LEYENDA DE TERROR: LA DESPEDIDA
Por encima de cualquier cosa, Bartolomé adoraba a su hija Casandra. Sin embargo, todo ese amor se convirtió en resentimiento cuando ella le confesó que estaba embarazada.
Esta noticia no fue bien digerida por Bartolomé, pues él estaba chapado a la antigua.
-Recuerda bien esta fecha. Hoy has muerto para mí –dijo el padre.
Transcurrieron varios años y una tarde recibió un telegrama en donde le avisaban que su hija había fallecido a causa de una grave enfermedad. Bartolomé ignoró la nota y ni siquiera asistió al funeral.
Sin embargo, en otro entierro, en el que fungía como acompañante de una vecina, algo llamó su atención.
Se trataba de una mujer que estaba parada aproximadamente a unos 50 pasos de donde él se hallaba. Lo más extraño es que aquella dama iba vestida con un traje de color negro y un enorme velo que le cubría completamente su rostro.
Bartolomé esperó a que el resto de la gente regresara a sus casas y caminó hacia donde la mujer estaba y le preguntó:
-¿Doña Eduviges era su pariente?
-No. Deseaba hablar con usted. Intuí que esperaría a que nos quedáramos solos para poder conversar.
El tono de voz de la misteriosa mujer era áspero y ronco. Es más, por momentos parecía que sus palabras producían un fuerte eco en el viento.
Aquel hombre estaba asustadísimo, le temblaban las piernas y las manos.
-Dispénseme, pero tengo que preguntarle algo. ¿Es usted la muerte? –cuestionó Bartolomé.
-Jajaja ¿tan vieja le parezco? Bien sé que mi esbelta figura se adapta perfectamente a las descripciones que la gente ha hecho de la “catrina” en cientos de leyendas, pero no tema, no le haré daño. Para demostrarle mi amistad, lo invito a beber una copa la próxima semana. Esta es la dirección en donde lo estaré esperando…
Ambos se despidieron y se marcharon por distintos caminos. Los días de esa semana transcurrieron en un suspiro. El día sábado Bartolomé sacó de su armario el mejor traje que tenía y acudió puntualmente a la cita.
La casa de la mujer era una mansión. Las paredes estaban pintadas de blanco y las columnas que adornaban la entrada principal eran de mármol.
Llamó a la puerta y en un santiamén un mayordomo acudió:
-Pase usted, por favor, permítame su abrigo. La señora lo está esperando en el comedor. En un segundo lo conduzco hasta allá –dijo el mayordomo.
-Aquí lo tiene y muchas gracias. Lo espero, no se preocupe –respondió el hombre.
-Bartolomé, ¡qué alegría me da verlo! Me doy cuenta que además de ser una persona muy puntual, también sabe elegir el vestuario adecuado para una cena formal –exclamó la dueña de la casa.
-¿Cena? Creí que sólo íbamos a beber una copa.
-Usted es mi invitado y yo solo deseo ofrecerle lo mejor de lo mejor. Julián (así se llamaba el mayordomo), dile a los meseros que comiencen a traer los platillos.
-Sí, madame, como lo ordene.
Durante el tiempo que degustaron el aperitivo, ninguno de los dos emitió el más mínimo sonido. No fue hasta la hora del postre, cuando aquello dejó de ser formal para convertirse en una charla amena.
-Don Bartolomé, ¿puedo preguntarle algo?
-Sí, señora, lo que quiera.
-¿Tiene hijos?
-No, señora. Jamás tuve descendencia.
En ese instante, la mujer se levantó de su asiento y vociferando le dijo:
-¿Y su hija Casandra? La que nunca perdonó por haber cometido un pequeño error. ¿Sabe lo que ella sufrió al estar alejada de usted?
-Seguro no sufrió mucho. Se fue con su prometido y nunca se comunicó conmigo.
-No lo entiendes, papá, era sólo una adolescente.
Al terminar esa frase, la mujer se quitó el velo y Bartolomé pudo ver que se trataba de su hija. La impresión hizo que muriera al instante, sin poder despedirse de ella.
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