
EL PLACER DEL MIEDO
Desde que tengo uso de razón he convivido con la certeza –maquinada por otros– de que el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina. Primero fueron los extraterrestres (en mis tiempos del colegio les llamaban marcianos), luego vinieron la debacle nuclear, la tercera guerra mundial, el impacto de un meteorito, el sida, el efecto 2000, el mal de las vacas locas, Al Qaeda, el Estado Islámico…. Y así hemos ido pasando la vida, entre ofertas irrenunciables a pasar miedo, un miedo atroz y colectivo. Cómo no sentir miedo ante ese inminente fin del mundo, tan inminente que igual no te daba tiempo a declararte a la chica de tus ojos, conseguir tu primer trabajo o realizar el viaje deseado –y tantas veces postergado– a tu ciudad preferida.
Y aunque para nuestro desconsuelo masoquista al final ninguna de las amenazas se materializaba, que nos quiten lo bailao: el placer de vivir con miedo, como si estuviéramos apurando el último de nuestros días, es ilimitado.
Quién sabe si es ahora, con el brote del ébola, cuando vamos a sufrir el apocalipsis mundial digno de Hollywood al que estamos predestinados. Solo cabe actuar de dos maneras: con actitud positiva, pensando que esta amenaza será atajada de raíz por las fuerzas sanitarias; o bien dejándonos llevar por ese miedo visceral a morir con el resto de la humanidad.
No sabemos si el gabinete de crisis creado tras el primer caso de ébola en España va a suponer la solución al problema o acaso el principio de ese fin que el cine, los medios de comunicación y las mentes más cafres vienen instalando en nuestra psiquis desde la lactancia.