Cuento breve recomendado: «Una breve historia de la peluquería», de Julian Barnes

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Julian Barnes, cuento, peluquería
Escritor inglés Julian Barnes. Fuente de la imagen

“Cuando yo era chico era muy común, y no sólo en Inglaterra, que los tres temas tabú fuesen sexo, política y muerte, por lo que mis padres nunca me dijeron de dónde venía, nunca me dijeron por quién votaban y ciertamente no discutíamos sobre la muerte. Ahora hablamos de sexo todo el tiempo, de política ni qué decir, pero la muerte no se menciona. Tengo un amigo que es muy inteligente y está seriamente deprimido y con él hablamos o nos intercambiamos emails sobre la muerte cada tanto, pero es la excepción. En cambio, la generación de fines del siglo XIX pensaba y hablaba sobre la muerte mucho más. Por ejemplo, en el diario de los hermanos Goncourt, vemos cómo los grandes escritores de la época se encontraban para comer y hablar de la muerte en París y luego los Goncourt anotaban todo lo que decían como si nada. Vivimos en una era confesionaria, como uno puede comprobar encendiendo en cualquier momento la televisión, pero me parece que ellos miraban la vida -y por ende la muerte- mucho más a la cara”.

 

“Fui a muchos peluqueros a lo largo de mi vida y usé pedacitos de cada uno para componer mis personajes, pero me pareció que el tema de los peluqueros era bueno para esta colección de cuentos porque el pelo, el color, el corte, es lo que más nos hace darnos cuenta del paso del tiempo. Además, el tema servía para reforzar esta idea de que el corazón y el cuerpo envejecen a velocidades distintas. En lo personal, encuentro tremendamente aburrido ir a la peluquería, así que para mantenerme despierto y que no me corten una oreja, les doy charla a los peluqueros y me entero de sus vidas. Esa es una de las ventajas de ser novelista, una situación objetivamente aburrida o un encuentro con una persona desagradable no son aburridos o desagradables porque son material potencial para una historia. Esto no quiere decir que cuando me cortaban el flequillo de niño pensara «Ah, esto lo voy a usar para una novela», ni siquiera que se me haya ocurrido cuando le dije por primera vez al peluquero «No me muestre cómo quedó atrás», pero la realidad es que más adelante toda experiencia se vuelve útil”.

Julian Barnes

 

Julian Barnes recrea en el cuento “Una breve historia de la peluquería” la vida de Gregory como niño, como joven de cierta edad y como adulto, en el contexto de los cortes de pelo en distintas peluquerías. De esta manera tan original y ocurrente el lector asiste divertido a los cambios que vive un hombre en su vida, a las transformaciones físicas, pero también las interiores, del protagonista y a una postura crítica y cínica ante la sociedad inglesa contemporánea.

El texto que presento es la 2ª parte de dicho cuento y en él el diálogo directo del peluquero y el protagonista, ahora en su plena juventud, se alterna con las reflexiones internas de tono desabrido sobre el dicho peluquero que le atiende y las diatribas contra las peluquerías, intercaladas con  referencias a la tormentosa  relación con su novia Allie, al matrimonio (“El matrimonio es la única aventura accesible a los cobardes”) y a otras circunstancias personales sobre el mundo que le rodea. Resalta en estas variopintas elocubraciones del protagonista un tono enojado y crítico, irónico y radicalmente arrogante.

Miguel Diez R.

 

UNA BREVE HISTORIA DE LA PELUQUERÍA (2)

Julian Barnes (Inglaterra, 1946)

(cuento)

El peluquero echó un vistazo, con un desprecio cortés, y pasó un cepillo exploratorio por el pelo de Gregory: como si, en el fondo de aquella maleza, pudiese haber una raya perdida hacía mucho tiempo, como una senda de peregrinos medievales. Un displicente floreo del cepillo desplazó la masa de pelo sobre los ojos de Gregory y hasta la barbilla. Por debajo de aquella cortina súbita, pensó: Que te jodan, tío. Estaba allí únicamente porque Allie ya no le cortaba el pelo. Bueno, por el momento, en todo caso. Evocó de ella un recuerdo apasionado: él en la bañera, ella le lavaba el pelo y luego se lo cortaba mientras él estaba sentado. Él quitaba el tapón y ella le cepillaba los pelos cortados con la alcachofa de la ducha, jugando con el chorro, y cuando él se levantaba ella, la mayoría de las veces, le chupaba la polla, así, como si nada, al mismo tiempo que le sacudía los últimos pelos. Sí.

