El Diario Down: Cita con el doctor

El diario Down, cita con el doctor
Francisco «Chico». Fotografía: Francisco Rodríguez Criado

El Diario Down: Cita con el doctor

Francisco Rodríguez Criado

Comprenderá, doctor, que no es plan. O tengo frío o tengo calor. Sudo mucho, me duelen los músculos y me aflige un cansancio terrible. Me paso todo el día estornudando y tosiendo, y la medicación no hace el menor efecto. Así llevo dos semanas. Dos semanas en las que no me hubiera levantado de la cama si las circunstancias hubieran sido favorables. Pero ¿cuándo son favorables las circunstancias? Nunca. Dígame usted un caso. No lo recuerda, ¿verdad? Pues eso. Como para quedarse uno en cama y curarse de la enfermedad, eso es cosa de aristócratas o de ricos. Si un rico está enfermo, pues se queda en cama y no va a ese día a jugar al golf ni visita a su amante, pero yo… Yo me he convertido en un enfermo crónico. Todo iba relativamente bien hasta que una mañana mi mujer me despertó y me dijo con una voz falsamente tranquila: “Vístete, que he roto aguas”. Somnoliento, fuera de contexto, escuché pasivamente ese pie de diálogo austero, a lo Hemingway. Yo no dije nada, me vestí… y no he vuelto a desvestirme. Ya ve, han pasado nueve meses y aquí sigo, crónicamente vestido con el mono de faena. El niño nació con el síndrome de Down y desde entonces su padre merodea los andurriales de la vida abrazado a las farolas, por no caerme y por recibir algo de luz, como los borrachos, aunque le confieso que yo no tomo una gota de alcohol, nunca la probé, o casi nunca, soy así de raro. Un escritor que no fuma, no bebe y no anda con mujeres malas, como se suele decir. Sí, soy escritor, o lo era. O por decirlo con propiedad: yo estaba destinado a ser escritor, un gran escritor, hasta que mi mujer me pidió aquella mañana que me vistiera… Desde entonces me paso la vida entre médicos (endocrinos, cardiólogos, fisioterapeutas, ginecólogos, pediatras, rehabilitadores…). Unos para mi mujer, otros para el niño y últimamente para mí también. Ese niño que ahora tiene nueve meses es un amor, ese niño al que operaron de una cardiopatía congénita el día que cumplió cinco meses. Y desde entonces, desde hace nueve meses, digo, estoy enfermo. Me fui cansado a las vacaciones, regresé cansado y sigo cansado. Cansado y enfermo. No sería nada grave si no fuera porque tengo que fingir que reboso salud. Así que he de levantarme cada mañana, vestirme (“Vístete, que he roto aguas”), llevar a mi mujer al trabajo, llevar al niño a clases en la Fundación Down, llevar a los perros de paseo (tres veces al día como mínimo, haga frío o calor, diluvie o nieve). Soy un esclavo del verbo “llevar”, soy un llevador profesional, y así, claro, no puede uno escribir una obra maestra ni ponerse malo. Bueno, ponerse malo sí se puede, lo que no puede es curarse. Verá, doctor, lo que realmente me gustaría es irme a casa de mi madre para que me cuide, que me cuide como cuando era un niño y tenía unas décimas de fiebre y entonces yo no me levantaba de la cama en un par de días, porque no tenía perros, ni mujer ni hijos, ni facturas que pagar, solo tenía fiebre, esa fiebre adorable que no mata y te convierte en el destinatario de miles de besos y abrazos. Eso quisiera yo, irme con mi mamá, o mejor aún: regresar al útero materno, esa sauna donde se está tan calentito, donde no hay que llevar a nadie a ninguna parte, donde no hay tareas pendientes, ni agendas que seguir, ni coches que conducir, ni pecados que purgar. El útero materno es el paraíso y todo lo que está fuera es el infierno. ¿No cree usted, doctor?

Yo que me creía predestinado para grandes causas, he acabado de taxista, niñera, recadero, masajista, ama de casa… ¿Imagina usted a Homero dando el biberón? ¿Imagina a Dante cambiando los pañales?, ¿a Shakespeare preparando la papilla?, ¿a Goethe comprando el pan o fregando los platos? Entonces yo, ¿por qué, por qué?

Pero a lo que íbamos, necesitaría vivir en una casa con mucha gente, o en una casa sin nadie, donde estuviera solo con mis pensamientos y mi enfermedad. Estaría bien vivir con mucha gente, porque podrían cuidarme, por turnos, sin demasiado desgaste para ellos. Y si viviera solo, estupendo igualmente, porque al menos no tendría que cuidar a nadie y podría dedicarme a enfermar y curarme sin restricciones, sin interferencias del mundanal ruido.

¿Cree usted que desvarío?

El doctor, que no es psiquiatra ni psicólogo (es tan solo mi médico de cabecera), me mira por encima de las gafas, me examina (examina esa rareza que me engloba) y se limita a pronunciar palabras harto conocidas, huérfanas de romanticismo y de empatía: paracetamol, codeína, antibióticos, jarabe para la tos. Yo escucho esa letanía que llega a mis oídos mecida por el soplido de la indiferencia. Es un listado agramatical, sin articulación lingüística, sin humanidad (recordemos que es el lenguaje lo que nos hace un poco humanos a los seres humanos).

