Cuento infantil de Francisco Rodríguez Criado: El deseo de Teresa
Lo único que hacía Teresa en todo el día era cepillarse el pelo: un pelo rubio, liso y muy largo. Y yo, por mi parte, lo único que hacía era reñir a Teresa por pasarse todo el día cepillándose el pelo.
–Si tuvieses cosas más importantes que hacer, no te preocuparías por lo que hago yo.
No respondí a mi hermana: sabía que tenía razón.
El verano se presentaba realmente aburrido. Todos mis amigos se habían ido de vacaciones a la playa con sus familias. Yo sentía mucha envidia, porque desgraciadamente tuve que quedarme los tres meses del verano en casa, pasando calor.
Pero sucedió que un día regresó Teresa a casa muy excitada: había encontrado algo. Cuando le pregunté de qué se trataba, respondió con decepción:
–Es un deseo, ¿no lo ves?
Pues yo no lo veía por más que lo analizaba detenidamente.
–Vaya… ¿Y para qué queremos un deseo?
–Chicos… –suspiró.
Mi hermana no entendía nada de chicos, desde luego, pero le gustaba hacer comentarios de ese tipo para darse cierta madurez que ni por asomo tenía.
Me detuve a examinarlo de nuevo. Era un deseo guapo, aunque esquelético y un poco triste, y no parecía tener mucha confianza en sí mismo.
Insistí:
–¿Y para qué queremos un deseo?
Tampoco en esta ocasión hubo una respuesta clara por su parte. Se marchó y me dejó allí plantado, con cara de bobo.
Al minuto regresó con un cuenco lleno de agua que ofreció al sediento deseo.
–¿Y cómo se llamaba tu nuevo amigo? –pregunté. Pero Teresa no me prestaba oídos. Era una chica inteligente y sabía jugar sus bazas.
Absorta, contemplaba satisfecha cómo bebía aquel pobrecillo. A saber dónde habría estado. Daba pena, la verdad, se notaba que había sufrido lo suyo.
Decidí apoyar a mi hermana.
–Por mí, bien. Ahora que mamá…
–Le gustará –afirmó ella. Pero yo no estaba tan seguro.
Mamá regresó a las dos y media. Es enfermera y a esa hora sale del trabajo.
Entró en el comedor y nos dedicó una sonrisa fugaz mientras se acercaba para darnos un beso. Estábamos mirando la televisión. Los tres: Teresa, nuestro nuevo amigo y yo. Al percatarse de la presencia del extraño, lanzó una exclamación furibunda. Y a continuación se fue nerviosa en dirección a la cocina, bufando en voz alta. Ni siquiera nos dio opción a abrir la boca.
–¡Ni se os ocurra! –iba diciendo por el pasillo–. ¡Esta vez sí que no!
Los tres intercambiamos una mirada. Yo, con mi silencio, apoyaba la idea de que la cosa no iba a ser fácil.
Teresa salió a la carrera tras los pasos de mamá. En el pasillo chocó con ella, que regresaba al comedor por inercia, acalorada, dejando en el aire un discurso repleto de negativas.
–Primero trajiste un perro, después un gato. Y del ratón, ¿qué me dices del ratón, ese pobre animalito blanco que tanto ibas a cuidar y que acabó muriéndose de hambre y de pena?
–No era un ratón… era un hámster… Un hámster blanco.
–Me da igual el color. Como si era violeta. Era un ratón y punto.
–A mí me gustaba.
–Sí, te gustaba como te gusta todo lo que cae en tus manos. Pero después, al cabo de unos días, te olvidas de que tienes obligaciones y soy yo quien tiene que cargar con el mochuelo.
–Nunca hemos tenido un mochuelo –dijo Teresa inocentemente.
–¡Grrrr!
(El berreo era algo así como las aspas de un ventilador atascado. No hará falta explicar más: todos sabemos lo que es una madre cuando se enfada.)
–Pero mamá…
–¡No, no y no! ¡¿Me entiendes?!
–Pero mamá…
–¡Ni mamá ni nada, he dicho NO y basta!
El tira y afloja no dejaba de atronar en mis oídos. Me estaba empezando a aburrir. Tuve que intervenir:
–Teresa, tal vez mamá tenga razón… Lo mejor es que lo echemos a la calle sin ningún tipo de miramientos… Al fin y al cabo, por el aspecto que tiene, no creo que le quede mucho de vida.
Ambas me miraron absortas durante unos segundos, sin saber qué decir. Mi hermana, incapaz de contener las lágrimas, echó a correr a su cuarto. Mamá no sabía cómo reaccionar, de repente se había quedado desarmada en pleno combate.
Luego le di unos consejos, una charla de hijo a madre; le expliqué lo saludable que era para el bienestar de la familia que Teresa no estuviese triste, porque cuando estaba triste acababa por irritarse y cuando se irritaba lo pagaba con los demás. (No veáis qué molesto es aguantar a una chica en ese estado de ánimo, sobre todo si esa chica era Teresa.)
–Es cierto que Teresa es algo irresponsable, pero mamá, piénsalo detenidamente… si los niños no fuésemos inmaduros y caprichosos, no seríamos niños.
