EL REFLEJO
Eva Concepción Herrero
(cuento)
Una vez terminada la mudanza decidí dar una vuelta por los alrededores de mi nuevo barrio: el Cabanyal de Valencia. Anduve durante más de una hora absorto en mis pensamientos, cómplice de las miradas de mis nuevos vecinos. Al poco tiempo llegué a un barrio un tanto tétrico. Las ventanas cerradas clausuraban la vida interior de los hogares, las farolas desprendían una tenue luz con la que apenas se adivinaba el contorno de los objetos que bañaba con su haz, incluso una tímida neblina comenzó a envolverme sigilosamente.
A escasos metros entreví una tienda con un cartel parpadeante en el que rezaba en escalofriantes letras góticas: “luna llena” el cual llamó mi atención al instante. Parecía ser lo único con vida en aquel fantasmagórico lugar. Me acerqué ahogado en mi propia curiosidad y abrí lentamente la pesada puerta de metal. Dentro reinaba un ensordecedor silencio. Aún estaba tratando de acostumbrar mi vista a la luz de lo que parecía una estancia abandonada cuando una corpulenta mujer de avanzada edad apareció entre las sombras y me sonrió con un sorprendente misterio, mientras unos mechones blanquecinos caían tímidamente por su pálido rostro. Nos miramos fijamente durante unos segundos sin mediar palabra, al final me sentí tan incómodo que sonreí tímidamente y di media vuelta para adentrarme en las profundidades de la tienda. Comencé a avanzar entre las estanterías repletas de asombrosas antigüedades que parecían sumergirme en una época muy lejana que mi mente era incapaz de concebir. Entonces lo vi. Un espejo recubierto de unas volutas imposibles de un tono rojizo de vivacidad intensa. Una especie de fuerza sobrenatural me obligó a perseguirlo con la mirada mientras me acercaba por el serpenteante pasillo. Cuando me encontraba a escasos metros de él pude apreciar su belleza a pesar de la capa de polvo que lo recubría vorazmente. Al instante supe que tenía que ser mío. Lo pagué con apremio, mientras la mujer seguía sonriendo de aquella extraña manera y sus intensos ojos azules me penetraban intimidatoriamente.
Salí apresuradamente de la tienda y avancé a grandes zancadas hasta la avenida principal que me llevaba a mi casa. Subí las escaleras lo más rápido que pude hasta el segundo piso. No dudé, encontré un lugar perfecto para mi nueva adquisición junto a mi mesilla de estudio. Me di la vuelta para buscar un trapo con lo que limpiarlo, pero antes de girarme completamente percibí algo extraño en el reflejo que emitía. Lo miré detenidamente y el espejo me devolvió la mirada, pero no era una réplica de la realidad, había algo distinto. Detrás de mí un bullicio de gente aplaudía y sonreía de forma incesante. Empecé a retroceder asustado cuando de repente sonó el teléfono. Era el director de la más prestigiosa galería de la ciudad. Llamó para felicitarme por mi última obra y para citarme para la recogida de un premio la próxima semana, con su correspondiente oferta de trabajo. El entusiasmo que me embargó era tal que olvidé el incidente del espejo por completo.
Los días precedentes intuía en el espejo profecías que se cumplían sin excepción. Empecé a confiar en él de tal manera que lo consultaba ante cualquier insignificante acontecimiento, pero siempre a una distancia prudencial, pues no estaba seguro de si todo era producto de mi imaginación.
La noche antes a la recogida del premio no conseguía conciliar el sueño, los nervios y la emoción mantenían mi respiración tan acelerada que tuve que huir a dar un paseo deseoso de un poco de aire fresco. Regresé a casa con el tiempo justo para repasar mi discurso antes de marchar hacia el acontecimiento más esperado de mi vida. Antes de salir decidí echar un rápido vistazo al espejo que me ayudara a tranquilizarme. Para mayor certeza me atreví a acercarme lo suficiente como para poder eliminar la capa de polvo que aún le envolvía. Una vez limpio, me situé delante y entonces el pánico comenzó a apoderarse de mí: la imagen había desaparecido, y el reflejo tan sólo me devolvía mi asustada mirada. El miedo comenzó a recorrer cada poro de mi piel con tal intensidad que me costaba mantenerme de pie. Tambaleando me dirigí hacía el dormitorio y me metí en la cama bajo mis impolutas sábanas. No sabía qué iba a pasar. El miedo me pudo…y decidí que lo mejor sería no ir a recoger el premio.