Cuento de Miguel Bravo Vadillo: El doble

 

 

 

 

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«Retrato de Mister James», de René Magrite. Fuente de la imagen

EL DOBLE

(cuento)

Miguel Bravo Vadillo 

 

¿Por qué me ha espantado tanto mi sueño y por qué me he despertado? ¿No se acercaba a mí un niño que llevaba un espejo? (…) Pero, apenas miré el espejo, he lanzado un grito y mi corazón se atribuló, porque no me contemplé a mí, sino la cara gesticulante y la risa sarcástica de un demonio.

                                                                                        Friedrich Nietzsche.

 

A pesar de que mi imagen reflejada en un espejo no es más parecida a mí mismo de lo que mi hermano y yo lo somos físicamente –no en vano, el espejo devuelve una imagen simétrica y no exacta del original–, lo cierto es que jamás hubo dos espíritus más dispares en el mundo. Yo siempre he tenido un don especial para la poesía. Un don que, en cierto modo, me hace ser compasivo y generoso con los demás. Mi hermano, por el contrario, es uno de esos tipos exigentes y egoístas a los que todo el mundo acaba rechazando tarde o temprano, lo cual no parece importarle en absoluto: él ya desprecia a todos por adelantado, y a todos se siente superior. Es soberbio mi hermano, con esa soberbia que caracteriza a quien piensa que nadie tiene más razón que él, o con la soberbia de quien cree que sólo él tiene espíritu y los demás no: los demás no tendríamos espíritu, ni juicio, ni sensaciones. Según él, todo cuanto sucede en el universo debe tener una explicación razonable y merece la pena dedicar la vida entera a buscar esa razón de ser. En cuanto a mí, admito que hay cosas que nunca me cabrán en la cabeza y que me obstruyen el corazón.

Recuerdo que los dos regresábamos a casa después de un duro día de exámenes en la facultad. Nuestro padre se había empeñado en que ambos estudiásemos derecho, aunque sabía que mi hermano quería estudiar filosofía y que yo, sencillamente, no quería estudiar. Mi hermano fingió acceder a los deseos de mi padre y, para dar más convicción a sus palabras, lo hizo a regañadientes –como aquél que realmente claudica ante la superioridad dialéctica de su contrincante–, pero con la oculta intención de matricularse en la facultad de filosofía y hacerle creer después que estudiaba derecho. “Vivir a mi manera, o no vivir”, este era su lema. Y no le costó demasiado trabajo engañar a un hombre crédulo y confiado en la bondad de sus hijos. Yo me sometí al capricho paterno de buena fe, sólo porque nada deseaba más en este mundo que mi padre se sintiera –aunque sólo fuera por una vez– orgulloso de mí. Y lo hice aun a sabiendas de que no tenía la paciencia suficiente para sacar adelante una carrera universitaria, pues, desde muy joven, un impulso creador me arrebataba de tal modo el espíritu que se me hacía imposible –por falta de interés, pero también de concentración– dedicar a los estudios académicos el tiempo y la constancia que estos requerían. Prefería entregarme al embriagador y efímero deleite que me procuraba la escritura de un poema. De igual modo, en lugar de repasar los apuntes que tomaba durante las pocas clases a las que me sentía con fuerzas para asistir, pasaba las horas leyendo todo tipo de libros que caían en mis manos. Leía más a los clásicos que a los contemporáneos, lo que sin duda desarrolló en mi espíritu un gusto por el tono sentencioso y grandilocuente que, por fortuna, he ido limando con los años; pero lo hacía, en cualquier caso, sin atenerme a un plan previo ni seguir un programa determinado. A decir verdad, nunca soporté ningún tipo de disciplina: era otra muy distinta mi servidumbre.

Llevábamos buen paso porque papá cumplía años ese día y yo no podía soportar la idea de que se sintiera solo. En un día como aquél, en el que tanto debía de echar de menos a mamá, lo imaginaba esperando nuestra llegada con suma impaciencia. Mi madre murió poco después de traernos a este inhóspito mundo, así que no llegué a conocerla. Poco puedo decir de ella y, sin embargo, sobre nadie hablo más. Sólo Dios sabe cuánto he podido echarla de menos. Quizá por esa razón, o por esa sinrazón (porque más que un acto razonable, escribir es para mí una actividad fruto del deliro, combate interior en el que se debate mi conciencia desesperada), muchos de mis poemas hablan de ella, de su ausencia y de mi desamparo, de esta indecible soledad para lo que no sé hallar consuelo. Soledad injusta y, por eso, inmoral. ¿O acaso no hay una suerte de inmoralidad en perder la vida para que otra vida nazca, en dejar de ser para que otro sea?