Me sentía bien, había escogido las frases adecuadas para la defensa. Yo quería ser abogado. Y aquel no me pareció un mal inicio para un futuro defensor de los derechos humanos. Siempre lo dije: yo era el candidato ideal para delegado de la clase. Pero todos los años elegían a Nacho Contreras, yo creo que porque su padre trabajaba en un Banco y siempre llevaba corbata y maletín y cuando hablaba contigo sonreía y te daba palmadas en la espalda.
Mamá, resignada, acabó por ceder.
–De acuerdo, que se quede unos días hasta que se reponga… ¡Pero sólo unos días!
Después de esa promesa, fue a hablar con Teresa para animarla y comunicarle la decisión que había tomado.
Satisfecho, miré al deseo, que, recostado en su asiento, sonreía. Volví a centrar la atención en la pantalla del televisor. Echaban una película de vaqueros. De reojo, adivinaba que mi compañero seguía examinándome con cierta admiración.
Pasaban los días y el deseo se sentía cada vez más integrado en las actividades de la familia. Comía con nosotros, dormía en nuestro cuarto, participaba en nuestros juegos. Éramos uña y carne.
Sin darnos cuenta se convirtió en el perfecto confidente: mi hermana le contaba que había un chico “muy alto y muy guapo” que le caía muy bien, y yo le narraba mis peleas en el colegio, donde siempre resultaba vencedor. (Aunque ahora que no había colegio era en el parque donde libraba mis batallas).
–¿Y esos moretones?
–Ah, eso… Es para disimular. En las pelis los buenos también reciben de vez en cuando, ¿no?
El deseo callaba ante mis respuestas. Creo que prefería las apasionadas narraciones de mi hermana a mis bravuconadas. Para mí que era un deseo algo… espiritual.
El verano se animó. No sé por qué siempre estábamos bromeando y jugando. La casa parecía un puesto de feria un sábado por la noche. Mamá chillaba a veces, como era su costumbre, pero todos sabemos que hay mayores que necesitan chillar para descargar plastilina, digo adrenalina.
Papá telefoneó un domingo para preguntar qué tal nos iba. Estaba viviendo en un hotel hasta que se solucionara “el asunto”, asunto que Teresa y yo desconocíamos. “Igual se le ha estropeado el coche”, había dicho yo, semanas antes, cuando me enteré de que algo pasaba.
–No me extraña –dijo Teresa–, los hombres sois unos brutos cuando tenéis un volante entre las manos.
–Sí, antes era mejor, en el Lejano Oeste: todos montados a caballo persiguiendo a los malos.
–Anda, calla, que no dices más que tonterías.
Pero estaba contando que un domingo papá telefoneó y fue el deseo quien atendió la llamada. Callado, muy seguro de sí mismo (para mí que en sus ratos libres leía algún libro de autoayuda que había en la biblioteca de papá), estiró el cordón telefónico hasta mamá, insinuando fríamente: “Es el cabeza de familia”.
Mamá, como si le hubiese leído el pensamiento, aceptó el desafío con valentía.
En los últimos tiempos, cada vez que mamá hablaba con papá adoptaba una actitud seria, apenas decía nada más allá de unos monosílabos apagados. Aquella vez, sin embargo, habló con soltura. Su primera sonrisa salió forzada. Pero después acabó por reír. Fue una carcajada sincera, lo sé: cuando mamá ríe de verdad se le encienden los ojos y las mejillas y se le enciende todo lo bueno que puede haber en una persona.
Finalizada la comunicación, empezó a ruborizarse.
Alegó alguna excusa para dejarnos a solas.
Nos fuimos a la calle. Dejamos en casa al deseo, todavía demasiado débil para soportar el esfuerzo físico que requerían nuestros juegos.
Ya en el parque, Teresa me preguntó:
–¿Tú qué crees?
Respondí:
–No sé, son cosas de mayores.
Dos semanas más tarde, traté de nuevo el tema del inquilino:
–Ya lleva aquí tres semanas, y parece restablecido. Si quieres, podemos decirle que se vaya buscando otro hogar.
Ella escondió su afecto por nuestro amigo en una sonrisa y dijo una frase que no venía al caso.
–Es hora de comer.
Últimamente estaba de buen humor. Papá no llamaba ya los domingos. Bueno, sí lo hacía. Lo que quiero decir es que también llamaba los lunes. Y los martes. Y los miércoles… (¿Había algún día de la semana en que no lo hiciera?) Seguramente también la telefonearía al trabajo. A Teresa y a mí nos gustaba mucho nuestro padre. Y que me aspen si no es cierto que a mamá también la volvía loca (¡en todos los sentidos!). La diferencia era que mi hermana y yo éramos mucho más flexibles que nuestra madre, y por eso nunca nos enfadábamos con él: en el fondo era un niño.
Pasaron cosas bonitas aquel verano: Teresa y yo conseguimos completar por fin un puzzle de dos mil piezas que se las traía de lo difícil que era, me apunté a clases de natación, mi hermana ganó un concurso de dibujos, y mamá accedió a que el deseo se quedase con nosotros el tiempo que fuese necesario. “No había prisas”, dijo. Era un deseo realmente majo, nunca daba voces, ni protestaba, ni decía tonterías. Todo un modelo de sensatez y sabiduría. Y tenía una mirada interesante que hablaba por sí sola.