-¿Algún sitio… en especial…, señor?

El tío fingía que se daba por vencido en su búsqueda de una raya.

-Córtelo hacia atrás.

Gregory dio un cabezazo vengativo para que el pelo volviera a su sitio sobre la coronilla. Sacó las manos de la fina sabana de nailon, se peinó con los dedos como estaba antes y luego se ahuecó el pelo. Igual que lo tenía cuando entro en el local.

-¿Como de largo…, señor?

-Un palmo más abajo del cuello. Por los lados hasta el hueso, hasta aquí.

Señaló la línea con los dedos corazón.

-¿Y quiere un afeitado, ya que estamos?

Un puto descaro. Eso es lo que es un afeitado en estos tiempos. Sólo los abogados, los ingenieros y los guardas forestales hurgaban en sus neceseres todas las mañanas y se abrían tajos en el rastrojo de barba, como calvinistas. Gregory se colocó de costado ante el espejo y se examinó con los ojos entornados.

-A ella le gusta así -dijo, a la ligera.

-Casado, ¿eh?

Ojo, cabronazo. No me vaciles. No ensayes conmigo el rollo de la complicidad. A menos que seas marica. No es que yo tenga nada contra ellos. Estoy a favor de la libertad de elección.

-¿O está ahorrando para ese suplicio?

 Gregory no se molestó en contestar.

-Veintisiete años de casado, servidor -dijo el tío, al dar los primeros cortes-. La cosa tiene altibajos, como todo.

Gregory gruñó de  un  modo  más  o  menos  expresivo,  como en el dentista cuando tienes la boca llena de hierros y el mecánico insiste en contarte un chiste.

Dos críos. Bueno, el chico ya es mayor. La chica todavía vive en casa. Crecerá y se irá antes de que nos demos cuenta. Al final todos ahuecan el ala.

Gregory miró al espejo, pero el tío no le estaba buscando la mirada: solo cortaba, con la cabeza gacha. Quizá no fuese un mal tío. Aparte de ser un pelma. Y, por supuesto, su psicología sufría la deformación terminal causada por decenios de complicidad en el nexo de la explotación entre amo y siervo.

Pero quizá usted no sea de los que se casan, señor.

Esta sí que es buena. ¿Quién acusa a quien de ser marica? Siempre había aborrecido a los peluqueros, y aquel no era una excepción. Puto marido provinciano con dos-coma cuatro hijos, paga la hipoteca, lava el coche y lo guarda en el garaje. Una bonita parcela de jardín al lado de la vía del tren, mujer con cara de perro chato tendiendo la colada en uno de esos tendederos de metal, sí, sí, ya veo. Seguro que él juega de ábitro los sábados por la tarde en alguna liga de mierda. No, ni siquiera de árbitro, sólo de linier.

Gregory se percató de que el tío hacía una pausa, como si aguardase una respuesta. ¿Quería una respuesta? ¿Qué derecho tenía a pedirla? Vale, vamos a meterle en cintura.

El matrimonio es la única aventura accesible a los cobardes.

, bueno, seguro que usted es más inteligente que yo, señor -contestó el peluquero, en un tono que obviamente no era afable-. Por haber ido a la universidad.

Gregory se limitó a gruñir de nuevo.

No soy quién para juzgar, claro, pero me parece que las universidades enseñan a los estudiantes a despreciar más cosas de las que debieran. Al fin y al cabo, las pagamos con nuestro dinero. Pero me alegro de que mi chico fuera a la politécnica. No le ha venido mal. Ahora gana buena pasta.

