[…] A ver lo que yo contaba: quien no conocía a Reinaldo, pronto terminó conociéndolo. Digo, a Diadorim. Nosotros habíamos llegado por fin, sin soberbia alguna, contentos por encontrarnos con tantos compañeros en armas: de todos, todos eran garantía. Entramos en medio de ellos y, mezclados buscamos uno de los fogones para acuclillarnos y prosear. Sin novedad, el señor sabe: en rueda de fogón, toda conversación es mezquindad de tiempos. Alguno explicaba los combates con Zé Bebelo, nosotros el nuestro: todo el itinerario del viaje para historiarse de poco. Pero Diadorim era un joven tan galante, las finas facciones caprichosas. Uno o dos de entre los hombres, no encontraban en él modos de macho y pensaban que era más bien novato. Así lueguito comenzaron, ahí, enzafados. De esos dos, uno -un bellaco- tenía por apodo el Chivo Marimacho. El otro, un negrote, se decía Fulorencio, vea el señor. Mal par. […]
Prosas escogidas: «Gran Sertón: Veredas», de João Guimarães Rosa
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