cante jondo, 1931).

Como era de esperar, el cuento presenta diversos americanismos -o argentinismos-, como cuadra por “manzana de casas”, vidrios por “cristales”, saco por “chaqueta”, níqueles por “monedas”, vereda por “acera”, medias por “calcetines”, piso por “suelo” o sacarse por “quitarse” -estos dos últimos de inconfundible raigambre gallega-; además, se hace referencia al peso -la moneda argentina-, aparece la muy americana expresión adverbial nomás por “sólo” o “solamente”, y dos deliciosos diminutivos: tardecita y ladito. Se observa un estilo sobrio al servicio de un cuento “pasmado”, parado en medio del mundo y detenido en el tiempo. Una sencilla estampa de una tarde triste en un café provinciano, pero que nos guarda una última visión sorprendente.

Paz Díez Taboada

 

LA ESQUINA

(cuento)

Juan Carlos Ghiano (Argentina, 1920-1990)

Es el único café del pueblo, en la cuadra de casa; a él vamos todas las tardes y todas las noches: son las únicas reuniones del pueblo.

Se entra por una puerta de vidrios verdes; el piso de tablas anchas se ha oscurecido debajo de las mesas de hierro y del rectángulo del billar. Siempre hay nueve mesas, cinco a la izquierda, contra la pared, debajo del espejo; cuatro a la derecha, del lado de la puerta. Los parroquianos llegan a la misma hora, beben lo mismo, conversan las mismas cosas; la última, contra el rincón, se sientan hombres con mujeres vergonzosas, pintadas y con flores en el pelo. Bajo la lámpara central de pantalla verde, la mesa de billar, los tacos y las bolas de marfil; el pizarrón ha desaparecido del muro. Siempre hay muchos carteles, de cigarrillos, salidas de buques, anuncios de circos. Me los sé todos de memoria.

Allí lo vi por vez primera, la tardecita del 7 de abril.

Yo estaba con dos amigos; en otra mesa jugaban un tute, en la esquina esperaba una rubia. Entró solo, arrastrando los pasos sobre el aserrín grueso que cubría el piso. Había lloviznado toda la tarde; cuando abrió la puerta, vi las hojas secas pegadas a la vereda y el empedrado brilloso.

Sin sacarse el sombrero, secándose las manos mojadas, se acercó al mostrador y pidió un café y una caña; las bebió de golpe.

¿De dónde vendría el hombre? Nuevo en el poblado, y solo. Se van y vienen, el pueblo siempre igual.

Me acuerdo bien. A las ocho menos cinco miró el reloj que cuelga sobre la estantería de las botellas, se limpió la boca con el dorso de la mano, volvió a pedir caña y la bebió con frío. Eran las ocho: había vuelto a mirar el reloj.

El mozo le preguntó:

-¿Espera a alguien?

Esos hombres no contestan.

Apenas pasadas las ocho, dejó caer un peso en el mostrador y salió. Desde la puerta había vuelto a mirar la hora.

Ninguno lo conocía, hombres solos por los pueblos, las tardes de lluvia, hombres que no se ven más.

Salimos a las ocho y cuarto, como siempre, cada uno a su casa.

Cruzado en la esquina, boca abajo, herido de cuchillo en la espalda, allí estaba, el cuerpo sobre la vereda y la cabeza colgando en la cuneta; el traje azul se le pegaba al cuerpo, los zapatos eran negros y las medias blancas, de las que antes se ponían a los muertos, el sombrero al ladito nomás.

El farol temblaba en el cielo ceniza caído sobre el pueblo.

Cuando vino la policía, dieron vuelta al cadáver, dejándolo cara a la llovizna. La corbata roja se le había ensuciado en el barro; tenía los brazos doblados, las manos como para agarrarse en algo. El agua no acababa de limpiarle la cara y los ojos abiertos, la piel tensa que se ponía azulada, el pelo renegrido cargado de gomina.

En los bolsillos del saco encontraron seis billetes de cinco, tres de un peso, unos níqueles; ni papeles, ni tarjetas, ni pañuelos con inicial. Nadie en el pueblo sabía su nombre, en ninguna fonda ni pensión.

Me fui a comer sin olvidarlo, hombre visto en dos lugares, el café de todos los días y la esquina de mi casa.

A las diez volví a la esquina. Un perro lanudo lamía con insistencia los coágulos de sangre; de pronto se marchó. Lo estaba guiando el roce de unas plumas mojadas. Sí, el ángel amarillo de la esquina.

Me santigüé, y la noche estaba conmigo.

 

Historias de finados y traidores, Buenos Aires, Botella al mar, 1949, págs. 107-110.

CUENTOS BREVES RECOMENDADOS POR MIGUEL DÍEZ R.

MEMORIAS DE UN VIEJO PROFESOR. LA LECTURA EN EL AULA (PDF)

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