Sí, sí, suficiente para mantener a los siguientes dos­ coma-cuatro hijos y para tener una lavadora un poco más grande y una mujer un poco menos perruna. Bueno, había gente así. Puñetera Inglaterra. Pero todo aquello iba a ser erradicado. Y los primeros en desaparecer serían estos locales retrógrados de amo y siervo, conversación forzada, conciencia de clase y propinas. Gregory no era partidario de dejar propina. Lo consideraba un refuerzo de la sociedad respetuosa, tan degradante para quien la da como para quien la recibe. Degradaba las relaciones sociales. De todas formas, él no se la podía permitir. Y, además, qué coño iba a darle propina a un tijeras que le acusaba de ser un chupapollas.

Estos capullos eran una especie en extinción. Había sitios en Londres diseñados por arquitectos, donde ponían los últimos éxitos en un equipo de sonido funky, mientras un esquilador te rebajaba el pelo y lo adaptaba a tu personalidad. Costaba un riñón, por lo visto, pero era mejor que esto. No era de extrañar que el local estuviese vacío. Una radio de baquelita rajada en una estantería alta estaba emitiendo música de te danzante. Deberían vender bragueros, corsés ortopédicos y suspensorios. Acaparar el mercado de prótesis. Piernas de madera, ganchos de acero para manos cercenadas. Y pelucas, por supuesto. ¿Por qué los peluqueros no vendían pelucas? Al fin y al cabo, los dentistas vendían dientes postizos.

¿Qué edad tendría aquel pollo? Gregory lo miró: huesudo, con ojos despavoridos, un corte de pelo absurdamente corto y alisado con gomina. ¿Ciento cuarenta tacos? Probó a calcularla. Veintisiete años de casado. ¿Cincuenta, entonces? Cuarenta y cinco si la dejó embarazada en cuanto se la sacó. Si es que alguna vez fue tan intrépido. El pelo ya entrecano. Seguramente también el vello púbico. ¿Encanecía el vello púbico?

El peluquero terminó la fase de poda, dejó caer las tijeras, de un modo insultante, en un vaso de desinfectante, y sacó otro par más pequeño y grueso. Chic, chic. Pelo, piel, carne, sangre, todo tan cerca, cojones. Barberos-sangradores es lo que habían sido en los viejos tiempos, cuando la cirugía significaba una carnicería. La cinta roja alrededor del poste tradicional de los barberos indicaba la tira de tela que te enrollaban en el brazo cuando te sangraban. En su enseña comercial había también un cuenco, el cuenco donde caía la sangre. Ahora han abandonado todo aquello y se han hecho peluqueros. Propietarios de un huerto, que sangran la tierra en lugar de un antebrazo extendido.

Todavía no lograba comprender por qué Allie le había plantado. Dijo que era demasiado posesivo, que no la dejaba respirar, que estar con él era como estar casada. No me hagas reír, dijo él: estar con ella era como estar con alguien que salía con otra media docena de tíos al mismo tiempo. Justo a eso me refiero, dijo ella. Te quiero, dijo él, con súbita desesperación. Era la primera vez que se lo decía a alguien, y supo que era un error. Uno lo decía cuando se sentía fuerte, no débil. Si me quisieras me comprenderías, contestó ella. Bueno, entonces respira y vete a tomar por el culo, había dicho él. Sólo fue una pelea, nada más que una estúpida y puñetera pelea. No tenía importancia. Excepto que habían roto.

-¿Lepongo algo en el pelo, señor?

-¿Qué?

-¿Algoen el pelo?

No. No hay que alterar la naturaleza.

El peluquero suspiró, como si en los últimos veinte minutos la hubiese estado contaminando, y como si en el caso de Gregory aquella injerencia absolutamente necesaria hubiera acabado en una derrota.

El fin de semana por delante. Corte de pelo, camisa limpia. Dos fiestas. Esta noche, compra comunitaria de un barril de cerveza. Ponerse ciego y a ver qué pasa: es la idea que tengo de no alterar la naturaleza. Ay. No. Allie. Allie, Allie, Allie. Átame el brazo. Te extiendo las muñecas, Allie. Donde tú quieras. No con propósitos médicos, pero clava la lanceta. Adelante, si lo necesitas. Sángrame.

-¿Que ha dicho del matrimonio hace un momento?

