
LAS ENTREVISTAS DE NARRATIVA BREVE
Ignacio Ferrando
La oscuridad (Menoscuarto, 2014)
Ignacio Ferrando (Trubia, Asturias, 1972) es una de las voces más representativas de la narrativa española actual. Su primera novela, Un centímetro de mar (2011), ganó el Premio Ojo Crítico y el Premio Ciudad de Irún. Su colección de relatos La piel de los extraños (Menoscuarto, 2012) fue Premio Setenil, al que precedieron otros galardones: Juan Rulfo, NH-Mario Vargas Llosa, Hucha de Oro, UNED, Ciudad de San Sebastián…
Ferrando compagina la tarea de escribir con la docencia en la Universidad Politécnica de Madrid y con la coordinación del Máster de Narrativa de la Escuela de Escritores. Referente en importantes antologías de narrativa breve, el escritor asturiano regresa ahora a las librerías con una novela, La oscuridad, recientemente publicada por Menoscuarto. Una novela que sortea los tópicos narrativos y nos sumerge en un mundo existencialista, introspectivo, donde los personajes se entregan a un juego de espejos y de desdoblamientos identitarios.
Francisco Rodríguez Criado: Quisiera empezar por los primeros impulsos que te llevaron a escribir una novela de las características de La oscuridad. En ella has hecho un ejercicio de distanciamiento geográfico y has viajado (al menos con la imaginación) para presentarnos una historia con regusto nórdico. La recreación ambiental, la trama, incluso los personajes parecen salpicados por el frío y la oscuridad de los fiordos. ¿Hasta qué punto la localización geográfica es importante en tu novela? ¿En qué crees que cambiaría si la trama, aun siendo la misma, no estuviera ambientada en una pequeña población noruega sino, pongamos, en el centro de Madrid o en Manhattan?
Ignacio Ferrando: Siempre he tenido la sensación de que la atmósfera de mis textos tenía un papel capital. El espacio, para mí, es un personaje más en la historia. En este caso particular, la oscuridad nórdica de la noche ártica (que dura tres o cuatro semanas), quiere representar el estado de confusión y pérdida que atraviesa el personaje. De hecho, la novela comienza con la llegada del solsticio de invierno y termina semanas después, con el regreso de la luz. La capacidad simbólica de la noche y la necesidad de que la trama se resolviera más allá de las seis o siete horas de una noche convencional, me llevó a ambientar mi novela en aquellas latitudes. También el frío, el silencio, la grisura de la atmósfera. Todo eso reforzaba el estado anímico del personaje, así como ciertas características esenciales de la historia. Por ejemplo, el aislamiento. El hecho de que en Storbørg, la pequeña ciudad donde está ambientada la historia, emigrasen más de dos tercios de la población durante el Mørketid, me permitía eludir, en buena medida, la presencia de testigos.
Otro de los elementos que persigo con esta ambientación —entroncando con la segunda parte de tu pregunta— es la verosimilitud. Más allá de las necesidades de la trama, que como ves son muchas, esta historia, probablemente, no sería la misma contada en Benidorm o en Madrid. Seguramente podría contarse, pero sería otra, o debería ser otra para que no se resquebrajara la credibilidad del personaje central. Noruega no tiene por qué ser como yo la describo en esta novela (de hecho, tengo serias dudas de que sea así). Lo importante es el territorio mítico, verbal. Si le pongo un nombre propio, si digo que es Storbørg (una ciudad que no existe) es, fundamentalmente, para aprovecharme de los estereotipos que todos tenemos interiorizados (hay una Venecia, un París, un Buenos Aires en el subconsciente colectivo). Asociamos a esos lugares ciertos patrones que no tienen por qué ser reales. Y esos patrones muchas veces son muy útiles desde el punto de vista narrativo.
F.R.C.: En las primeras páginas, mientras iba intimando con la circunstancia del personaje principal, el cineasta Endre Solberg, recordé la cita de Henry David Thoreau: “Casi todas las personas viven la vida en una silenciosa desesperación”. Al principio Solberg asume el suicidio de su esposa Liv (una actriz mediocre, dice él) con cierto desapego y habla del amante de ella con presunta naturalidad, como algo casi ajeno. Sin embargo, con el paso de las páginas esa desesperación deja de ser silenciosa y los lectores asistimos a un intento de angustiosa reinvención por parte del personaje, que ha de luchar –lo convierte en su pulsión vital principal– contra (o a favor) del fantasma de su mujer. Cuando te sentaste a escribir la novela, ¿ya tenías planificado cuál iba a ser la evolución de Solberg y con él su historia o por el contrario todo fue creciendo sobre la marcha?