Sólo tuve madre durante quince minutos, justo el tiempo durante el que fui hijo único. Y, aunque podría juzgarse como una premonición de la desgracia que poco después habría de suceder, me gusta creer que ese cuarto de hora lo pasé llorando en la misma habitación en que ella agonizaba. Lo prefiero así porque eso significaría que mi madre llegó a escuchar mi voz, al igual que yo escuché (aunque ya no lo recuerde) sus últimos gritos de dolor y desgarro. Y así, ese que a la postre habría de ser nuestro único encuentro –con el vagido inconsciente de un recién nacido y el desencajado lamento de una parturienta conformando un diálogo frágil y brutal– pasaría también a convertirse en el instante de mi vida sobre el que más he fantaseado desde que tengo uso de imaginación. Aquel fue, por así decirlo, nuestro pequeño momento de complicidad. Sólo nuestro. Creerlo así me procura una rara sensación de placidez, como si una delicada brisa acariciase el fondo mismo del dolor aplicando una cataplasma de insensibilidad y olvido sobre todo aquello que pudo ser pero que no fue. Quince minutos no dan para mucho: no me traje conmigo su olor, ni su tacto, ni siquiera tuve tiempo de abrir los ojos para plasmar en mi retina la imborrable instantánea de su sufrimiento. Pero conservo la vaga reminiscencia de que durante ese lapso de tiempo mi vida fue mejor, estuvo, por así decirlo, envuelta por una extraña aura de perfección, y yo me sentí tan completo como nunca más volvería a estarlo. Y es que toda mi esperanza presente se reduce al deseo incontenible de poder saber algún día quién soy realmente o, dicho de otro modo, de sentir de nuevo esa rara plenitud del ser en la que poder sentirme uno, entero e indiviso. Porque, en mí, todo ha sido siempre dispersión, confusión, duplicidad: por más que lo intento no logro, ni he logrado nunca, sentirme de otro modo. Quienes me conocen saben que no miento, que dos caras muy distintas dan fe de la dualidad de mi alma.

Quizá el lector imagine que, al escribir sobre mi madre, hallo algún tipo de consuelo, por pequeño que éste sea. Pero lo cierto es que ni en el más purificador momento de catarsis creadora puedo dejar de pensar que mi buena madre –la que fuera mi origen– es ahora una con la nada. Es posible que todos vengamos de esa nada y hacia ella nos precipitemos; pero quisiera que fuera de otro modo. Quisiera dejar de sentir este vacío que me atormenta incluso en sueños, y descansar para siempre junto a ella. Sí, amigo lector, nada me satisfaría más que librarme de esta carga, tan pesada que sólo puedo expresarla sin saber qué digo.

Pero yo no hablaba de mi madre, sino de mi hermano. Como de costumbre, tuvimos que detenernos en una pequeña tienda que nos caía de paso para que él, siempre a última hora, pudiese comprar un regalo para nuestro padre: una baratija que ni siquiera merece la pena mencionar. Por mi parte, yo procuraba hacerle un regalo especial cada año; y este año confiaba en que la sorpresa fuese mayor que nunca. Después de todo, no se cumple medio siglo todos los días. Sólo perdimos un par de minutos en la tienda, pero fueron decisivos para que pocos metros antes de llegar a casa sucediera algo insólito, inexplicable, algo que jamás debió ocurrir (si es que realmente ocurrió, porque ahora, cuando esto escribo, ya no consigo estar seguro de nada). No es sólo que a veces confunda el sueño con la vigilia (como dicen los médicos), sino también el pasado con el presente; hasta tal extremo que en ocasiones creo estar a punto de volverme loco.

Lo único que recuerdo –que creo recordar, debería decir– es que nos cruzamos con una pandilla de gamberros que nos obligaron a subir a una siniestra furgoneta. En su interior se hizo una oscuridad casi total. De repente sentí un calor húmedo y pegajoso que llenó de extraños temores mi frente. Y poco después nos encontrábamos en un descampado que, por momentos, se parecía al patio de recreo de nuestro antiguo colegio. Aquella chusma estaba completamente ebria y, al menos, uno de ellos empuñaba un arma. Otro, de aspecto insignificante y facciones imprecisas, grababa la escena con un teléfono móvil. El que empuñaba el arma, a quien supuse el cabecilla, me entregó un bate de beisbol y me apuntó a la cabeza con el revólver. Ya caía la tarde, y el canto de la alondra se mezclaba en mi aturdido cerebro con el tibio olor de la madreselva.