Un día en que mamá no trabajaba, nos rogó que no saliésemos a la calle a jugar. Quería que estuviéramos a su lado. Así que para tenernos contentos, nos invitó a pastelitos de crema.
Recuerdo el día: 21 de diciembre.
A mediodía, sonó el timbre. Era papá. Traía regalos para todos. Y un par de maletas. Y de las grandes, no como la negra que llevaba el padre de Nacho Contreras.
Mamá se quedó clavada ante su colosal entrada, haciéndose la dura. (No le resultó difícil: había visto casi tantas películas de pistoleros como nosotros.) Papá se deshizo en besos con Teresa y conmigo. Y al ver al deseo caminando tímidamente hacia él, lanzó al aire una de sus famosas risotadas.
–Vaya, así que tú eres el famoso deseo.
(Eso era nuevo para mí: no sabía que fuese famoso).
Lo cogió en brazos y lo acarició. Luego, después de alzarlo una y otra vez (haciendo el jueguecito de la noria), lo devolvió al suelo y le alborotó el pelo cariñosamente. Papá siempre fue un tipo encantador. Y no lo digo porque sea mi padre.
Entonces, nuestros padres se miraron como se miran dos adolescentes que se gustan. Se les notaba incómodos pero felices. No estaban en ese momento en el salón de la casa, sino que mentalmente habían viajado a una isla desierta. Ella estaba algo más fresca y descansada, como si hubiese pasado todo el día tumbada bajo una palmera tropical. Pero mi padre sudaba. Litros y litros de sudor. Seguramente porque acababa de luchar contra un ejército de molestos indígenas.
Teresa me tiró de la manga.
–Vamos a jugar. Tienen que hablar.
–Sí, de acuerdo –dije yo–. Es hora de que se den un baño en las tranquilas aguas del Pacífico.
Mi hermana me miró como si yo fuese un loco. Realmente una chica sin imaginación, esta hermana mía.
Nos fuimos a la calle y volvimos al cabo de una hora.
Estaban mirando la televisión. Los tres en el sofá. Papá y mamá, abrazados; el deseo, dormido a sus pies.
Se volvieron hacia nosotros y sonrieron.
Nos abrazamos a ellos y después nos sentamos a su lado, en la alfombra. Por las mejillas de mamá descendió una lágrima. Mi madre cuando llora es así: luminosa. Como esas actrices de Hollywood que lloraban cuando Bogart hacía alguna de las suyas.
Una noche mágica. Deberíamos haber encendido la chimenea. Una lástima que no tuviéramos chimenea.
–Por cierto –dijo papá, interrumpiendo aquella escena tan enternecedora–, ¿cómo se llama?
Teresa y yo no comprendíamos.
–¡El deseo! –aclaró papá.
¡Caray, nadie lo sabía! Qué desconsideración por nuestra parte no habérselo preguntado.
Justo en ese momento, se despertó. Comprobando que todos estábamos pendientes de él, se sintió confundido ante su protagonismo.
–Nos preguntábamos cómo te llamabas –explicó mi madre, aún emocionada.
El deseo no respondió. Se limitó a mirarnos con picardía.
Orgulloso.
Feliz.
Cumplido.
…
Puedes escuchar el podcast de «El deseo de Teresa» en el blog El maestro cuentacuentos.
Reparto:
Narrador/chico: Pilar Valdés.
Teresa: Maite Benítez.
Madre: Mari Carmen de las Casas.
Deseo: Pablo Domínguez.
Padre: Javier Merchante.
Músicas: Schwarzweiss (Jamendo).
Imagen: Sasha Bowles, Yeeha, 2011, oil
© Sasha Bowles
Producto no encontrado

Francisco Rodríguez Criado: escritor, corrector de estilo, profesor de talleres literarios y creador del blog Narrativa Breve. Ha publicado novelas, libros de relatos, obras de teatro y ensayos novelados. Sus minificciones han sido incluidas en algunas de las mejores antologías de relatos y microrrelatos españolas: El cuarto género narrativo. Antología del microrrelato español (1906-2011). Ed. Irene Andrés-Suárez (Cátedra, Madrid, 2012),Velas al viento. Ed. Fernando Valls (Los cuadernos del vigía, Granada, 2010), La quinta dimensión (Universidad de Extremadura, Mérida, 2009), Soplando vidrio y otros estudios sobre el microrrelato español. Ed. Fernando Valls (Páginas de Espuma, Madrid, 2008), Histerias breves (El problema de Yorick, Albacete, 2006), Relatos relámpago (ERE, Mérida, 2006), etcétera. Es autor de El Diario Down, donde narra en primera persona sus experiencias como padre de un bebé con el Síndrome de Down.
Libros de Francisco Rodríguez Criado
Related posts:
Última actualización el 2023-05-31 / Enlaces de afiliados / Imágenes de la API para Afiliados