I.F: Probablemente toda la historia gira alrededor de un gran interrogante. ¿Quién es o quién fue Liv? Y es ese interrogante el que da respuesta a esa aparente contradicción de la que hablas. Podríamos decir que su actitud al principio del texto es desenfada. Aunque subyace un profundo sentimiento de culpa, el protagonista actúa con una aparente frialdad. Sin embargo, la presencia de esa Liv, vamos a llamarla «revisitada», le hace plantearse muchas cuestiones que tienen que ver con lo que sucedió en el pasado. Es decir, Endre piensa que probablemente, si su actitud hubiera sido otra, Liv seguiría viva. De ahí su necesidad de cambiar, de expiar su culpa convirtiéndose en ese personaje llamado Øyvind que representa su alter ego. Lo-que-no-somos-y-siempre-queremos-ser. Hay un ejercicio pendular de insatisfacción en el personaje, igual que lo hay en la esencia de lo humano.
Por otro lado, esta novela salió de un relato —la idea, me refiero— que escribí hace años, al regresar de un viaje a aquel país. El relato se perdió, pero no así la trama que, salvo pequeñas variaciones —más relacionadas con el cambio de género que con la peripecia en sí— quedó después plasmado en la novela. Aun así, la escritura, al menos la que a mí me gusta, debe tener un cierto componente arbitrario. Es profundamente aburrido escribir sabiéndolo todo. Incluso un plan de trabajo debe ser algo vivo, cambiante, con capacidad para adaptarse a las nuevas circunstancias. No sería inteligente cerrarle las puertas a tu personaje y dejar de escucharle, o retorcer las cosas para que haga lo que tú deseas y con ello tener un títere (que poco tiene que ver con mi concepto de personaje). De ahí que Endre se contradiga constantemente y actúe de un modo contrapuesto a como piensa. Reconozco que me encantó ver crecer a ese nihilista entrañable, ser él durante unos meses y distorsionarme a través de voz.
F.R.C.: Tanto en La oscuridad como en la novela que había leído unos días antes, El delito de la lluvia, de Paloma González Rubio, los personajes están inmersos en una suerte de indagación identitaria que conecta, bien mirado, con el propio proceso creativo. En La oscuridad una mujer ocupa la vivienda de Solberg durante varias horas al día, adquiriendo la personalidad de la esposa, recientemente fallecida. Y hay otros movimientos similares durante el transcurso de la historia. La identidad, pues, no se da por consabida, más bien podríamos decir que es fluctuante, como el clima. Es difícil determinar qué son y qué no son los personajes. ¿De dónde procede tu interés por ese desdibujamiento de la identidad?
I.F: Ya conoces ese tópico. Ese que dice que los temas no los elegimos, nos eligen. Y probablemente sea cierto. Miro hacia atrás y veo que mis libros están plagados de investigaciones sobre el yo, de escisiones de la personalidad, de juegos introspectivos donde el alter ego toma vida propia y se da la mano del que siempre hubiera querido ser. Un amigo mío dice que la identidad es el único tema del siglo XXI. Yo no sería tan integrista en este sentido, pero es cierto que la identidad es el motor de todo lo que hacemos y lo que somos. Incluso los temas de pareja —como es el caso de “La oscuridad”— están subvertidos a la identidad. ¿De verdad conocemos tan bien al otro? ¿De verdad nos conocemos tan bien como pensamos? Entonces, cómo explicar que un idílico padre de familia mate a sus tres hijos para vengarse de su mujer, o por resquemor hacía ella, y luego se meta el cañón de una escopeta en la boca. ¿De verdad alguna vez se imaginó haciendo algo así? Cómo explicar esa realidad que nos asalta cada día en el telediario. Supongo entonces que la identidad es un terreno inmejorable para ahondar en el modo en que nos relacionamos con la vida. Supongo que es más una cuestión de enfoque, que meramente temática.