–Mata a palos a tu doble, o te vuelo la tapa de los sesos –dijo.

Sus compinches rieron aquella ocurrencia del “doble”. Yo le supliqué que nos dejara en paz. Insistí en que no habíamos hecho nada malo a nadie. Le hice saber que nos esperaban en casa para celebrar una fiesta, y que ya se nos hacía tarde. Pero uno de los bárbaros –no sabría concretar su número– me dio un puñetazo en el estómago, y el que me apuntaba con el arma volvió a ordenarme que apaleara a mi hermano; de lo contrario, insistió, podía despedirme para siempre de este mundo. Confieso que en un primer momento sentí verdadero pánico, pero conseguí –aún no sé cómo– reunir el valor suficiente para decir que no. Después de todo, pensé, se trataba de mi único hermano. Además, aunque no sabría decir por qué, tenía la esperanza de que todo aquello no fuese más que un mal sueño; de alguna manera lo intuía desde el fondo mismo de mi corazón. Un sueño demasiado lúcido, quizá, pero un sueño al fin y al cabo.

No era la primera vez que experimentaba uno de estos sueños. Incluso, en cierta ocasión, sufrí una sorprendente experiencia, de esas que se tienen entre el sueño y la vigilia, poco antes de despertar. Una experiencia en la que, durante unos instantes, me pareció salir de mi propio cuerpo y pude contemplar desde una perspectiva vertical –mientras mi cuerpo permanecía horizontal – los muebles de mi habitación y a mí mismo durmiendo en el fondo del espejo que tenía una de las puertas del ropero. En aquella ocasión un convulso temor (mayor que la curiosidad que en mí podría haber suscitado tan extraño suceso) me devolvió repentinamente a mi morada habitual, y desperté al instante, pálido y sudoroso. Era posible, entonces, que estuviese viviendo una experiencia similar. Así que decidí que estaba a punto de despertar de un momento a otro. Este presentimiento me volvió más audaz, y deduje que sólo la proximidad de una acción traumática me haría retornar de aquel sueño opresivo y delirante, de aquel mundo onírico y terrible.

–¡No! –repetí aún con más fuerza, reafirmando así mi corazonada. Y, henchido de orgullo, sentí cómo ese “no” se afianzaba en mi pecho con todo el vigor de un honroso acto de rebeldía.

Tal y como supuse el cabecilla del grupo no disparó. Pude contener a tiempo una mueca de desprecio. También de repugnancia; porque su apestoso aliento enturbiaba los fragantes aromas que la moribunda tarde esparcía a nuestro alrededor, a la par que me hacía más difícil pensar con claridad. Pero casi al instante alguna oscura idea debió de cruzar su mente como un relámpago, y una sonrisa de triunfo iluminó su rostro. Efectivamente: mandó que me quitaran el bate y se lo entregaran al otro, a mi hermano gemelo, a quien dio la misma orden de apalearme si no quería morir allí mismo. Zaratrusta –así lo llamaba yo cuando quería hacerle rabiar– no se lo pensó dos veces, y me hundió el cráneo con duros golpes.

Con gran sobresalto desperté justo en ese momento, para comprender al instante, ahora aliviado, que todo había sido una pesadilla, que yo tenía razón con respecto a la naturaleza de mi sueño y que había sabido prever, con inusitada clarividencia, la extraña pauta que rige  en el interior de los mismos, la sucesión de sus acontecimientos y el tranquilizador desenlace final. Entonces sonreí secretamente agradecido a no sé qué espíritus benévolos por haberme traído de vuelta a la realidad. Lo cierto es que siempre he preferido las pesadillas, cuanto más horribles mejor, a los sueños demasiado amables; porque así, al despertar, uno sale ganando y tiene la sensación, quizá ilusoria, de que este mundo es mejor que el de los sueños.

