
Un mundo maravilloso
Francisco Rodríguez Criado
El niño con síndrome de Down está capacitado para hacer muchas cosas. Puede correr, jugar al fútbol, tocar un instrumento musical, leer cuentos, hacer felices a sus padres (faltaría más). Y con mucho empeño y disciplina acabará por mantener limpia su habitación y en un futuro podrá ser concejal o incluso ministro. En fin, un niño con el síndrome de Down puede hacer, a su ritmo, muchísimas de las cosas que hace un niño cromosómicamente normal. Puede hacerlo… si le dejan sus padres. Los especialistas suelen alertar a los progenitores de los más que posibles problemas que conlleva mimar a un niño down. Exigirle poco, mantenerlo entre algodones, hablar bajito para que el niño no sufra la menor contaminación acústica significa añadirle a la larga un rango mayor de discapacidad. Conclusión (con mis palabras, no con la de los especialistas): padres blandos, hijos tontos.
¿Y quién quiere un hijo tonto? Los niños down desde luego no lo son (a no ser, claro, que sus padres, llevados de un concepto erróneo de la educación y del propio síndrome, lo sobreprotejan. Y sobreproteger es desproteger).
Aunque no aspiro a ser tan estricto como mi padre lo fue conmigo (algo que hasta cierto punto le agradezco), no quiero ser un padre blando con un hijo tonto. ¿Para qué babosear con este niño que ha demostrado ser un jabato? Nada de moñerías. Y sin embargo… cuesta tanto no dejarse llevar por su dulzura. Cuesta tanto olvidar que en cierta manera debe su síndrome a unos padres que no son precisamente jóvenes. Cuesta tanto olvidar que ayer tuvo 38,5 de fiebre porque yo le he transmitido la gripe que lleva cebándose conmigo desde hace unos días.
Ay, ay, ay.
Acuérdate, Fran, ¡FORTALEZA! Y eso hago, finalmente. Giro su cabecita hacia un lado y proyecto una fuerte dosis de agua de mar en uno de sus orificios nasales. El niño pasa un mal momento, pero no hay otra forma de quitarle los mocos. Luego hago lo mismo con el otro orificio nasal. Se queja, pero no me importa. Un rato después lo pongo boca abajo, para que vaya reforzando sus músculos. Le hago pedorretas, le doy moridisquitos, lo siento frente al televisor para que vea la campaña promocional de Gran Hermano y dejo –si es necesario– que llore un rato, sin doblegarme, cuando protesta porque no quiere comerse el puré.
Soy un tipo duro que va a hacer de Francisco un chicarrón del norte. Pero qué difícil es cogerlo en brazos y soportar esa hermosa sonrisa azul, esa mirada agradecida de bebé que cree deberme algo. Como no quiero ablandarme, vuelvo a ponerlo boca abajo, para que haga sus ejercicios, pero él levanta la cabeza hacia mí y sonríe, sonríe, sonríe, sonríe abiertamente a su sufrido padre, sonríe como si fuera tremendamente feliz y este fuera un mundo maravilloso.
Queridos Francisco y Mar: Hacía tiempo que no entraba al blog, pero qué alegría más grande acabo de sentir viendo cuánto ha crecido Francisco hijo. ¡Qué bebé tan lindo! ¡Enhorabuena! Le tengo mucho cariño, aunque solo nos conozcamos por esta vía intangible. Que se mejore pronto de ese catarrito. Un abrazo fuerte, fuerte para los tres. Hasta otro ratito, con mucho, pero mucho afecto, Saro
Gracias, Saro.
El cariño es mutuo.
Cuídate.
🙂
Besos de Chico