Leyenda chilena: «El silbido del viento», de Manuel Pastrano Lozano

 

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Caballo en la cordillera chilena. Fuente de la imagen

 

Leyenda chilena de Manuel Pastrana Lozano: El silbido del viento

Es una mañana calurosa, de cielo despejado y sin nubes, sólo una ligera brisa remece tenuemente esa tranquilidad adormecida. Se viste con ropas livianas, unos bermudas y una polera veraniega. En su pecho se lee la palabra LOLA en letras descoloridas –el apodo de su esposa Dolores- , y por último se pone unas zapatillas deportivas. Se anuda la chomba en su cintura. “Llevaré una manta por si acaso…quién sabe”. Quita su reloj pulsera de la muñeca, cuelga la cantimplora de su hombro y acomoda la pequeña mochila con víveres en su espalda. Quiere perderse en esa naturaleza silenciosa sin tener noción del tiempo…quizá por algunas cuantas horas…quién sabe…y salir de su fastidio cotidiano en esa ciudad ya casi irrespirable.

Sale temprano de la cabaña situada en las alturas de uno de los valles amistosos de la cordillera cercana. Afuera lo espera el caballo manso que le ha preparado con esmero el arriero lugareño. Se monta y empuña las riendas dándoles un controlado tirón que parece despertar al caballo somnoliento. Comienza entonces su ascenso por el sendero conocido y pocas veces transitado. “Es peligroso –le ha advertido el arriero-. Tenga cuidado, esté atento y confíe en el caballo, lo ayudará a sortear los escollos del camino. Lástima que usted quiera viajar solo, patrón, la cordillera es traicionera, a veces ocurren cosas imprevistas”.

El trayecto es largo hasta la base. Desde allí, los montañistas escalan los requeríos abruptos intentando alcanzar, la mayoría de las veces con éxito, la cumbre de ese coloso grisáceo, el cerro El Plomo, que lo ha fascinado desde niño.

De vez en cuando, el caballo agita nervioso su cabeza tratando de espantar los porfiados tábanos que lo incomodan. A veces resopla cansado y tropieza con algún pedrusco que interrumpe su andar monótono, reposado. El caballo es viejo, más que nada se desplaza con el instinto infalible del que siempre ha conocido esas tierras.

En algunos tramos el sendero que remonta es tan estrecho que permite apenas el andar cauteloso de sólo una persona o un caballo. Muy abajo, en las profundidades divisorias de los montes, entre los desfiladeros escarpados, yermos, se ven riachuelos y algunos ríos turbulentos, que serpentean desesperados en busca de un mar imposible dejando una huella estéril y seca.

Sofocado por el calor que lo agobia, el hombre se quita la polera y deja su torso al desnudo. Pero los punzantes rayos del sol de mediodía lo queman despiadados y lo obligan a ponerse otra vez la polera. Ha olvidado en la cabaña su gorro protector. No vislumbra ningún lugar donde pueda encontrar una sombra que lo cobije mientras el sol se mueve lentamente encaminándose hacia su ocaso en el horizonte lejano.

Luego comienza a soplar el viento. Al principio débil, después más fuerte y penetrante. Su ulular pareciera el susurro de un nombre, que el viajante no puede distinguir y que se pierde entre los ecos de las montañas. También nota que al principio surgen nubes tímidas y que poco a poco se van transformando en nubarrones más cercanos y alarmantes. Empieza a llover y luego a granizar. Se pone su chomba pero no alcanza a cubrirse con la manta.

De pronto el caballo suelta un relincho imprevisto, entrecortado, como el tartamudeo nervioso de alguien que siente miedo. Voltea su cabeza, y su cuerpo tembloroso ensaya volverse, retroceder con la intención de desandar el camino. El viajero lo sujeta firme con las riendas y lo palmotea susurrándole palabras cariñosas. Se yergue un poco de la montura y lo aguijonea suave con sus piernas. “Dale, dale, sigue amigo, ya falta poco, dale, dale, un pequeño esfuerzo más”.

El caballo se detiene por completo, erguido, sin mover un solo músculo. El viajero comprende que no dará ningún otro paso. Eso está claro. Desciende de la montura, se planta en tierra y le acaricia el cuello. “Ya vuelvo, espérame –le dice sin convicción-. No voy a ceder…estoy tan cerca, queda muy poco para llegar a la base… así podré descansar un rato contemplando la montaña ploma”. Se envuelve con la manta y prosigue con dificultad su camino en un día que de improviso se ha hecho muy frío y se acerca rápido a la noche. Su andar lento, dificultoso, va dejando huellas que rápidamente se cubren de nieve a medida que asciende por un sendero cada vez más resbaladizo y ya casi invisible. Ahora el viento sopla aún más fuerte confundido con la neblina de un paisaje inexistente. Siente estremecimientos y tirita. Tiene miedo. Y constata con angustia que está perdiendo el sentido de la orientación, el sentimiento extraño de no reconocer lo que debieran ser espacios conocidos. Ahora es una planicie de nieve sin extremos, sin límites, sin bordes, plana, como si fuese un laberinto sin muros ni fronteras. Sólo ve una niebla interminable como la oscuridad de una noche sin estrellas.

A tientas y casi ciego, cree atisbar lo que parece ser una pequeña cueva incrustada en la roca blanquecina. “Por fin” –se dice alucinado. Y añora un rescate imposible. Aturdido, semiinconsciente penetra en la oquedad que –piensa- le servirá de escondrijo esperando a que el vendaval pase. Pone la mochila en el suelo e intenta sentarse en ella, pero el hueco es estrecho y pequeño, pareciera hostil vistas las circunstancias. Apenas sólo cabe él y semi agachado. Sus escalofríos semejan a un sismo leve pero tenaz, prolongado. Ahora escucha claramente el silbido del viento que repite con furia un nombre para él muy familiar: LOLA. Intenta dar un sorbo de la cantimplora, tiene mucha sed y los labios resecos. Pero no puede, ya no tiene fuerzas para ello.

Y en esos instantes postreros, con sus manos tambaleantes, ya entumecidas, y el resto de su cuerpo congelado, recuerda las palabras del viejo arriero que le ha contado antes de que parta a su aventura la leyenda de la Lola. “Váyase con calma, patrón, no tome a broma lo que voy a decirle, se lo digo en serio, si ve un cambio repentino en el tiempo, vuélvase lo antes posible, sé por qué se lo digo…cada vez que silba el viento por aquí en la montaña sabemos que es la Lola que busca algún viajero extraviado para llevárselo con ella…recorre los montes… -y le señala los cerros lejanos. Algunas noches, los hombres que andan en las colinas escuchan una voz que los llama, y ven a una mujer joven, bonita, vestida de blanco y que arrastra un ataúd negro…el hombre que la sigue estará perdido, ya que lo matará al creer que es el asesino de su marido al que está buscando. Su espíritu vengativo recorre los cerros y las minas, dando gritos que se confunden con el silbido del viento…dicen que es el alma en pena de una mujer enloquecida, que rebusca al que asesinó a su esposo infiel en la montaña y que seguirá buscándolo para siempre porque la que lo mató es ella misma, lo apuñaló mientras dormía…así lo dice la leyenda, patrón. Y yo lo creo….

 Acuérdese del silbido del viento, patrón”.

 

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