-¿Eh? Ah, que es la única aventura accesible a los cobardes.

-Pues si permite que le diga algo, señor, a mí el matrimonio siempre me ha ido muy bien. Aunque claro que usted, como ha estado en la  universidad,  es más  inteligente que yo.

-Era una cita -dijo Gregory-. Pero le tranquilizará saber que la autoridad que dijo eso era un hombre más inteligente que nosotros dos.

-Tanto que no creía en Dios, me figuro.

Sí, tanto, quiso decir Gregory, tan inteligente como eso. Pero algo le contuvo. Solo se atrevía a negar la existencia de Dios cuando estaba entre escépticos como él.

-Y, si me permite preguntar, señor, ¿era de los que no se casan?

Uf. Gregory lo pensó. No había habido una esposa, verdad? Exclusivamente amantes, estaba seguro.

-No, creo que no era de los que se casan, como usted dice.

-Entonces, señor, ¿quizá no fuese un experto?

En los viejos tiempos, reflexionó Gregory, las barberías habían sido lugares de mala fama, donde individuos ociosos se reunían para contarse las últimas noticias, y donde tocaban el laúd y la viola para esparcimiento de los  clientes. Todo aquello volvía ahora, por lo menos en Londres. Luga­res llenos de cotilleo y de música, regentados por estilistas cuyo nombre salía en las páginas mundanas. Primero unas chicas con suéter negro te lavaban el pelo. Guau. No tener que lavarte el pelo antes de ir a que te lo corten. Al entrar saludabas con la mano y te sentabas con una revista.

El experto en el matrimonio sacó un espejo y le mostr6 dos vistas gemelas de su obra. No estaba mal, tuvo que admitir, corto por los lados, largo por detrás. No como algunos tipos de la facultad, que se dejaban crecer el pelo par todas partes a la vez, barbas que parecían broza de una ciénaga, antiguas patillas de boca de hacha, a la usanza inglesa, cascadas grasientas cayendo par detrás, lo que se te ocurra. No, el lema de Gregory era alterar la naturaleza solo un poquito. La tirantez constante entre la naturaleza y la civilización era lo que nos mantenía alerta. Aunque, por supuesto, así  no  se hacía nada más que eludir la cuestión de cómo defines la naturaleza y cómo la civilización. No era tan sencillo coma elegir entre la vida de un animal y la de un burgués. Tenía que ver más bien con…, bueno, toda clase de cosas. Sintió una aguda añoranza de Allie. Sángrame, y luego átame. Si la recuperaba sería menos posesivo. Aunque para él, cuando vivían  juntos, aquello había sido como ser una pareja. Al prin­cipio a ella le había gustado. Bueno, no había puesto objeciones.

Se percató de que el peluquero seguía sosteniendo el espejo.

-Si -dijo con desgana.

El espejo fue depositado sobre su cara reflectante y desatada la fina sabana de nailon. Un cepillo le barrió de parte a parte el cuello. A él le hizo pensar en un batería de jazz con la muñeca floja. Pishh, pishh. Quedaba cantidad de vida por delante, ¿no?

La peluquería estaba vacía y de la radio seguía saliendo un quejido pegajoso, pero aun así fue una voz baja, cerca de su oreja, la que sugirió:

-¿Algo para el fin de semana, señor?

Tuvo ganas de decir que sí, un billete de tren a Londres, una cita con Vidal  Sassoon, un paquete de salchichas para una barbacoa, una caja de cervezas, unos cuantos cigarrillos de hierba, música que te adormezca la mente y una mujer a la que yo le guste de verdad. Pero bajó la voz y respondi6:

-Un paquete de condones, por favor.

Conchabado por fin con el peluquero, salió al día radiante, reclamando que empezara el fin de semana.

 

“A Short History of  Hairdressing”, The New Yorker, 27, Sep. 1997

The Lemon Table, 2004

La mesa limón, Barcelona, Anagrama, trad. Jaime Zulaica, 2005, págs. 18-25 

Otro cuento ambientado en una peluquería:

Cuento breve recomendado: “En la peluquería”, de Kjell Askildsen

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