Se encontraron por un capricho del azar. No se conocían, pero les bastó mirarse para caer fulminados por lo que en Sicilia llaman el rayo del amor. Sin pronunciar una palabra corrieron al lecho (al de ella, que estaba siempre pronto) y se lanzaron el uno contra el otro como los pugilistas en el gimnasio.
A la mañana siguiente fue Eneas el primero que despertó. Decidido a proseguir su viaje por el Mediterráneo, e incapaz de abandonar a una mujer sin una explicación, le dejó sobre la mesita de luz un papel en el que escribió con sublime laconismo: “¡Desdichada, lo sé todo! Adiós”. Y se fue, la conciencia tranquila y el ánimo templado.
Varias horas después Dido abrió los ojos, todavía lánguida de placer, vio la esquela y la leyó. ¿Qué es lo que sabe de mí, si ni siquiera le revelé mi nombre?”, se preguntó, estupefacta. Por las dudas comenzó a pasar revista a su pasado, hasta que experimentó tanta vergüenza que se bebió un frasco íntegro de vitriolo.
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