F.R.C.: En una entrevista dijiste que somos interrogantes con piernas. ¿Crees que escribir ayuda a responder a esos interrogantes?
I.F: Sin ninguna duda. Escribir no deja de ser un modo de reflexión. No hay escritura sin lentitud. Hace poco, en una charla que di en un instituto de secundaria, les dije, parafraseando a Pascal, que la mayor fuente de insatisfacción del hombre provenía de no saber lo que desea. Luego les pregunté cuánto tiempo habían dedicado en su vida a pensar cuál era su meta, qué querían hacer. ¿Dos horas?, ¿diez minutos?, ¿cinco segundos? ¿Nada? Les incité a tomarse una tarde libre, a largarse de allí si era necesario, a tomarse ese tiempo vital. No creo que haya clase de instituto, ni de universidad, ni consejo paterno o artículo enciclopédico que sea más importante que esa media hora de uno consigo mismo. Por supuesto se rieron de mí, y yo con ellos, pero supongo que hablaba en serio. O al menos eso es lo que a mí me ha enseñado la escritura. Que si no eres capaz de resolver tus interrogantes, otros los responderán por ti. Y seguramente, cuando mires hacia atrás, no te gustará lo que veas. He escrito demasiado y eso me ha obligado a replantearme cosas que consideraba dogmáticas. Seguramente, si existiera algo similar a la escritura, de uso cotidiano, seríamos mucho más felices. Podríamos detener el tiempo, establecer las prioridades, elegir entre dos opciones con más garantías. El problema de que se lea poco, creo yo, tiene más que ver con el descrédito de la lentitud que con el hecho en sí de leer. Al hombre contemporáneo le siguen fascinando las historias, pero se siente tan angustiado consigo mismo, que, ante el «latido del yo», prefiere todo ese ocio instantáneo, vacuo, de consumo rápido e insatisfactorio.
F.R.C.: Como autor de cuentos y de novelas, ¿cuáles son las diferencias más reseñables que detectas entre ambos géneros?
I.F: Muchas. Pero fíjate, hace años pensaba que las diferencias esenciales entre estos dos géneros tenían más que ver con el ritmo y el tiempo narrativo. Es decir, con cuestiones meramente técnicas. Y seguro que es así. Pero con el tiempo, he llegado a pensar que en novela, lo importante, es el personaje, mientras que en relato, lo es más la peripecia. Y que esa es la diferencia primordial. Si la observo con distancia “La oscuridad” no deja de ser una descripción pormenorizada del interior de Endre. La trama (la peripecia) parece habitar un segundo plano o estar subvertida a lo primero. El relato, por sus características como género, no permite una profundización tan exhaustiva del personaje. Por eso la trama es tan importante. Haz la prueba. Mira hacia atrás. Recuerda una novela que te haya gustado, seguramente te venga a la cabeza el personaje (Ignatius Reilly, Aschenbach, Stoner, Marlowe…). Sin embargo, en los relatos, recuerdas más bien la historia, es decir, esa pregunta que siempre se formula: ¿de qué va?
F.R.C.: ¿En qué se parece y en qué se diferencia La oscuridad de tus trabajos anteriores?
I.F: Para mí “La oscuridad” es un paso adelante cuantitativo con respecto a lo que estaba haciendo hasta ahora. Es cierto que las temáticas son similares, pero el tono narrativo es mucho más maduro y yo diría que personal. Algunos relatos de “La piel de los extraños” ya indagaban en esta dirección, pero es en “La oscuridad” donde creo que se ha consolidado. Lo que más me interesa de esta evolución, sobre todo, son las puertas, ahora casi infinitas, que me abre.
F.R.C.: Ya para terminar, ¿podrías recomendarles a nuestros lectores un cuento o un poema?
I.F: Más bien me gustaría recomendar una nouvelle que se escribió hace quince años y que releí hace poco. Su autor es Mario Bellatín y se titula Salón de belleza. Es probablemente uno de los textos más turbadores con los que me he encontrado jamás. Es un texto maravilloso, alegórico, con un trabajo de ambientación encomiable. También es un texto durísimo, que habla de un salón de belleza que se convierte en un “moridero” al que van los enfermos a pasar sus últimos días. La prosa es colorida y muy precisa, con un alto voltaje simbólico y poético. Vamos, una maravilla que recomiendo desde ya a cualquier lector.
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