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Fuente de la imagen: Benissa Digital |
La casa, de protección oficial, fue adquirida gracias a un préstamo del banco. Así es como los antiguos propietarios, una pareja de recién casados, pudieron iniciar una nueva vida.
La historia se repite: un matrimonio joven pide un préstamo bancario para comprar un piso a otro matrimonio joven, también en régimen de hipoteca. La gente parece seguir la estela de sus iguales. Y las vidas nuevas no lo son tanto.
La casa.
Dos habitaciones. Una cocina con terracita. Un baño. Tres armarios empotrados. Un salón de 22 metros con puertaventanas correderas que dan a una terraza amplia desde la que se contemplan las vías del ferrocarril.
En la cama de matrimonio el hombre está tumbado, desnudo, con la mirada clavada en el techo.
–¿No tienes nada que decir? –pregunta la mujer, también desnuda. Acaba de salir del baño. Tiene los ojos llorosos y el pelo revuelto. Es morena, alta, delgada, atractiva. Muy atractiva.
–¿Qué quieres que diga? –pregunta él.
–¡Piérdete!
El hombre ha confesado hace unos minutos que tiene una amante. Una mujer más joven que él. Una estudiante a la que ahora llama “mujer” porque la escena requiere elevar el rango de los personajes secundarios. O mejor dicho, de los personajes no presentes.
¿Soy un cerdo?, se pregunta. Soy un cerdo, se responde. Pero no hace el menor esfuerzo en defenderse. Sabe que ella está dolida. Cinco minutos antes de que él le confesara que tenía una “amiga”, ella había hecho su propia confesión: desde hace ocho meses mantiene una relación con otro hombre. Duele dar un golpe de efecto y a su vez encontrarte como respuesta con otro golpe idéntico, inesperado, letal.
La primera reacción de él fue arrebatada. Dijo “puta” con los carrillos y las venas del cuello hinchados. Dio un fuerte golpe en la pared y acto seguido se desinfló. Lo demás es ya sabido: techo, calor, cerdo. Tres palabras. Y su propia confesión. Más que suficiente.
Ella dice “relación sentimental” para referirse a su asunto y “relación sexual” cuando menciona la de quien es todavía su marido.
Aún no ha especificado la edad de su amante. Pero:
–Es mayor, ¿verdad? –pregunta él.
–Sí –responde ella.
El hombre sigue mirando al techo.
La ventana está abierta y por ella se cuela la tarde de verano. 35 grados a la sombra y una vía de tren en el horizonte, dos líneas grises en paralelo dibujadas en medio de un terreno agostado. El tren de mercancías pasa tres veces al día, de lunes a sábado. Una escena que es casi un anacronismo: ya está diseñada y aprobada la financiación de la sofisticada línea de Metro que en un par de años surcará por ese páramo.
No se escucha a los vecinos. Están callados, dormidos o ausentes de sus hogares. Siempre es conveniente tener vecinos a mano cuando el drama empieza a crujir. Las películas neorrealistas no eran más que eso, ciudades que empezaban a renacer y vecinos con las camisas remangadas dispuestos a reparar los desperfectos de la guerra. Las vidas, al trenzarse, hacen más asequibles el caos. Y poco a poco uno va superando la resaca de la guerra.
El asfixiante calor no es lo que más molesta al hombre. Ni los insultos. Ni el rencor o el sentimiento de culpabilidad. Lo peor es el silencio, la ausencia precisamente de esos vecinos. ¿Dónde está esa mujer de mediana edad, entrada en carnes, el pelo cogido con rulos, que da una voz a la mañana o canta una canción alegre mientras tiende la ropa de trabajo? ¿Dónde ese renacuajo que llama a la puerta para pedir algo, o quizá para presentar parte del último recado? ¿Dónde el pensionista, viejo y achacoso, con los dedos amarillentos por la nicotina y el labio inferior colgando que vigila a las parejas en el rellano de la escalera? Ni siquiera sería necesario mencionar sus nombres. ¿Quién recuerda el nombre de los vecinos de Rocco? Es más: ¿quién recuerda el nombre de los hermanos de Rocco? Rocco y sus hermanos… El bueno de Alain Delon tenía ventaja: los vecinos voluntariosos salvan los malos momentos.
Volvamos a los hechos.
Suena el teléfono.
–Es para ti.
–Dame –dice ella.
Él le entrega el teléfono inalámbrico y ella se lo lleva al salón.
El salón tiene una mesa alta de cristal, otra baja frente al sofá de cuero negro y un armario-biblioteca bicolor con banca de televisor incluida. Los colores: rojo y negro, como la novela de Stendhal. Como la colección de libros sobre las baldas. Son los únicos libros de toda la casa. Historia universal del crimen. Higsmith. Chandler. Greene. Hammet. Christie. Los compraron a medias, un ejemplar cada semana en el quiosco que está junto a la panadería. Y aún no han leído uno solo de esos libros.
El teléfono de línea fija es negro, común. Un teléfono como hay en miles de casas.
Del salón a la habitación hay un corto pasillo que ahora no parece tan corto.
El hombre se ha levantado para mirar el tren de mercancías, que en estos momentos hace su entrada en la escena. ¿Y qué transporta? Quién sabe. Se diría que está ahí simplemente para adornar, para crear ambiente. Visualmente, los trenes siempre dieron buen juego. Sobre todo cuando hablan entre bramidos.
Él vuelve a la cama, al techo, sigue pensando…
Ella regresa. Dice:
–Era él.
¿Era?, piensa el hombre. ¿Por qué ese pretérito imperfecto para referirse al amante? El amante es ahora el presente. Todo eso piensa. Y: “Soy yo ahora quien está en pasado”.