–Sobrevivirá –me dice en tono neutro.

Bien, pienso yo, mi catarro con un poco de suerte se curará, ¿pero quién me curará el alma? ¿Servirá la codeína para aliviar el hastío existencial? ¿A qué he de sobrevivir?

No digo nada: cuando a uno no le comprenden, lo mejor es callar. Me despido educadamente y enfilo mis pasos hacia el hogar dulce hogar, donde hay una cama apetecible en la que me gustaría acostarme hasta los próximos mundiales de fútbol (imposible: las circunstancias nunca son favorables…). Aprovechando la cercanía de una farmacia, entro y pronuncio las palabras mágicas: paracetamol, codeína, antibióticos, jarabe para la tos.

–Así estamos todos –dice la farmacéutica una vez descodificado mi mensaje.

No sé si se refiere a mi catarro o a mis males de espíritu. En cualquier caso, sin que yo le dé pie, comienza a elaborar un discurso intempestivo, un largo monólogo interior a lo Joyce, sin comas, sin pausa, algo desdibujado pero muy voluntarioso, sobre lo divino y lo humano. Y cuando comprueba que no le sigo la corriente (ya he hablado demasiado por hoy), hace un quiebro e introduce en su parrafada el tema del ébola, que –ella cree, adivinándome hipocondríaco– será de mi interés.

–No se preocupe usted –digo con tono neutro, el mismo tono apático que el doctor ha usado conmigo hace apenas un cuarto de hora–: de algo hay que morir. Es más, yo ya estoy muerto.

La mujer abre la boca para protestar, pero se lo piensa y calla:

–15 euros –sentencia por fin, enfadada.

Pago mis drogas legales y abandono la farmacia.

Ya en casa, bendito hospital, doy cuenta del paracetamol, del jarabe, del antibiótico… El niño duerme, mi mujer duerme, Betty y Vilma me saludan efusivamente pero me notan tan cansado (no habrá paseo ahora, intuyen) que también se echan a dormir. ¡Esto es una oportunidad de oro: la casa dormida!

Me vendrá bien cierto respiro: debo seguir rememorando mi vida en el útero de mi santa madre en aquella época maravillosa en la que yo aún no había comenzado a vestirme.

Francisco Rodríguez Criado 

(Libros de Francisco Rodríguez Criado)

francisco rodriguezFrancisco Rodríguez Criado: escritor, corrector de estilo, profesor de talleres literarios y creador del blog Narrativa Breve. Ha publicado novelas, libros de relatos, obras de teatro y ensayos novelados. Sus minificciones han sido incluidas en algunas de las mejores antologías de relatos y microrrelatos españolas: El cuarto género narrativo. Antología del microrrelato español (1906-2011). Ed. Irene Andrés-Suárez (Cátedra, Madrid, 2012),Velas al viento. Ed. Fernando Valls (Los cuadernos del vigía, Granada, 2010), La quinta dimensión (Universidad de Extremadura, Mérida, 2009), Soplando vidrio y otros estudios sobre el microrrelato español. Ed. Fernando Valls (Páginas de Espuma, Madrid, 2008), Histerias breves (El problema de Yorick, Albacete, 2006), Relatos relámpago (ERE, Mérida, 2006), etcétera. Es autor de El Diario Down, donde narra en primera persona sus experiencias como padre de un bebé con el Síndrome de Down. 

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3 comentarios en «El Diario Down: Cita con el doctor»

  1. Joder, Fran. Es tan bueno lo que has escrito en «Cita con el doctor» que podría desear que te ocurrieran desgracias, muchas desgracias, sólo para poder solazarme con lo que escribes; pero no, no quiero que te pase nada malo, amigo. Sólo quieron que te vaya bien, que sigas escribiendo y lo podamos compartir.

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  2. Si exceptúo el uso tan moderno como incorrecto del verbo «escuchar» cuando se debe usar «oír» (es hortera, aunque lo propugne el «cuélebre de Villaviciosa»), creo que este texto es de lo mejor que he leído en la red en los últimos 12 meses, por lo menos. ¡Enhorabuena! Es tierno y conmovedor, sin caer en lo cursi en ningún momento. Y un besito a Francisco «Chico», que es tan bello como un angelito.

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  3. Hola, Mirth.

    Te agradezco tus palabras de ánimo. Lo pasé bien escribiendo el texto, y quizá eso se nota.

    Respecto al uso del verbo «escuchar», tengo que discrepar de ti. La diferencia entre «oír» y «escuchar» es una tesis simpática y con cierto sentido, pero que va perdiendo fuerza en los últimos tiempos. Si vamos al DRAE, encontramos que la primera acepción del verbo «escuchar» es : «1. tr. Prestar atención a lo que se oye». No es incorrecto, pues, el uso que le di a dicho verbo en mi post. O al menos yo -apoyado en los académicos- no aprecio esa incorrección. 🙂

    Un saludo y gracias por leerme y por comentar.

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