Cuento de Isabel Bono: Sangre

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Gotas de sangre
Gotas de sangre

SANGRE

(Isabel Bono)

(cuento)

 

Es verdad, la sangre no se olvida. La escalera que subía a casa de la abuela de Odila estaba llena de goterones de sangre. Subí retorciéndome de puntillas, saltándome algunos escalones, como lo hubiera hecho un Jacques Tati de nueve años. Cuando llamé a la puerta estaba sudando.

La abuela, como siempre, sentada cerca del piano. A la mínima ocasión le decía a su nieta que tocara algo y nos hacía bailar para ella. A los hombres les gustan las mujeres que bailan, decía. ¿Tú no bailas, niña? Yo no bailaba. Nunca me gustó bailar. Ni cantar, ni tocar el piano. Yo prefería pasar las tardes delante del espejo del pasillo con Odila y Paco, jugando a hacer anuncios o fotos de familia. Cada uno tomaba una postura absurda y nos quedábamos muy quietos durante medio minuto. Perdía el que primero se movía.

Les dije que salieran y señalé a los escalones. Algunas gotas tenían el diámetro de una moneda de cincuenta pesetas. Paco se encogió de hombros. Odila y yo bajamos con cuidado, corrimos cuesta abajo.

Si hubieran matado a alguien nos habríamos enterado, dijo. Cristina llegó en ese momento con su hermano pequeño en los brazos. Siempre me pareció una madre prematura, una madre bellísima de doce años. Su madre trabajaba y ella tenía que cuidar sobre todo del pequeño. Cristina nunca jugaba, se conformaba con mirarnos desde el escalón con su hermano en las rodillas.

¿A quién han matado?, preguntó. Le hablamos de la sangre de la escalera y quiso verla. Nos dijo, muy segura, que aquello no era más que sangre de mujer. Nos habló de lo que era la regla y de que su padre le había comprado, para celebrarlo, una bandeja de dulces. Odila asintió. Yo no entendía como tanta sangre podía salir de alguien que no tuviera una herida.

Es demasiada sangre, mira el tamaño de las gotas, ¿no será de un animal o de un hombre? Cristina me explicó que a los hombres no les salía sangre, les salía una leche blanca.

No volvimos a hablar del tema. Lo único que saqué en claro es que se podía sangrar sin herida alguna, que a Cristina le crecían por minutos los pechos y que ahora los niños de la calle le regalaban chicles en vez de escupirle o levantarle la falda. Su preferido se llamaba Eric.

A Cristina le gustaba jugar a Greta Garbo. Una tarde, tendida sobre la colcha de su cama, me dijo que se había puesto por primera vez un tampón y se sentía agotada. Me pidió que buscara a Eric para decirle que no podía bajar. Iré si me enseñas el tampón. ¡Vete ya!, dijo perdiendo todo su misterio.

Encontré a Eric en General Ibáñez, escondido en un portal, fumando. Cristina no puede bajarse, dije sin mirarlo a los ojos. Eric arrancó la cabeza encendida como quien juega a las canicas, se guardó el resto del cigarrillo en el bolsillo y se fue sin decir nada. Sentada en la escalera de la abuela de Odila vi pasar a Juani, llevaba una brecha en la frente y sangraba por la nariz. Su hermana, la mocostiesos, le decía: Ya es la segunda vez que te rompen la cara. Aparté la vista, miré los escalones, limpios, sin rastro de sangre.

 

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Isabel Bono nació en Málaga en 1964. Aparte de participar en numerosas antologías poéticas, estas son sus publicaciones: Señales de vida (El gato gris, 1999), Los días felices (Celya, 2003), La espuma de las noches (Diputación de Málaga, 2006), Entre caimanes (4 de agosto, 2006), Mi padre (Diputación de Huelva, 2008), Días impares (Polibea, 2008), Poemas reunidos Geyper (Eppur, 2009), Ahora (PUZ, 2010), Maomegean (4 de agosto, 2010), Algo de invierno (Luces de gálibo, 2011), Pan comido (Bartleby, 2011), Brazos piernas cielo (Baile del sol, 2012) y Hojas secas mojadas (Isla de Siltolá, 2013). Colabora en la revista “Manual de uso cultural” desde el nº3.

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