–¿Por qué ha llamado precisamente ahora? ¿Lo teníais planeado, verdad?
–No podía dejarlo pasar un día más –reconoce ella desechando el plural en un ejercicio de generosidad.
De ahí, pues, la reciente conversación por teléfono: “¿Se lo has dicho ya?” “Sí”. “¿Cómo se lo ha tomado?” “No lo sé”, había respondido ella a su nuevo hombre justo en el instante en que el otro, el antiguo, miraba pasar el tren de mercancías desde la ventana de la habitación que fue de matrimonio.
–¿Estás bien? –pregunta ahora.
–Sí. Es extraño, pero estoy bien.
–¿Extraño, por qué?
–¿Por qué? Soy tu marido. No es grato averiguar que tu mujer está con otro. Un hombre mayor que tiene nuestro número de teléfono. Que es dueño del cuerpo que antes fue mío.
–¡Mi cuerpo! ¿Es eso todo lo que te interesa de mí?
–Es más de lo que te mereces –responde él.
Ella le mira y él le devuelve la mirada.
–Tengo que irme –dice uno de los dos.
–Yo también –añade el otro.
Pero no se van. No todavía. Ella se viste lentamente. En la otra habitación. Una habitación pequeña a la que apenas dan uso. Una cama-nido. Un mueble con algunas revistas de bricolaje y varios álbumes de fotografía: amigos, familiares, relaciones anteriores, algún paisaje. E incluso un par de fotografías de la vivienda. En definitiva: demasiadas sonrisas de escayola.
Este drama pretende evitar los lugares comunes: ella no le reprochará su carácter desapacible al tiempo que saca a colación lo atento que ha sido su nuevo hombre en los “malos momentos”; él no le reprochará a ella su falta de apetito en la cama al tiempo que ironiza sobre el oportunismo de esa “atención”. Ni habrá mención tampoco a la fogosidad de su amiga, la estudiante.
No, no hay ni habrá nada de eso.
Dicen que callar es malo. Pero a veces es lo mejor. Y así lo entienden los personajes de esta historia.
–Me voy, es tarde.
–Sí –dice él. No se le ocurre nada mejor que añadir. Están frente a frente. Ella viste pantalón vaquero y un polo rosa. Él piensa: “Demasiado informal para presentarse así ante un hombre mayor”.
Él ya viste traje y corbata. No por placer, la profesión obliga. Ella piensa: “Demasiado formal para una chica joven”.
–¿Quieres que te lleve? –pregunta él.
–No. Iré en mi coche.
–Supongo que hoy llegarás tarde a casa…
–Sí.
Habrá café, relato de los últimos acontecimientos y manos entrelazadas. También alguna lágrima y tambaleantes proyectos de futuro.
Y el teléfono volverá a tener un papel estelar en las próximas fechas. Más llamadas salientes. De él. De ella. Más llamadas entrantes. De los padres. De algún amigo. De los personajes secundarios –que ahora empiezan a asumir el protagonismo que merecen.
Pero todo esto será más adelante.
Más adelante.
Es ahora cuando ella tiene que coger su bolso y cerrar la puerta sin mirar atrás, los ojos borrosos de inquietud. Es hora de preguntarse si han hecho bien en separarse. Si de veras son incompatibles. Si estaba justificado dejar que otras personas que no posaron para el álbum de la boda entraran en sus vidas.
“Es lo mejor”, pensará. “¿Seguro que es lo mejor?”, dudará a continuación. Así es como se castiga. ¡Y aún no ha salido del ascensor! ¿Qué no pasará entonces por su mente en las próximas semanas ahora que ya no tiene que jugar en contra de un marido sino a favor de un amante? Y recordará en más de una ocasión el día en que firmaron las escrituras. En que abrieron por primera vez la puerta. En que eligieron los muebles: el sofá, las camas, los armarios.
Ganan una nueva aventura –que ya no es nueva ni tampoco aventura– y pierden unos metros de protección oficial.
Por lo que respecta al hombre, ha decidido quitarse la corbata y desabotonarse la camisa. Telefonea al jefe para informar de que no puede ir a trabajar: enfermedad o asuntos personales. Que elija lo que prefiera.
Coge una lata de cerveza del frigorífico y rescata uno de los libros de la estantería, Extraños en un tren, de Patricia Highsmith. Se lo lleva al sofá.
Casi una hora después se sorprende a sí mismo por haber sido capaz de mantener la concentración. No es tan aburrido leer, a fin de cuentas, piensa. Se siente con fuerzas para descolgar el teléfono y hacer una llamada, su llamada. Pero también habrá que esperar. Antes tiene que ceder a la realidad. Dejarse llevar por las circunstancias. Preguntarse qué sentido tiene todo. Pensará en tiempos remotos, en los que todo era más sencillo, y no este laberinto sin salida. En esos tiempos en que un drama era una película de Bette Davis (blanco y negro) o Meryl Streep (color). Nada más que eso.
Van pasando los minutos. El hombre nota que le empiezan a fallar las fuerzas. Tumbado en el sofá, se deja acariciar por el sueño.
Es ésta la última escena. Una escena silenciosa. Sin banda sonora.
Cae la noche y el último tren de la tarde aparece en el horizonte. Un detalle de atrezzo.
Habrá una segunda parte de la historia. O mejor dicho, un epílogo. Pero es mejor no adelantarse a los acontecimientos y esperar –desear– que los vecinos aporten su granito de arena. Mientras tanto, lo mejor es permanecer callados y centrar nuestra atención en otros asuntos.
Francisco Rodríguez Criado
(El cuento «Historia con vistas al tren» está incluido en Un elefante en Harrods, De la Luna Libros, 2008).
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