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Ernesto Bustos Garrido nos envía
un cuento que narra historias al sur del Canal Beagle, al fin del mundo, donde tres pueblos originarios dejaron su huella, la cual hoy solo la encontramos en el recuerdo de algunos y en los museos. El cuento se llama «El sexto hijo» y va con una fotografía de un grupo de niños fueguinos.
Al final del cuento, Bustos Garrido aporta un breve comentario.
El sexto hijo
Alvaro Barros
(cuento)
Rosenda, esposa de Aleazar, está muriéndo. Está pariendo y no puede parir. Es muy chica la casa en Puerto Sonia para sobrellevar sus estertores. Ayer comenzó. Venía con el balde desde el remanso.
-¡Aleazar!
De rodillas. Con Maucho la transportaron a la cama. Por fin esta guagua. Sexto hijo. Dos habían muerto. Aleazar hizo en todos de partero. Lo hizo bien hasta los dos anteriores. En Williams habían insistido en que no actuara solo. Van ocho días de temporal. Puerto Sonia está tan a trasmano.
Rosenda transpira. Sigue acezando. Los ojos se revuelven en la obscuridad. Cada hora, cada momento de este bulto que pugna infructuosamente por salir, está presente en un sufrir que no termina.
Iba a venir una barcaza.
El mayor de los niños entra con un vaso de agua. Fijamente. Se retira tenso. Allí en la cama la mamá sola. Tan abiertos los ojos, tan abierta la boca. Nunca antes así. Llena de baba.
El viento no cesa. No cesan los pujos secos.
Don Santiago llegó. Sólo sabe en estos trances, ayudar a las ovejas.
-Rosenda morirá.
-Mamá va a morir.
-Vamos a enterrar a la comadre.
Sentados los dos hombres y los tres niños. Viven cada lloro, cada grito, la respiración y a sorbos, ya implorante y larga.
Los vasos están llenos. Aleazar trae tablas y listones. Bajo el grupo de canelos. Junto a los dos finaditos. Allí la tierra es blanda.

El viento no logra tapar la boca de la enferma. Sale el hombre a tropezones. Podría venir la ayuda por el mar. Por tierra sería imposible. Tanta nieve. Nadie previno nada. En Puerto Toro hay gente. En Piedras. En Lennox están los Aguilar y los marinos. Y si alguien pasara desde Nueva… Tantas millas, tanto viento. ¿Y si viene la barcaza?
Sube Aleazar la colina en la boca del río. Ha repetido diez veces el inútil viaje. Jamás podría venir nadie en un día así.
Las tablas están aserruchadas más largo de lo necesario. Un metro ochenta. Es corta la Rosenda. El martillo remacha los quejidos. Nadie entra. Té y pan. Uno de los chuicos vacío.
Tercer día. Dejarla morir. Mojado Aleazar de su viaje sin destino. Sin ver siquiera una gaviota. Todo el tiempo los perros de un lado a otro, acurrucándose para luego ir a buscar un sosiego imposible en otro sitio. Otro vaso de agua implorado con una voz llanto.
-¡Terucaaa!
La niña no se atrave. Nolfa tampoco.
-Son tan niñas. ¡Anda tú, hombre! ¡Anda, Maucho! ¡Anda!
El aire entra a sorbos a los pasos de esos latidos que Rosenda siente más tenues junto a los ojos. Rosenda conforma nítidamente todos los preparativos a través del viento que raspa el muro y repiquetea en los latones. Como descueraron el cordero. La leña. Las velas. El caldo. La espera. Aleazar yendo, llegando. No entrando.
Cuando la muerte comienza a tiritar en los labios, y las piernas abiertas, frías, ya no las siente. Rosenda se encoge sin poder expulsar la saliva que le ha llenado la boca y en un retortijón que le acumula crispante todo el vigor trémulo que resta, los ojos proyectados hasta el escozor, repentina, extrañamente, se abren las compuertas, desgajándose, en un dolor flácido, el inmenso bulto, el bultito, ese hijo que llega en la tempestad. Sale, sale. Sale, sale, sale. Todos los tensores van cediendo. La cabeza en la almohada húmeda y fría. Los brazos, las piernas.
-Aleazar.
Apenas pronunciado.
-¡Alezar, la guagua!
Se detuvo el viento. El hombre brillante de alcohol asoma en este tercer día. La guagua debe llorar.
-¡Traigan agua!
Las manos toman el cuerpecito y lo levantan. Hombrecito. El cordón umbilical. Las amarras, el corte. Está muerto.
El sol se deja caer desde el horizonte y penetra ahuyentando un poco el frío.
Rosenda se durmió sin saber. Duerme, duerme. El cajón se desclava. Una cajita chica. Los canelos. Cazuela. Horas.
Llega la barcaza a Puerto Sonia.
Álvaro Barros, Al sur del Beagle, Aconcagua, Santiago de Chile, 1976
Comentario
Cuento incluido en el libro “Al sur del Beagle”. Editorial Aconcagua. Colección Mistral. El autor, Alvaro Barros, es un arquitecto chileno que vivió en Tierra del Fuego alrededor de los años 1965-1969. Los escenarios de su trabajo narrativo son las cerrazones, las estepas patagónicas; son los mares australes, allá, al fin del mundo, todavía surcados (en esos años) por frágiles embarcaciones de árboles ahuecados con fuego y donde navegaban con recio temporal, los postreros vestigios de las tribus onas y yamanas, ultimadas por la codicia del hombre blanco. Son historias que testimonian la épica de esas etnias, puras o mestizadas, entre medio de un puñado de islas, en el archipiélago del Cabo de Hornos, que hablan de existencias subhumanas, de abandono, soledad, brutalidad, coraje y conformismo.
Ernesto Bustos Garrido[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column width=»1/1″][vc_message color=»alert-info» style=»rounded»]
Ernesto Bustos Garrido (Santiago de Chile) es periodista de la Universidad de Chile, donde impartió clases así como en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, fundamentalmente en La Tercera de la Hora. Fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar.
Amante de los viajes y de la escritura, admira a Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Nicanor Parra, Vicente Huidobro, Francisco Coloane, Ernest Hemingway, Cervantes, Vicente Blasco Ibáñez, Pérez Galdón, Ramiro Pinilla, Vargas Llosa, García Márquez, Jorge Luis Borges y Juan Rulfo.
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