¡Pobre infeliz, qué lejos estaba entonces de sospechar la verdadera índole de aquellas quimeras! No tardé mucho en recordar que había sido yo quien, unos días antes, había matado a mi hermano en idénticas circunstancias. ¡Dios mío, era un hecho consumado y atroz; pero ni siquiera me sentía culpable! ¡Cómo podría hacerlo!: después de todo, mi propia vida estaba en juego. Hice lo que habría hecho cualquiera en mi lugar: golpeé antes de ser golpeado, actué –como dicen los letrados– en defensa propia. ¿O acaso él no habría hecho lo mismo de haber tenido la oportunidad? ¿Es que existe alguna ley moral, en este o en cualquier otro mundo, que me obligue a confiar en mi hermano hasta ese punto? ¿Debí cederle el testigo, permitir que fuera él quien decidiera su destino y el mío? No, eso nunca. Si acabé con su vida, también acabé con su sufrimiento y con la mala conciencia que debía de atormentarle desde que comprendió que fue él quien mató a su propia madre. Por mi parte, no hice otra cosa que evitarle una nueva culpa: la que le habría acarreado el fratricidio. ¿O no habría de ser lo bastante humano para que le martirizase el mero recuerdo de sus felonías? ¿Pero y yo, no acabo de decir que no me siento culpable? Y, sin embargo, lo maté como se mata a un perro desvalido. Me sería imposible describir aquí el insospechado rencor que se apoderó de mi espíritu, el odio mortal y primigenio que me sacó fuera de mí y me arrastró, como si de un autómata se tratara, a realizar aquella acción inenarrable. Pero nada de eso importa ya. El caso es que todo estaba consumado.

Y todo estaba atado y bien atado en mi mente (y en mi mente, donde se había librado aquella batalla decisiva entre lo racional y lo instintivo, brillaba entonces la esperanza que me conferían la coartada y la aceptación tan pulcramente meditadas: después de todo, aun los actos más deleznables de nuestra existencia aprendemos a aceptarlos si comprendemos que fueron justos y necesarios) cuando, de improviso, sonó el despertador y abrí los ojos realmente. Ahora todo parecían castillos en el aire. La incertidumbre afligía mi pecho. Mi respiración era agitada. Me incorporé en la cama con gran esfuerzo y, junto a la cabecera, pude ver a mi padre, que, desecho en lágrimas, no cesaba de repetir mi nombre. No sé por qué sospeché que velaba mi cadáver. Así que me levanté para hablar con él y hacerle saber que seguía vivo, que todo había sido una pesadilla; pero no parecía verme ni escucharme. Mis esfuerzos por hacerme entender eran inútiles. Extenuado volví el rostro hacía el objeto de su horror: aquel cuerpo que yo acababa de abandonar como en una alucinación, acaso puro extravío de la mente. Y, para mi asombro, pude contemplar el cuerpo de mi hermano tendido, inerte sobre el lecho mortuorio. Desconfié de lo que mis ojos parecían ver con absoluta claridad, y pensé si no sería mi propio cuerpo el que yacía exánime mientras mi alma lo contemplaba desde el exterior. ¡Mi alma!, condenada a vagar errante hasta purgar los crímenes que en vida había cometido. ¡Mi alma!, confusa y extraviada en las profundas y oscuras aguas del remordimiento y la desesperación. Dudé como sólo podemos dudar ante el misterio insondable de la existencia.

Desde entonces nunca más he podido estar seguro sobre si mi vida es ilusoria o real, a pesar de haber escrito todo lo ocurrido en este papel; porque tengo la sensación de que no sería del todo disparatado que volviese a despertar algún día y descubriera que no he escrito nada en realidad. Quizá usted, incauto lector, sólo crea que está leyendo este relato, cuando dicho relato ni siquiera existe. Quizá sueñe que lee. Sé que parece imposible, pero bien podría ser que todos vagásemos por los escenarios de un sueño ajeno y en el que todos, a su vez, nos soñásemos mutuamente con la conciencia cargada de prejuicios, incapaces de ver más allá del bien y del mal, más allá del espejo que nos devuelve la imagen invertida de nuestra propia moral. Por eso también es posible que algún día, en algún lugar, estos papeles cobren apariencia física y encuentren a alguien capaz de comprender mi infinita inocencia. Eso colmaría por completo todos mis anhelos. Porque basta con que un solo corazón –un corazón fraternal y compasivo– consiga abrazar los arcanos de la mente para hacernos justicia y sentirnos poseídos por el mágico espíritu de eso que llamamos amor. ¿Y no es el amor el principio de la dicha y de la libertad? Oh, sí; ya comienzo a sentir en el centro de mi torturada conciencia el clarear de esa nueva aurora: una verdadera aurora capaz de presagiar un mediodía sin sombras.

…..

Leer entrevista con Miguel Bravo Vadillo.

Leer su microrrelato «Un problema sin resolver».

Otros posts que guardan relación con el tema del doble:

El otro Borges, de Jorge Luis Borges.

El otro yo, de Mario Benedetti.

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